Calibán
y la bruja, de Silvia Federici
CAPÍTULO
Colonización y cristianización.
Calibán y las brujas en el
Nuevo Mundo
Colonización y
cristianización. Calibán y las brujas en el Nuevo Mundo
[…] y entonces
ellos dicen que hemos venido a esta tierra para destruir el mundo. Dicen que los
vientos echan por tierra las casas y cortan los árboles, y el fuego los quema,
pero que nosotros devoramos todo, consumimos la tierra, cambiamos el curso de
los ríos, nunca estamos tranquilos, nunca descansamos, siempre corremos de aquí
para allá, buscando oro y plata, nunca satisfechos y luego especulamos con
ellos, hacemos la guerra, nos matamos entre nosotros, robamos, insultamos, nunca
decimos la verdad y les hemos despojado de sus medios de vida. Y, finalmente,
maldicen el mar que ha puesto sobre la tierra niños tan malvados y crueles.
Girolamo Benzoni,
Historia del Mondo Nuovo, 1565.
[…] vencidas por
la tortura y el dolor, [las mujeres] fueron obligadas a confesar que adoraban a
los huacas […] Ellas se lamentaban, “ahora en esta vida nosotras las mujeres […]
somos cristianas; tal vez, luego, el sacerdote sea culpable si nosotras las
mujeres adoramos las montañas, si huimos a las colinas y a la puna, ya que aquí
no hay justicia para nosotras”.
Felipe Guamán
Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno, 1615.
Introducción
La historia del cuerpo y de la
caza de brujas está basada en un supuesto que puede resumirse en la referencia a
“Calibán y la bruja”, los personajes de La tempestad, símbolos de la
resistencia de los indios americanos a la colonización.1
El supuesto es
precisamente la
continuidad entre la dominación de las poblaciones del Nuevo Mundo y la de las
poblaciones en Europa, en especial las mujeres, durante la transición al
capitalismo. En ambos casos tiene lugar la expulsión forzosa de poblaciones
enteras de sus tierras, el empobrecimiento a gran escala, el lanzamiento de
campañas de “cristianización” que socavan la autonomía de la gente y las
relaciones comunales. También hubo una influencia recíproca por medio de la cual
ciertas formas represivas que habían sido desarrolladas en el Viejo Mundo fueron
trasladadas al Nuevo, para ser, luego, retomadas en Europa.
Las
fragmentación social que se produjo no debería ser subestimada.
En el siglo XVIII, la afluencia de oro, plata y otros recursos procedentes de
América hacia Europa dio lugar a una nueva división internacional del trabajo
que fragmentó al proletariado global por medio de segmentaciones clasistas y
sistemas disciplinarios, que marcaron el comienzo de unas trayectorias, a menudo
conflictivas, dentro de la clase trabajadora. Las similitudes en el trato que
recibieron, tanto las poblaciones de Europa como de América, son suficientes
como para demostrar la existencia de una misma lógica que rige tanto el
desarrollo del capitalismo como conforma el carácter estructural de las
atrocidades perpetradas en este proceso. La extensión de la caza de brujas a las
colonias americanas constituye un ejemplo notable.
En el pasado, la persecución de mujeres y hombres bajo el cargo de brujería era
un fenómeno que normalmente los historiadores consideraban como algo limitado a
Europa. La única excepción a esta regla eran los juicios de las brujas de Salem,
que constituyen todavía el principal tema de estudio de los académicos que
investigan la caza de brujas en el Nuevo Mundo. Hoy en día, sin embargo, se
admite que la acusación de adoración al Diablo también jugó un papel clave en la
colonización de la población aborigen americana. En relación con este tema,
debemos mencionar particularmente dos textos que constituyen la base de mi
argumentación para este capítulo. El primero es Moon, Sun and Witches
(1987) [La luna, el sol y las brujas] de Irene Silverblatt, un estudio
acerca de la caza de brujas y de la redefinición de las relaciones de género en
la sociedad incaica y el Perú colonial, que –según mis conocimientos– es el
primer estudio en inglés que reconstruye la historia de las mujeres andinas
perseguidas por su condición de brujas. El otro texto es Streghe e Potere
(1998) [Brujas y poder] de Luciano Parinetto, una serie de ensayos que
documentan el impacto de la caza de brujas en América sobre los juicios a las
brujas en Europa. Éste constituye, en mi opinión, un estudio deficiente por la
insistencia del autor en señalar que la persecución de las brujas era neutral en
relación al género.
Ambos trabajos demuestran que, también en el Nuevo Mundo, la caza de brujas
constituyó una estrategia deliberada, utilizada por las autoridades con el
objetivo de infundir terror, destruir la resistencia colectiva, silenciar a
comunidades enteras y enfrentar a sus miembros entre sí. También fue una
estrategia de cercamiento que, según el contexto, podía consistir en
cercamientos de tierra, de cuerpos o relaciones sociales. Al igual que en
Europa, la caza de brujas fue, sobre todo, un medio de deshumanización y, como
tal, la forma paradigmática de represión que servía para justificar la
esclavitud y el genocidio.
La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido,
fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios americanos
con la tierra, las religiones locales y la naturaleza sobrevivieron a la
persecución, proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y
anticapitalista durante más de 500 años. Esto es extremadamente importante para
nosotros en un momento de renovada conquista de los recursos y de las formas de
existencia de las poblaciones indígenas; debemos repensar el modo en que los
conquistadores batallaron para dominar a aquéllos a quienes colonizaban y qué
fue lo que permitió a estos últimos subvertir este plan contra la destrucción de
su universo social y físico, creando una nueva realidad histórica.
El nacimiento de
los caníbales
Cuando Colón navegó hacia la
“India”, la caza de brujas aún no constituía un fenómeno de masas en Europa. La
acusación, no obstante, de adorar al Demonio como un arma para atacar a enemigos
políticos y vilipendiar a poblaciones enteras (tales como los musulmanes y los
judíos) ya era una práctica común entre las élites. Más aún, como escribe
Seymour Philips, una “sociedad persecutoria” se había desarrollado dentro de la
Europa Medieval, alimentada por el militarismo y la intolerancia cristiana, que
miraba al “Otro”, principalmente como un objeto de agresión (Philips, 1994). De
este modo, no resulta sorprendente que “caníbal”, “infiel”, “bárbaro”, “razas
monstruosas” y “adorador del Diablo” fueran “modelos etnográficos” con los que
los europeos “presentaron la nueva era de expansión” (ibídem, 62). Éstos
les proporcionaron el filtro a través del cual los misioneros y conquistadores
interpretaron las culturas, religiones y costumbres sexuales de la población que
encontraron.2
Otras marcas
culturales contribuyeron también a la invención de los “indios”. El “nudismo” y
la “sodomía” eran mucho más estigmatizadores y, probablemente, proyectaban las
necesidades de mano de
obra de los españoles, que calificaban a los amerindios como seres que vivían en
estado animal –listos para para ser transformados en bestias de carga– a pesar
de que algunos informes también señalaban con énfasis su propensión a compartir
“y a entregar todo lo que tienen a cambio de objetos de poco valor”, como un
signo de su bestialidad (Hulme, 1994: 198).
Al definir a las poblaciones aborígenes como caníbales, adoradores del Diablo y
sodomitas, los españoles respaldaron la ficción de que la conquista no fue una
desenfrenada búsqueda de oro y plata sino una misión de conversión, una
reclamación que, en 1508, ayudó a la Corona Española a obtener la bendición
papal y la autoridad absoluta de la Iglesia en América. También eliminó a los
ojos del mundo, y posiblemente de los propios colonizadores, cualquier sanción
contra las atrocidades que ellos pudieran cometer contra los indios, funcionando
así como una licencia para matar independientemente de lo que las supuestas
víctimas pudiesen hacer. Y, efectivamente, “el azote, la horca, el cepo, la
prisión, la tortura, la violación y ocasionalmente la muerte se convirtieron en
armas comunes para reforzar la disciplina laboral” en el Nuevo Mundo (Cockroft,
1990: 19).
En una primera fase, sin embargo, la imagen de los colonizados como adoradores
del Diablo pudo coexistir con una imagen más positiva, incluso idílica, que
describía a los “indios” como seres inocentes y generosos, que llevaban una vida
“libre de trabajo pesado y tiranía”, que se asemejaba a la mítica “época dorada”
o a un paraíso terrenal (Brandon, 1986: 6-8; Sale, 1991: 100-01).
Esta caracterización puede
haber sido un estereotipo literario o –como ha sugerido Roberto Fernández
Retamar entre otros– la contraparte retórica de la imagen del “salvaje”,
expresando así la incapacidad de los europeos para considerar a la gente con la
que se encontraron como verdaderos seres humanos.3
Pero esta mirada
optimista correspondía
con un periodo de la conquista (desde la década de 1520 hasta la de 1540)
durante la cual los españoles todavía creían que las poblaciones aborígenes
serían convertidas y sojuzgadas fácilmente (Cervantes, 1994). Éste fue el tiempo
de los bautismos masivos, en el que se desplegó el mayor fervor para convencer a
los “indios” de cambiar sus nombres y abandonar sus dioses y costumbres
sexuales, especialmente la poligamia y la homosexualidad. Las mujeres, con sus
pechos desnudos, fueron obligadas a cubrirse, los hombres en taparrabos debieron
usar pantalones (Cockroft, 1983: 21). En esta época, la lucha contra el Demonio
consistía principalmente en hogueras de “ídolos” locales, aunque cabe mencionar
que entre los años 1536 (cuando se introdujo la Inquisición en Ámerica) y 1543
muchos líderes políticos y religiosos del centro de México fueron juzgados y
quemados en la hoguera por el padre franciscano Juan de Zumárraga.
A medida que la conquista avanzaba, dejó de haber espacio para cualquier tipo de
acuerdo. No es posible imponer el poder sobre otras personas sin denigrarlas,
hasta el punto de que se impida la misma posibilidad de identificación. Así, a
pesar de las primeras homilías acerca de los amables taínos, se puso en marcha
una máquina ideológica que, de forma complementaria a la máquina militar,
retrataba a los colonizados como seres “mugrientos” y demoníacos que practicaban
todo tipo de abominaciones, mientras que los mismos crímenes que antes habían
sido atribuidos a la falta de educación religiosa –sodomía, canibalismo,
incesto, travestismo– eran ahora considerados como pruebas de que los “indios”
se encontraban bajo el dominio del Diablo y que podían ser privados de sus
tierras y de sus vidas de forma justificada (Williams, 1986: 136-37). En
relación a este cambio de imagen, Fernando Cervantes escribe lo siguiente en
The Devil in the New World (1994: 8) [El Demonio en el Nuevo Mundo]:
[…] antes de 1530 hubiese sido difícil predecir cuál de estos enfoques se
convertiría en el punto de vista dominante. Sin embargo, para mediados del siglo
XVI había triunfado una visión demoníaca muy negativa de las culturas amerindias
y se creía que su influencia descendía como una densa niebla sobre cada
afirmación, oficial y no oficial, hecha sobre el tema.
Sobre la base de las historias
contemporáneas de las “Indias” –como las de Gomara (1556) y la de Acosta (1590)–
se podría conjeturar que este cambio de perspectiva fue provocado por el
encuentro de los europeos con estados imperialistas como el azteca y el inca,
cuya maquinaria represiva incluía la práctica de sacrificios humanos (Martínez
et al., 1976). En La Historia Natural y Moral de Las Indias,
publicado en Sevilla en 1590 por el jesuita José de Acosta, encontramos
descripciones que nos brindan una vívida sensación de la repulsión que a los
españoles les generaban los sacrificios masivos de cientos de jóvenes
(prisioneros de guerra, niños comprados y esclavos), llevados a cabo por los
aztecas.4
Sin embargo, al
leer el relato de Bartolomé de las Casas acerca de la destrucción de las
“Indias” o de cualquier otro informe sobre la conquista, nos preguntamos por qué
los españoles habrían de sentirse impresionados por estas prácticas cuando ellos
mismos no tuvieron escrúpulos en cometer impronunciables atrocidades en nombre
de Dios y del oro como cuando en 1521, según Cortés, masacraron a 100.000
personas sólo para conquistar Tenochtitlán (Cockroft, 1983: 19).
Del mismo modo, los rituales
canibalísticos que los españoles descubrieron en América, y que ocupan un lugar
destacado en las crónicas de la conquista, no deben haber sido muy diferentes de
las prácticas médicas populares en Europa durante aquella época. En los siglos
XVI, XVII e incluso XVIII, el consumo de sangre humana (especialmente la de
aquellos que habían muerto de forma violenta) y de agua de las momias, que se
obtenía remojando la carne humana en diversos brebajes, era una cura común para
la epilepsia y otras enfermedades en muchos países europeos. Es más, este tipo
de canibalismo “que incluía carne humana, sangre, corazón, cráneo, médula ósea y
otras partes del cuerpo no estaba limitado a grupos marginales sino que era
practicado en los círculos más respetables” (Gordon-Grube, 1988: 406-07).5
El nuevo horror
que los españoles
sintieron por las poblaciones aborígenes a partir de la década de 1550, no puede
ser así fácilmente atribuido a un choque cultural, sino que debe ser considerado
como una respuesta inherente a la lógica de la colonización que,
inevitablemente, necesita deshumanizar y temer a aquellos a quienes quiere
esclavizar.
El éxito de esta estrategia
puede apreciarse en la facilidad con que los españoles explicaron, de forma
“racional”, las altas tasas de mortalidad causadas por las epidemias que
barrieron la región al comienzo de la conquista, y que ellos concibieron como un
castigo divino por la horrorosa conducta de los indios.6
También el debate
que tuvo lugar en Valladolid en 1550, entre Bartolomé de las Casas y el jurista
español Juan Ginés de Sepúlveda, en relación a si los “indios” debían ser
considerados seres humanos, hubiera sido impensable sin una campaña ideológica
que los representara como animales y demonios.7
La divulgación de estas ilustraciones –banquetes canibalísticos con multitudes
de cuerpos desnudos ofreciendo cabezas y miembros humanos como plato principal–
que retrataban la vida en el Nuevo Mundo con reminiscencias de los aquelarres de
las brujas y que comenzaron a circular por Europa después de la década de 1550,
completaron el trabajo de degradación. Le livre des Antipodes (1630) [El
libro de las Antípodas], compilado por Johann Ludwig Gottfried, constituye un
ejemplo tardío de este género literario que despliega una gran cantidad de
imágenes horrorosas: mujeres y niños atiborrándose de vísceras humanas o la
comunidad caníbal reunida alrededor de una parrilla, deleitándose con piernas y
brazos mientras observan como se asan restos humanos. Las ilustraciones que
aparecen en Les singularités de la France Antarctique (París, 1557) [Las
singularidades de la Francia Antártica], realizadas por el franciscano
francés André Thevet –centrado en el descuartizamiento, la preparación y la
degustación de carne humana– y la obra de Hans Staden Wahrharftige Historia
(Marburg, 1557), en la que el autor describe su cautiverio entre los indios
caníbales de Brasil (Parinetto, 1998: 428) constituyen contribuciones anteriores
a la producción cultural de los amerindios como seres bestiales.
Explotación, resistencia y demonización
La decisión de la Corona
Española de introducir un sistema mucho más severo de explotación en las
colonias americanas en la década de 1550 constituyó uno de los momentos
cruciales de la propaganda anti-india y la campaña anti-idolatría que
acompañaron al proceso de colonización. La decisión fue motivada por la crisis
de la “economía de rapiña” que había sido introducida después de la conquista,
por la cual la acumulación de riqueza siguió dependiendo de la expropiación de
los excedentes de bienes de los “indios” más que de la explotación directa de su
trabajo (Spalding, 1984; Steve J. Stern, 1982). Hasta la década de 1550, a pesar
de las masacres y de la explotación asociadas al sistema de la encomienda,
los españoles no habían desbaratado completamente las economías de subsistencia
que habían encontrado en las áreas colonizadas. Por el contrario, debido a la
riqueza acumulada, habían confiado en los sistemas de tributo puestos en
práctica por los aztecas e incas, con lo cual los jefes designados (caciques
en México, kurakas en Perú) les entregaban cuotas de bienes y
trabajo, supuestamente compatibles con la supervivencia de las economías
locales. El tributo fijado por los españoles era mucho mayor que el demandado
por incas y aztecas a aquellos a quienes conquistaban; pero aún así no era
suficiente para satisfacer sus necesidades. Hacia la década de 1550 comenzó a
resultarles difícil obtener mano de obra suficiente, tanto para los obrajes
(talleres de manufactura donde se producían bienes para el mercado mundial)
como para la explotación de las minas de plata y mercurio recientemente
descubiertas, como la legendaria mina de Potosí.8
La necesidad de extraer más
trabajo de las poblaciones aborígenes provenía principalmente de la situación
interna de España, donde la Corona estaba literalmente flotando sobre lingotes
de oro y plata americanos con los cuales compraba los bienes y alimentos que ya
no se producían en España. Además, la riqueza producida por el saqueo financió
la expansión europea de la Corona. Esta situación dependía en tal medida de la
continua llegada de enormes cantidades de plata y oro del Nuevo Mundo, que para
la década de 1550 la Corona estaba preparada para socavar el poder de los
encomenderos con el fin de apropiarse de gran parte del trabajo de los
indios para la extracción de plata, que posteriormente sería enviada por barco a
España.9
La resistencia a
la colonización estaba, sin embargo, aumentando (Spalding, 1984: 134-35; Stern,
1982).10
Fue en respuesta a
este desafío que, tanto en México como en Perú, se declaró una guerra contra las
culturas indígenas allanando el camino para una intensificación
draconiana del dominio colonial.
En México, este cambio se produjo en 1562 cuando por iniciativa del Provincial
Diego de Landa se lanzó una campaña anti-idolatría en la península de Yucatán,
en el curso de la cual más de 4.500 personas fueron capturadas y brutalmente
torturadas bajo el cargo de practicar sacrificios humanos. Luego fueron objeto
de un castigo público bien orquestado que terminó por destruir sus cuerpos y su
moral (Clendinnen, 1987: 71-92). Las penas infligidas fueron tan crueles (azotes
tan severos que hicieron que la sangre fluyera, años de esclavitud en las minas)
que mucha gente murió o quedó impedida para trabajar; otros huyeron de sus casas
o se suicidaron de tal modo que el trabajo llegó a su fin y la economía regional
fue destruida. Sin embargo, la persecución montada por Landa se convirtió en el
fundamento de una nueva economía colonial, que hizo entender a la población
local que los españoles habían llegado para quedarse y que el dominio de los
antiguos dioses había terminado (ibídem: 190).
También en Perú el primer
ataque a gran escala contra lo diabólico tuvo lugar en 1560, coincidiendo con el
surgimiento del movimiento Taki Ongoy,11
un movimiento
nativo milenarista que predicaba contra el colaboracionismo con los europeos y a
favor de una alianza pan-andina de los dioses locales (huacas)
para poner fin a la
colonización. Los takionqos atribuían la derrota sufrida y la creciente
mortalidad al abandono de los dioses locales, y alentaban a la gente a rechazar
la religión cristiana y los nombres, la comida y la ropa recibida de los
españoles. También exhortaban a la gente a rechazar el pago de tributos y el
trabajo forzado impuesto por los españoles, y a “abandonar el uso de camisas,
sombreros, sandalias o cualquier otra vestimenta proveniente de España” (Stern,
1982: 53). Prometían que si esto se concretaba los huacas revividos le
darían la vuelta al mundo y destruirían a los españoles enviándoles enfermedades
e inundaciones a sus ciudades, un océano que crece para borrar todo rastro de su
existencia (Stern, 1982: 52-64).
La amenaza formulada por los taquionqos era verdaderamente seria: al convocar
una unificación pan-andina de los huacas, el movimiento marcaba el
comienzo de un nuevo sentido de la identidad capaz de sobrellevar las divisiones
vinculadas a la organización tradicional de los ayllus (unidades
comunales). En palabras de Stern, ésta fue la primera vez que la gente de los
Andes comenzó a pensarse a sí misma como una misma persona, como “indios” (Stern,
1982: 59) y, de hecho, el movimiento se expandió ampliamente alcanzando “hacia
el norte, la ciudad de Lima; Cuzco, hacia el este y sobre la elevada puna del
sur, a La Paz, en la actual Bolivia” (Spalding, 1984: 246). La respuesta vino de
mano del Consejo eclesiástico, realizado en Lima en 1567, que estableció que los
sacerdotes debían “extirpar las innumerables supersticiones, ceremonias y ritos
diabólicos de los indios. También debían erradicar la embriaguez, arrestar a los
médicos-brujos y, sobre todo, descubrir y destruir los lugares sagrados y los
talismanes” relacionados con el culto a los dioses locales (huacas).
Estas recomendaciones fueron repetidas en un Sínodo celebrado en Quito en 1570
donde, nuevamente, se denunció que “[h] ay médicos-brujos famosos que […]
custodian a los huacas y conversan con el Diablo” (Hemming, 1970: 397).
Los huacas eran
montañas, fuentes de agua, piedras y animales que encarnaban a los espíritus de
los ancestros. Como tales se los cuidaba, alimentaba y adoraba de forma
colectiva, ya que todos consideraban que eran los principales vínculos con la
tierra y con las prácticas agrícolas primordiales para la reproducción
económica. Las mujeres les hablaban, como parece que aún lo hacen en algunas
regiones de América del Sur, para asegurarse una cosecha sana (Descola, 1994:
191-214).12
Destruirlos o
prohibir su culto era una forma de atacar a la comunidad, sus raíces históricas,
la relación de la gente con la tierra y su relación intensamente espiritual con
la naturaleza. Esto fue comprendido por los españoles, que en la década de 1550,
se embarcaron en una sistemática destrucción de todo aquello que se asemejara a
un objeto de culto. Claude Baudez y Sydney Picasso escriben sobre la campaña
anti-idolatría dirigida por los franciscanos contra los mayas en el Yucatán que
puede extrapolarse a lo ocurrido en el resto de México y Perú.
Los ídolos fueron destruidos, los templos incendiados y aquéllos que celebraban
ritos nativos y practicaban sacrificios fueron castigados con la muerte; las
festividades tales como los banquetes, las canciones y las danzas así como las
actividades artísticas e intelectuales (pintura, escultura, observación de las
estrellas, escritura jeroglífica) –sospechosas de estar inspiradas por el
Diablo– fueron prohibidas y aquéllos que participaban en ellas fueron
perseguidos sin misericordia. (Baudez y Picasso, 1992: 21)
Este proceso vino de la mano de la reforma exigida por la Corona Española que
incrementó la explotación del trabajo indígena con el fin de asegurarse un mayor
flujo de lingotes de oro y plata hacia sus arcas. Con este propósito fueron
introducidas dos medidas, ambas facilitadas por la campaña anti-idolatría. En
primer lugar, la cuota de trabajo que los jefes locales debían proveer para el
trabajo en las minas y obrajes fue aumentada notablemente, la ejecución
de la nueva norma fue puesta en manos de un representante local de la Corona (corregidor)
que tenía el poder de arrestar y administrar otras formas de castigo en caso de
incumplimiento. Además, se introdujo un programa de reasentamiento (reducciones)
que condujo a la mayor parte de la población rural a aldeas designadas, a
fin de poder ejercer sobre ella un control más directo. La destrucción de las
huacas, y la persecución de la religión de los antepasados asociada a ellas,
jugó un papel decisivo en ambas, dado que las reducciones adquirieron
mayor fuerza a partir de la demonización de los sitios de culto locales.
Rápidamente, sin embargo, se hizo evidente que bajo la cobertura de la
cristianización la gente continuó adorando a sus dioses, del mismo modo en que
retornaron a sus milpas (campos) después de haber sido sacados de sus
casas. Por eso, el ataque a los dioses locales, en lugar de disminuir, se
intensificó con el paso del tiempo, alcanzando su punto más elevado entre los
años 1619 y 1660 cuando la destrucción de los ídolos fue acompañada por
verdaderas cazas de brujas, en esta ocasión convirtiendo a las mujeres en su
objetivo particular. Karen Spalding ha descrito una de estas cazas de brujas
llevada a cabo en el repartimiento de Huarochirí, en 1660, por el
sacerdote-inquisidor Don Juan Sarmiento. Tal y como señala, la investigación fue
dirigida según el mismo patrón de las cazas de brujas en Europa. Comenzó con la
lectura del edicto contra la idolatría y la prédica de un sermón contra este
pecado. Éste era seguido por denuncias secretas provistas por informantes
anónimos, después tenía lugar el interrogatorio de los sospechosos, el uso de la
tortura para extraer confesiones y, finalmente, el dictamen de la sentencia y el
castigo, que en este caso consistía en el azote público, el exilio y otras
formas diversas de humillación:
Las personas sentenciadas eran llevadas a la plaza pública [...] Eran colocadas
entre mulas y burros, con cruces de madera de aproximadamente seis pulgadas de
largo, colgando alrededor de sus cuellos. A partir de ese día deberían llevar
esas marcas de humillación. Las autoridades religiosas ponían una coroza
medieval sobre sus cabezas, una capucha en forma de cono hecha de cartón, que
constituía la marca europea y católica de la infamia y la desgracia. El pelo que
se encontraba debajo de estas capuchas era cortado (marca de humillación
andina). Aquéllos que eran condenados a recibir latigazos tenían sus espaldas
desnudas. Se les ponían sogas alrededor de sus cuellos. Eran paseados lentamente
por las calles del pueblo, precedidos por un pregonero que leía sus crímenes
[...] Después de este espectáculo las personas eran retornadas, algunas con sus
espaldas sangrando debido a los 20, 40 o 100 azotes sacudidos por el verdugo del
pueblo con el azote de tiras de nueve nudos. (Spalding, 1984: 256)
Spalding concluye:
Las campañas de idolatría eran rituales ejemplares, didácticas piezas teatrales
dirigidas en igual medida a la audiencia y a los participantes, similares a los
ahorcamientos públicos de la Europa medieval. (Ibídem: 265)
Su objetivo era intimidar a la
población, con el fin de crear un “espacio de muerte”13
donde los rebeldes
potenciales se
sintieran tan
paralizados por el miedo que aceptaran cualquier cosa con tal de no tener que
enfrentarse a la terrible experiencia de aquéllos que eran golpeados y
humillados públicamente. En este sentido, los españoles obtuvieron una victoria
parcial. Frente a la tortura, las denuncias anónimas y las humillaciones
públicas, muchas alianzas y amistades se rompieron; la fe de la gente en la
efectividad de sus dioses se debilitó y el culto se transformó en una práctica
individual y secreta más que colectiva, tal y como lo había sido en la América
previa a la Conquista.
Según Spalding la profundidad con que el tejido social se vio afectado por estas
campañas de terror puede deducirse de los cambios que con el paso del tiempo
comenzaron a tener lugar en la naturaleza de las acusaciones. Mientras que en la
década de 1550 las personas podían reconocer abiertamente su apego, y el de su
comunidad, a la religión tradicional, en la década de 1650 los crímenes de los
que eran acusados giraban en torno a la “brujería”, una práctica que ahora
suponía una conducta reservada, y que se asemejaba cada vez más a las
acusaciones realizadas contra las brujas en Europa. Por ejemplo, en la campaña
lanzada en 1660 en la zona de Huarochirí, “los crímenes descubiertos por las
autoridades [...] estaban vinculados a la cura, el hallazgo de objetos perdidos
y otras modalidades de lo que en términos generales podría denominarse
“brujería” aldeana”. Sin embargo, la propia campaña revelaba que a pesar de la
persecución, a los ojos de las comunidades, “los antepasados y huacas
seguían siendo esenciales para su supervivencia” (Spalding, 1984: 261).
Mujeres y brujas en
América
No es una coincidencia que la “[m]ayoría de la gente condenada en la
investigación de 1660 en Huarochirí fueran mujeres (28 de 32)” (Spalding, 1984:
258), tampoco lo es que las mujeres tuvieran mayor presencia en el movimiento
Taki Ongoy. Fueron las mujeres quienes más tenazmente defendieron el antiguo
modo de existencia y quienes y de forma más vehemente se opusieron a la nueva
estructura de poder, probablemente debido a que eran también las más afectadas.
Tal y como refleja la
existencia de muchas deidades femeninas de importancia en las religiones
precolombinas, las mujeres habían tenido una posición de poder en esas
sociedades. En 1517, Hernández de Córdoba llegó a una isla ubicada a poca
distancia de la costa de la península de Yucatán y la llamó Isla Mujeres “debido
a que los templos que visitaron allí contenían una gran cantidad de ídolos
femeninos” (Baudez y Picasso, 1992: 17). Antes de la conquista, las mujeres
americanas tenían sus propias organizaciones, sus esferas de actividad
reconocidas socialmente y, si bien no eran iguales a los hombres,14
se las consideraba
complementarias a ellos en cuanto a su contribución a la familia y la sociedad.
Además de ser agricultoras, amas de casa y tejedoras y productoras de las
coloridas prendas que eran utilizadas tanto en la vida cotidiana como durante
las ceremonias, también eran alfareras, herboristas, curanderas y
sacerdotisas al servicio de los dioses locales. En el sur de México, en la
región de Oaxaca, estaban vinculadas a la producción de pulque-maguey, una
sustancia sagrada que según creían, había sido inventada por los dioses y estaba
relacionada con Mayahuel, “una diosa madre-tierra que era el centro de la
religión campesina” (Taylor, 1970: 31-2).
Todo cambió con la llegada de los españoles, éstos trajeron consigo su bagaje de
creencias misóginas y reestructuraron la economía y el poder político en favor
de los hombres. Las mujeres sufrieron también por obra de los jefes
tradicionales que, a fin de mantener su poder, comenzaron a asumir la propiedad
de las tierras comunales y a expropiar a las integrantes femeninas del uso de la
tierra y de sus derechos sobre el agua. En la economía colonial, las mujeres
fueron así reducidas a la condición de siervas que trabajaban como sirvientas
–para los encomenderos, sacerdotes y corregidores– o como
tejedoras en los obrajes. Las mujeres también fueron forzadas a seguir a
sus maridos cuando tenían que hacer el trabajo de mita en las minas –un
destino que la gente consideraba peor que la muerte– dado que en 1528 las
autoridades establecieron que los cónyuges no podían ser alejados, con el fin de
que, en adelante, las mujeres y los niños pudieran ser obligados a trabajar en
las minas, además de tener que preparar la comida para los trabajadores varones.
La nueva legislación española, que declaró la ilegalidad de la poligamia,
constituyó otra fuente de degradación para las mujeres. De la noche a la mañana,
los hombres se vieron obligados a separarse de sus mujeres o ellas tuvieron que
convertirse en sirvientas (Mayer, 1981), al tiempo que los niños que habían
nacido de estas uniones eran clasificados de acuerdo con cinco categorías
distintas de ilegitimidad (Nash, 1980: 143). Irónicamente, con la llegada de los
españoles, al mismo tiempo que las uniones polígamas eran disueltas, ninguna
mujer aborigen se encontraba a salvo de la violación o del rapto. De esta forma,
muchos hombres, en lugar de casarse, comenzaron a recurrir a la prostitución (Hemming,
1970). En la fantasía europea, América misma era una mujer desnuda reclinada que
invitaba seductoramente al extranjero blanco que se le acercaba. En ciertos
momentos, eran los propios hombres “indios” quienes entregaban a sus parientes
mujeres a los sacerdotes o encomenderos a cambio de alguna recompensa
económica o un cargo público.
Por todos estos motivos, las mujeres se convirtieron en las principales enemigas
del dominio colonial, negándose a ir a misa, a bautizar a sus hijos o a
cualquier tipo de colaboración con las autoridades coloniales y los sacerdotes.
En los Andes, algunas se suicidaron y mataron a sus hijos varones, muy
probablemente para evitar que fueran a las minas y también debido a la
repugnancia provocada, posiblemente, por el maltrato que les infligían sus
parientes masculinos (Silverblatt, 1987). Otras organizaron sus comunidades y,
frente a la traición de muchos jefes locales cooptados por la estructura
colonial, se convirtieron en sacerdotisas, líderes y guardianas de las huacas,
asumiendo tareas que nunca antes habían ejercido. Esto explica el porqué las
mujeres constituyeron la columna vertebral del movimiento Taki Ongoy. En Perú,
también llevaban a cabo confesiones con el fin de preparar a la gente para el
momento en que se encontraran con los sacerdotes católicos, aconsejándoles
acerca de qué cosas contar y cuáles no debían revelar. Si antes de la Conquista
las mujeres habían estado exclusivamente a cargo de las ceremonias dedicadas a
las deidades femeninas, posteriormente se convirtieron en asistentes u
oficiantes principales en cultos dedicados a las huacas de los
antepasados masculinos –algo que tenían prohibido antes de la Conquista (Stern,
1982). También lucharon contra el poder colonial escondiéndose en las zonas más
elevadas (punas) donde podían practicar la religión antigua. Tal y como
señala Irene Silverblatt (1987: 197):
Mientras los hombres indígenas huían de la opresión de la mita y del tributo
abandonando sus comunidades y yendo a trabajar como yaconas
(cuasi-siervos) en las nuevas haciendas, las mujeres huían a las punas,
inaccesibles y muy distantes de las reservas de sus comunidades nativas.
Una vez en las punas, las mujeres rechazaban las fuerzas y los símbolos
de su opresión, desobedeciendo a los administradores españoles, tanto al clero
como a los dirigentes de su comunidad. También rechazaban enérgicamente la
ideología colonial, que reforzaba su opresión, negándose a ir a misa, a
participar en confesiones católicas o a aprender el dogma católico. Y lo que
resulta aún más importante, las mujeres no rechazaban sólo el catolicismo sino
que volvían a su religión nativa y, hasta donde les era posible, a la calidad de
las relaciones sociales que su religión expresaba.
Al perseguir a las mujeres como brujas, los españoles señalaban tanto a las
practicantes de la antigua religión como a las instigadoras de la revuelta
anti-colonial, al mismo tiempo que intentaban redefinir “las esferas de
actividad en las que las mujeres indígenas podían participar” (Silverblatt,
1987: 160). Tal y como señala Silverblatt, el concepto de brujería era ajeno a
la sociedad andina. También en Perú, al igual que en todas las sociedades
preindustriales, muchas mujeres eran “especialistas en el conocimiento médico”,
estaban familiarizadas con las propiedades de hierbas y plantas, y también eran
adivinas. Pero la noción cristiana del Demonio les era desconocida. No obstante,
hacia el siglo XVII, debido a la tortura, la intensa persecución y la
“aculturación forzada”, las mujeres andinas que eran arrestadas, en su mayoría
ancianas y pobres, reconocían los mismos crímenes que eran imputados a las
mujeres en los juicios por brujería en Europa: pactos y copulación con el
Diablo, prescripción de remedios a base de hierbas, uso de ungüentos, volar por
el aire y realizar amuletos de cera (Silverblatt, 1987: 174). También confesaron
adorar a las piedras, a las montañas y los manantiales, y alimentar a las
huacas. Lo peor de todo, fue que confesaron haber hechizado a las
autoridades o a otros hombres poderosos y haberles causado la muerte (ibídem:
187-88).
Al igual que en Europa, la tortura y el terror fueron utilizados para forzar a
los acusados a proporcionar otros nombres a fin de que los círculos de
persecución se ampliaran cada vez más. Pero uno de los objetivos de la caza de
brujas, el aislamiento de las brujas del resto de la comunidad, no fue logrado.
Las brujas andinas no fueron transformadas en parias. Por el contrario, “fueron
muy solicitadas como comadres y su presencia era requerida en reuniones
aldeanas, en la misma medida en que la conciencia de los colonizados, la
brujería, la continuidad de las tradiciones ancestrales y la resistencia
política consciente comenzaron a estar cada vez más entrelazadas” (ibídem).
En efecto, gracias en gran medida a la resistencia de las mujeres, la antigua
religión pudo ser preservada. Ciertos cambios tuvieron lugar en el sentido de
las prácticas a ella asociadas. El culto fue llevado a la clandestinidad a
expensas del carácter colectivo que tenía en la época previa a la Conquista.
Pero los lazos con las montañas y los otros lugares de las huacas no
fueron destruidos.
En el centro y el sur de México encontramos una situación similar. Las mujeres,
sobre todo las sacerdotisas, jugaron un papel importante en la defensa de sus
comunidades y culturas. Según la obra de Antonio García de León, Resistencia
y utopía, a partir de la Conquista de esta región, las mujeres “dirigieron o
guiaron todas las grandes revueltas anti-coloniales” (de León 1985, Vol. I: 31).
En Oaxaca, la presencia de las mujeres en las rebeliones populares continuó
durante el siglo XVIII cuando, en uno de cada cuatro casos, eran ellas quienes
lideraban el ataque contra las autoridades “y eran visiblemente más agresivas,
ofensivas y rebeldes” (Taylor, 1979: 116). También en Chiapas, las mujeres
fueron los actores clave en la preservación de la religión antigua y en la lucha
anti-colonial. Así, cuando en 1524 los españoles lanzaron una campaña de guerra
para subyugar a los chiapanecos rebeldes, fue una sacerdotisa quien lideró las
tropas contra ellos. Las mujeres también participaron de las redes clandestinas
de adoradores de ídolos y de rebeldes que eran periódicamente descubiertas por
el clero. Por ejemplo, en el año 1584, durante una visita a Chiapas, el obispo
Pedro de Feria fue informado de que muchos de los jefes indios locales aún
practicaban los antiguos cultos y que éstos estaban siendo guiados por mujeres,
con las cuales mantenían prácticas indecentes, tales como ceremonias (del estilo
del aquelarre) durante las cuales yacían juntos y se convertían en dioses y
diosas, “estando a cargo de las mujeres enviar lluvia y proveer riqueza a
quienes lo solicitaban” (de León 1985, Vol. I: 76).
A partir de la visión de esta crónica, resulta irónico que sea Calibán –y no su
madre, la bruja Sycorax–, a quien los revolucionarios latinoamericanos tomaron
después como símbolo de la resistencia a la colonización. Pues Calibán sólo pudo
luchar contra su amo insultándolo en el lenguaje que de él había aprendido,
haciendo de este modo que su rebelión dependiera de las “herramientas de su
amo”. También pudo ser engañado cuando le hicieron creer que su liberación podía
llegar a través de una violación y a través de la iniciativa de algunos
proletarios oportunistas blancos, trasladados al Nuevo Mundo, a quienes adoraba
como si fueran dioses. En cambio, Sycorax, una bruja “tan poderosa que dominaba
la luna y causaba los flujos y reflujos” (La tempestad, acto V, escena
1), podría haberle enseñado a su hijo a apreciar los poderes locales –la tierra,
las aguas, los árboles, los “tesoros de la naturaleza”– y esos lazos comunales
que, durante siglos de sufrimiento, han seguido nutriendo la lucha por la
liberación hasta el día de hoy, y que ya habitaban, como una promesa, en la
imaginación de Calibán:
No temas; la isla está llena de sonidos
y músicas suaves que deleitan y no dañan.
Unas veces resuena en mi oído la vibración
de mil instrumentos, y otras son voces
que, si he despertado tras un largo sueño,
de nuevo me hacen dormir. Y, al soñar,
las nubes se me abren mostrando riquezas
a punto de lloverme, así que despierto
y lloro por seguir soñando.
Shakespeare, La tempestad, acto III.
Las brujas
europeas y los “indios”
¿Tuvo la caza de brujas en el Nuevo Mundo algún impacto sobre los
acontecimientos en Europa? ¿O ambas persecuciones simplemente hacían uso de las
mismas estrategias y tácticas represivas que la clase dirigente europea había
forjado desde la Edad Media
en la persecución de los herejes?
Formulo estas preguntas a partir de la tesis del historiador italiano Luciano
Parinetto, que sostiene que la caza de brujas en el Nuevo Mundo tuvo un enorme
impacto en la elaboración de la ideología acerca de la brujería en Europa, así
como también en la cronología de la caza de brujas europea.
En pocas palabras, la tesis de
Parinetto sostiene que fue bajo el impacto de la experiencia americana cuando la
caza de brujas en Europa se transformó en un fenómeno de masas durante la
segunda mitad del siglo XVI. Esto se debe a que las autoridades y el clero
encontraron en América la confirmación de su visión de la adoración al Diablo,
llegando a creer en la existencia de poblaciones enteras de brujas, una
convicción que luego aplicaron en su campaña de cristianización en Europa. De
este modo, la adopción de la exterminación como estrategia política por
parte de los estados europeos constituyó otra importación proveniente del Nuevo
Mundo, que era descrito por los misioneros como “la tierra del Demonio”, y que
muy posiblemente haya inspirado la masacre de los hugonotes y la masificación de
la caza de brujas (Parinetto, 1998: 417-35).15
Según Parinetto, el uso de los informes de “Indias” por parte de los demonólogos
constituye una evidencia de la decisiva conexión que existió entre ambas
persecuciones. Parinetto se centra en Jean Bodin, pero también menciona a
Francesco Maria Guazzo y cita –como un ejemplo del “efecto boomerang” producido
por la implantación de la caza de brujas en América– el caso del inquisidor
Pierre Lancre quien, durante una persecución de varios meses en la región de
Labort (en el País Vasco), denunció que toda la población estaba compuesta por
brujas. Como evidencia de su tesis, Parinetto cita una serie de temas que
comenzaron a tener mucha importancia en el repertorio de la brujería en Europa
durante la segunda mitad del siglo XVI: el canibalismo, la ofrenda de niños al
Diablo, la referencia a ungüentos y drogas y la asociación de la homosexualidad
(sodomía) con lo diabólico –que, como sostiene Parinetto, todos tenían su matriz
en el Nuevo Mundo.
¿Cómo utilizar esta teoría y dónde trazar la línea entre lo explicable y lo
especulativo? Se trata de una pregunta que los futuros estudiosos deberán
responder. Me limito, en este sentido, a realizar algunas observaciones. La
tesis de Parinetto es importante en la medida en que nos ayuda a disipar el
eurocentrismo que ha caracterizado el estudio de la caza de brujas;
potencialmente puede responder algunas de las preguntas que han surgido en torno
a la persecución de las brujas europeas. Su principal contribución radica, sin
embargo, en que amplía nuestra conciencia sobre el carácter global del
desarrollo capitalista y ayuda a que nos demos cuenta de que, en el siglo XVI,
ya existía en Europa una clase dominante que estaba, desde todo punto de vista
–en términos prácticos, políticos e ideológicos–, implicada en la formación de
un mano de obra a nivel mundial y que, por lo tanto, actuaba continuamente a
partir del conocimiento que recogía a nivel internacional para la elaboración de
sus modelos de dominación.
En cuanto a sus alegaciones, la historia de Europa previa a la Conquista basta para probar que los europeos no necesitaban cruzar el océano para descubrir su voluntad de exterminar a aquellos que se cruzaban en su camino. También es posible explicar la cronología de la caza de brujas en Europa sin recurrir a la hipótesis del impacto del Nuevo Mundo, dado que las décadas comprendidas entre 1560 y 1620 fueron testigos de un empobrecimiento generalizado y de una dislocación social a lo largo y ancho de la mayor parte de Europa Occidental.
A fin de intentar animar una nueva forma de pensar la caza de brujas en Europa desde el punto de vista de lo que ocurrió en América, las correspondencias temáticas e iconográficas entre ambas resultan muy sugerentes. La cuestión del uso de ungüentos es uno de los más reveladores, en la medida en que las descripciones del comportamiento de los sacerdotes aztecas o incas con ocasión de los sacrificios humanos evocan los hallados en algunas demonologías que describen los preparativos de las brujas para el aquelarre. Véase el siguiente pasaje narrado por Acosta (1590: 262-63), en el que considera la práctica americana como una perversión del hábito cristiano de consagrar a los sacerdotes ungiéndolos:
Los sacerdotes-ídolos en México se untaban a sí mismos de la siguiente manera. Se engrasaban desde los pies a la cabeza, incluido el cabello […] la sustancia con la cual se manchaban era té ordinario, porque desde la antigüedad siempre constituyó una ofrenda a sus dioses y por eso fue muy adorado […] éste era su modo común de engrasarse […] excepto cuando acudían a un sacrificio […] o cuando iban a las cuevas donde guardaban a sus ídolos, que utilizaban un ungüento diferente para darse coraje […] Este ungüento estaba hecho de sustancias venenosas […] ranas, salamandras, víboras […] con este ungüento ellos podían convertirse en magos (brujos) y hablar con el Diablo.
Supuestamente, las brujas europeas esparcían la misma
infusión venenosa sobre sus cuerpos (según sus acusadores) con el fin de obtener
el poder de volar hacia el aquelarre. Pero no puede decirse que este tema se
haya iniciado en el Nuevo Mundo, ya que en los juicios y en las demonologías del
siglo XV se encuentran referencias a mujeres que preparaban ungüentos con la
sangre de los sapos o de los huesos de los niños.16
Resulta posible, en cambio, que los informes desde América revitalizasen estos
cargos, añadiendo nuevos detalles y otorgándoles una mayor autoridad. La misma
consideración puede servir para explicar la correspondencia iconográfica entre
las imágenes del aquelarre y las diversas representaciones de la familia y del
clan caníbal que comenzaron a aparecer en Europa hacia finales del siglo XVI y
que permiten comprender muchas otras “coincidencias”, tales como el hecho de que
tanto en Europa como en América las brujas fueran acusadas de sacrificar niños
al Diablo (véase figuras pp. 234-35).
La caza de
brujas y la globalización
Durante la última mitad del siglo XVII la caza de brujas en América continuó
desarrollándose en oleadas, hasta que la persistencia de la disminución
demográfica y la creciente seguridad política y económica de la estructura de
poder colonial se combinaron para poner fin a la persecución. De este modo, en
la misma región que durante los siglos XVI y XVII se desarrollaron las grandes
campañas anti-idolatría, durante el siglo XVIII la Inquisición renunció a
cualquier intento de influir en las creencias religiosas y morales de la
población, aparentemente porque consideraba que ya no representaban un peligro
para el dominio colonial. El relevo de la persecución vino de la mano de una
perspectiva paternalista que consideraba la idolatría y las prácticas mágicas
como debilidades de la gente ignorante, a quienes no valía la pena que la “gente
de razón” tuviera en cuenta (Behar, 1987). De ahí en adelante, la preocupación
por la adoración al Diablo migraría hacia las recientes plantaciones de esclavos
de Brasil, el Caribe y América del Norte donde –comenzando con las guerras del
rey Felipe– los colonos ingleses justificaron las masacres de los indios
americanos nativos calificándolos de sirvientes del Diablo (Williams y Williams
Adelman, 1978: 143).
Los juicios de Salem también fueron explicados por las autoridades locales con
el argumento de que los oriundos de Nueva Inglaterra, se habían establecido en
la tierra del Diablo. Tal y como señaló Cotton Mather unos años más tarde, al
recordar los hechos de Salem:
Me he encontrado con algunas cosas extrañas […] que me han hecho pensar que esta
guerra inexplicable (la guerra llevada a cabo por los espíritus del mundo
invisible contra la gente de Salem) podría haber tenido sus orígenes entre los
indios, cuyos principales jefes son famosos, incluso entre algunos de nuestros
cautivos, por haber sido horribles hechiceros y diabólicos magos que como tales
conversaban con los demonios. (ibídem, 145)
En este contexto, resulta significativo que los juicios de Salem hayan sido
provocados por las adivinaciones de una esclava india del Oeste –Tituba– que fue
de las primeras en ser arrestadas, y que la última ejecución de una bruja, en
territorio de habla inglesa, fuera la de una esclava negra, Sarah Basset, muerta
en Bermudas en 1730 (Daly, 1978: 179). De hecho, en el siglo XVIII la bruja se
estaba convirtiendo en una practicante africana de obeah, un ritual que
los colonos temían y demonizaban por considerarlo una incitación a la rebelión.
Sin embargo, la abolición de la esclavitud no supuso la desaparición de la caza
de brujas del repertorio de la burguesía. Por el contrario, la expansión global
del capitalismo a través de la colonización y de la cristianización aseguraron
que esta persecución fuera implantada en el cuerpo de las sociedades colonizadas
y, con el tiempo, puesta en práctica por las comunidades sojuzgadas en su propio
nombre y contra sus propios miembros.
Por ejemplo, en la década de 1840 tuvo lugar una oleada de quema de brujas en el
oeste de la India. En este período fueron quemadas más mujeres por ser
consideradas brujas que en la práctica del sati (Skaria, 1997: 110).
Estos asesinatos se dieron en el contexto de la crisis social causada tanto por
el ataque de las autoridades coloniales contra las comunidades que vivían en los
bosques –en las cuales las mujeres tenían un mayor grado de poder que en las
sociedades de castas que moraban en las planicies– como por la devaluación
colonial del poder femenino, que tuvo como resultado el ocaso del culto a las
diosas (ibídem: 139-40).
La caza de brujas también tuvo
lugar en África, donde sobrevive hasta día de hoy como un instrumento clave de
división en muchos países, especialmente en aquellos que en su momento
estuvieron implicados en el comercio de esclavos, como Nigeria y Sudáfrica.
También aquí la caza de brujas ha acompañado la pérdida de posición social de
las mujeres provocada por la expansión del capitalismo y la intensificación de
la lucha por los recursos que, en los últimos años, se ha venido agravando por
la imposición de la agenda neoliberal. Como consecuencia de la competencia a
vida o muerte por unos recursos cada vez más agotados, una gran cantidad de
mujeres –en su mayoría ancianas y pobres– han sido perseguidas durante la década
de 1990 en el norte de Transvaal, donde setenta de ellas fueron quemadas en los
primeros cuatro meses de 1994 (Diario de México, 1994). También se han
denunciado casos de cazas de brujas en Kenya, Nigeria y Camerún durante las
décadas de 1980 y 1990, coincidiendo con la imposición de la política de ajuste
estructural del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, lo que ha
conducido a una nueva serie de cercamientos, causando un empobrecimiento de la
población sin precedentes.17
En la década de 1980, en Nigeria, niñas inocentes confesaban haber matado a
docenas de personas, mientras que en otros países africanos se elevaron
peticiones a los gobernantes a fin de que las brujas fueran perseguidas con
mayor rigor. Mientras tanto, en Sudáfrica y Brasil mujeres ancianas fueron
asesinadas por vecinos y parientes bajo la acusación de brujería. Al mismo
tiempo, una nueva clase de creencias brujeriles está comenzando a desarrollarse.
Dichas creencias presentan semejanzas con las que fueron documentadas por
Michael Taussing en Bolivia, y a partir de las cuales la gente pobre sospecha
que los nouveau riches habrían adquirido su riqueza a través de medios
ilícitos y sobrenaturales, acusándolos de querer transformar a sus víctimas en
zombies con el fin de ponerlos a trabajar (Gerschiere y Nyamnjoh, 1998: 73-4).
Rara vez llegan a Europa y a Estados Unidos los casos sobre las cacerías de
brujas que se dan en África o en América Latina, del mismo modo que las cacerías
de brujas de los siglos XVI y XVII fueron durante mucho tiempo de poco interés
para los historiadores. Incluso en los casos conocidos, su importancia es
normalmente pasada por alto, debido a la extendida creencia de que estos
fenómenos pertenecen a una era lejana y que no tienen vinculación alguna con
“nosotros”.
Si aplicamos, sin embargo, las lecciones del pasado al presente, nos damos
cuenta de que la reaparición de la caza de brujas en tantas partes del mundo
durante las décadas de 1980 y 1990 constituye un síntoma claro de un nuevo
proceso de “acumulación originaria”, lo que significa que la privatización de la
tierra y de otros recursos comunales, el masivo empobrecimiento, el saqueo y el
fomento de la divisiones de comunidades que antes estaban cohesionadas han
vuelto a formar parte de la agenda mundial. “Si las cosas continúan de esta
manera” –le comentaban las ancianas de una aldea senegalesa a un antropólogo
norteamericano, expresando sus temores en relación con el futuro– “nuestros
niños se comerán los unos a los otros”. Y, en efecto, esto es lo que se logra a
través de la caza de brujas, ya sea dirigida desde arriba, como una forma de
criminalización de la resistencia a la expropiación, o desde abajo, como un
medio para apropiarse de los recursos, cada vez más escasos, como parece ser el
caso de algunos lugares de África en la actualidad.
En algunos países, este proceso requiere todavía la movilización de brujas,
espíritus y diablos. Pero no deberíamos engañarnos pensando que esto no nos
concierne. Tal y como Arthur Miller observara en su interpretación de los
juicios de Salem, en cuanto despojamos a la persecución de las brujas de su
parafernalia metafísica, comenzamos a reconocer en ella fenómenos que están muy
próximos a nosotros.
Notas
1. En realidad, Sycorax –la bruja– no ha ingresado en la imaginación
revolucionaria latinoamericana del mismo modo que Calibán; ésta permanece
todavía invisible, tal y como ha sucedido durante mucho tiempo con la lucha de
la mujer contra la colonización. En relación a Calibán, lo que éste ha venido a
defender ha sido muy bien expresado en un ensayo de enorme influencia del
escritor cubano Roberto Fernández Retamar (1989: 5-21):
Nuestro símbolo no es pues Ariel [...] sino Calibán. Esto es algo que vemos con
particular nitidez los mestizos que habitamos las mismas islas en las que vivió
Calibán: Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a
Calibán y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué otra cosa puede hacer
Calibán sino utilizar ese mismo idioma para maldecir, para hacer que caiga sobre
él la “roja plaga”? [...] Desde Tupac Amaru [...] Toussaint-Louverture, Simón
Bolívar [...] José Martí [...] Fidel Castro [...] Che Guevara [...]
2. Informando acerca de la isla de La Española, en su Historia General de las
Indias (1551), Francisco López de Gomara podía declarar con total certeza
que “el dios más importante que tienen en esta isla es el Diablo”, y que el
Diablo vivía entre las mujeres (de Gomara: 49). De modo similar, el Libro V de
la Historia (1590) de Acosta, en el que se discute acerca de la religión
y de las costumbres de los habitantes de México y Perú, está dedicado a sus
diversas formas de adoración al Diablo, que incluían los sacrificios humanos.
3. “Esta imagen de caribe/caníbal”, escribe Retamar, “contrasta con la otra
imagen del hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de
las grandes Antillas –taíno al principio– a quien presenta como pacífico, manso,
incluso temeroso y cobarde. Ambas visiones de los aborígenes americanos se
difundieron rápidamente por Europa [...] El taíno se transformará en el
habitante paradisíaco de un mundo utópico [...] El caribe, por su parte, dará
lugar al caníbal, al antropófago, al hombre bestial situado irremediablemente al
margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego.
Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista”.
Cada imagen corresponde con una intervención colonial –dando por sentado su
derecho a controlar las vidas de la población aborigen del Caribe– que según
Retamar continúa hasta el presente. Retamar señala que el exterminio tanto de
los amables taínos como de los feroces caribes constituye una prueba del
parentesco entre estas dos imágenes (ibídem, 23-4).
4. Los sacrificios humanos ocupan un lugar muy importante en el relato de Acosta
acerca de las costumbres religiosas de los incas y aztecas. Acosta describe el
modo en que en Perú, durante ciertas festividades, de cuatrocientos niños de
entre dos y cuatro años, trescientos eran sacrificados –“duro e inhumano
espectáculo” según sus palabras. Entre otros sacrificios, describe también el de
setenta soldados españoles capturados durante una batalla en México y, al igual
que Gomara, señala con total certeza que dichas matanzas eran obra del Diablo
(Acosta, 1962: 250 y sig.).
5. En Nueva Inglaterra, los médicos administraban remedios “hechos con cadáveres
humanos”. Entre los más populares, universalmente recomendados como una panacea
para cualquier problema, se encontraba la “Momia”, un remedio preparado con los
restos de un cadáver secado o embalsamado. En relación al consumo de sangre
humana, Gordon-Grube (1988: 407) señala que “vender la sangre de criminales
decapitados constituía la prerrogativa de los ejecutores. Era entregada aún
tibia a epilépticos o a otros clientes que esperaban entre la multitud “con la
taza en la mano” en el lugar de ejecución.
6. Walter L. Williams (1986: 138) escribe: [L]os españoles nunca se dieron
cuenta de cuál era el motivo por el que los indios estaban siendo consumidos por
las enfermedades, sino que lo tomaron como un indicio de que formaba parte de
los planes de Dios para eliminar a los infieles. Oviedo concluyó: “No es sin
motivo que Dios permite que ellos sean destruidos. Y no tengo dudas de que
debido a sus pecados, Dios se deshará de ellos muy pronto”. Después, en una
carta al rey en la que condena a los mayas por aceptar la homosexualidad, señala
lo siguiente: “Deseo mencionarlo a fin de declarar aún más fehacientemente el
motivo por el cual Dios castiga a los indios y la razón por la cual no han sido
merecedores de su misericordia”.
7. El fundamento teórico del argumento de Sepúlveda a favor de la esclavización
de los indios era la doctrina de Aristóteles acerca de la “esclavitud natural” (Hanke,
1970: 16 y sig.).
8. La mina de Potosí fue descubierta en 1545, cinco años antes de que tuviera
lugar el debate entre Las Casas y Sepúlveda.
9. En la década de 1550, la Corona española dependía en tal medida de los
lingotes de oro y plata para sobrevivir –que utilizaba para pagar a los
mercenarios que peleaban en sus guerras– que incautaba las cargas de lingotes de
oro y plata que llegaban en barcos privados. Normalmente, estos barcos
transportaba el dinero que era guardado por aquellos que habían participado en
la conquista y que ahora se estaban preparando para jubilarse en España. De este
modo, durante años hubo un conflicto entre los expatriados y la Corona, que
culminó en la sanción de una nueva legislación que limitaba el poder de
acumulación de los primeros.
10. En la obra Tribute to the Household (1982), de Enrique Mayer, puede
hallarse una poderosa descripción de esta resistencia. En ella describe las
famosas visitas que los encomenderos solían realizar a las aldeas con el fin de
fijar el tributo que cada comunidad les debía a ellos y a la Corona. En las
aldeas de montaña, ubicadas en los Andes, la procesión de hombres a caballo
podía observarse horas antes de su llegada, frente a lo cual muchos jóvenes
huían, los niños eran reacomodados en distintos hogares y los recursos
escondidos.
11. El nombre Taki Ongoy describe el trance en el que, durante un baile,
entraban los participantes en el movimiento.
12. Philippe Descola señala que entre los Achuar, una población de la zona alta
de la Amazonia, “la condición necesaria para un cultivo eficaz depende del
comercio directo, armonioso y constante con Nunkui, el espíritu protector de los
hurtos” (Descola, 1994: 192). Esto es lo que hace toda mujer cuando le canta
canciones secretas “desde el corazón” y ensalmos mágicos a las plantas y hierbas
de su jardín, incentivándolas así a crecer (ibídem, 198). La relación
entre una mujer y el espíritu que protege su huerto es tan íntima que cuando
ella muere “su huerto sigue su ejemplo, dado que, a excepción de su hija
soltera, ninguna otra mujer se animaría a sostener una relación de ese tipo
cuando ella misma no la hubiera iniciado. En cuanto a los hombres, son por tanto
completamente incapaces de reemplazar a sus esposas si esta necesidad apareciera
[...] Cuando un hombre ya no tiene una mujer (madre, esposa, hermana o hija) que
cultive su huerto y prepare su comida, ya no le queda otra alternativa que
suicidarse”. (Descola, 1994: 175)
13. Esta es la expresión utilizada por Michael Taussig en Shamanism,
Colonialism and the Wild Man (1987: 5) con el fin de subrayar la función del
terror en el establecimiento de la hegemonía colonial en América:
Cualquiera sean las conclusiones a las que lleguemos acerca de la rapidez con
que se obtuvo la hegemonía, sería poco sensato subestimar el papel del terror. Y
con esto me refiero a que debemos pensar a través del terror, lo cual no
constituye sólo un estado fisiológico sino también social, cuyas características
particulares le permiten servir como un mediador por excelencia de la
hegemonía colonial; el espacio de la muerte, donde los indios, los
africanos y los blancos parían un Nuevo Mundo. (Las cursivas son propias)
Taussig agrega, sin embargo, que el espacio de la muerte constituye
también un “espacio de transformación” dado que “a través de la experiencia de
encontrarse cerca de la muerte también puede experimentarse un sentido más
intenso de la vida; a través del miedo puede producirse no sólo un crecimiento
de la autoconciencia sino también una separación, y después una pérdida de la
adaptación a la autoridad” (ibídem: 7).
14. En relación con la posición de las mujeres en el México y el Perú previos a
la conquista, véase respectivamente June Nash (1978, 1980), Irene Silverblatt
(1987) y María Rostworowski (2001). Nash discute acerca de la decadencia del
poder de las mujeres bajo los aztecas en relación con la transformación de una
“sociedad basada en el parentesco [...] a un imperio estructurado en clases”.
Señala que, durante el siglo XV, los aztecas evolucionaron hacia la formación de
un imperio orientado a la guerra, surgió entonces una rígida división sexual del
trabajo; al mismo tiempo, las mujeres (de los enemigos vencidos) se convirtieron
en “el botín a repartir por quienes habían resultado victoriosos” (Nash, 1978:
356-58). De forma simultánea, las deidades femeninas fueron desplazadas por
dioses masculinos –especialmente por el sanguinario Huitzilopochtli–, aunque
siguieran siendo adoradas por la gente común. De todos modos, las “[m]ujeres de
la sociedad azteca eran productoras independientes de artesanías de cerámica y
textiles, sacerdotisas, doctoras y comerciantes. La política de desarrollo
española [en cambio], tal y como fue llevada a cabo por los sacerdotes y
administradores de la Corona, desvió la producción doméstica hacia los negocios
artesanos o los molinos dirigidos por hombres”. (Ibídem)
15. Parinetto señala que la conexión entre el exterminio de los “salvajes”
amerindios y el de los hugonotes quedó grabada en la conciencia y la literatura
de los franceses protestantes después de la Noche de San Bartolomé, lo que
influyó de modo indirecto en los ensayos de Montaigne acerca de los caníbales y,
de un modo completamente distinto, en la asociación que estableció Jean Bodin
entre las brujas europeas y los indios caníbales y sodomitas. Citando fuentes
francesas, Parinetto sostiene que esta asociación (entre los salvajes y los
hugonotes) alcanzó su punto culminante en las últimas décadas del siglo XVI,
cuando las masacres perpetradas por los españoles en América –como la matanza de
miles de colonos franceses acusados de ser luteranos en Florida durante 1565– se
convirtieron en “un arma política ampliamente utilizada” en la lucha contra el
dominio español (Parinetto, 1998: 429-30).
16. Estoy haciendo especial referencia a los juicios que fueron llevados a cabo
por la Inquisición en el Delfinado en la década de 1440, durante los cuales un
buen número de personas pobres (campesinos
o pastores) fueron acusadas de cocinar niños para hacer polvos mágicos con sus
cuerpos (Russell, 1972: 217-18); y al trabajo del suabo-dominico Joseph Naider,
Formicarius (1435) en el que se puede leer que las brujas “cocinaban a
sus hijos, los hervían, comían su carne y tomaban la sopa que quedaba en la olla
[...] Con la materia sólida preparaban un bálsamo o ungüento mágico, cuya
obtención constituye el tercer motivo de asesinato de niños” (ibídem:
240). Russell señala que “este bálsamo o ungüento es uno de los elementos más
importantes de la brujería a partir del siglo XV” (ibídem).
17. En relación con “la
renovada atención que ha recibido la brujería [en África] conceptualizada
explícitamente en relación con los cambios en marcha”, véase la edición de
diciembre de 1998 de la African Studies Review, que está dedicada a esta
cuestión.
En particular, Diane Ciekawy y Peter Geschiere, “Containing Witchcraft:
Conflicting Scenarios in Postcolonial Africa” (ibídem: 1-14).
Imágenes
Una mujer andina es
obligada a trabajar en los obrajes, talleres de manufacturas que producían para el mercado internacional. Escenas por Felipe Guaman Poma de Ayala. |
que representan la terrible experiencia de mujeres andinas
y de los seguidores de la religión de los antepasados.
Escena 1: Humillación
pública durante una campaña anti-idolatría. |
Escena 2: Las mujeres
como “botines de la conquista”. |
Escena 3: Los huacas,
representados como el diablo, hablan a través de un sueño. |
Escena 4: Un miembro
del movimiento Taki Ongoy con un indio alcoholizado que es apoderado por
un huaca representado como el diablo. (De Steve J. Stern, 1982) |
Caníbales preparando
su comida. Wahrhaftige Historia de Hans Staden (Marburg, 1557) |
Preparando una comida
caníbal. Wahrhaftige Historia de Hans Staden (Marburg, 1557) |
Preparación para el
Aquelarre [Sabbat]. Grabado alemán del siglo XVI. |
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