Calibán
y la bruja, de Silvia Federici
CAPÍTULO
El mundo entero necesita una sacudida. Los
movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval
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El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos sociales y la crisis
política en la Europa medieval
El mundo deberá sufrir una gran sacudida. Se dará una situación tal que los impíos serán expulsados de sus lugares y los oprimidos se alzarán.
Thomas Müntzer,
Open Denial of the False Belief of the Godless
World on the Testimony of the Gospel of Luke, Presented to Miserable and
Pitiful Christendom in Memory of its Error,
1524.
No se puede negar que después de siglos de lucha la explotación continúa existiendo. Sólo que su forma ha cambiado. El plustrabajo extraído aquí y allá por los actuales amos del mundo no es menor, en proporción, a la cantidad total de trabajo, que el plustrabajo que se extraía hace mucho tiempo. Pero el cambio en las condiciones de explotación no es insignificante […] Lo que importa es la historia, el deseo de liberación […]
Pierre Dockes,
Medieval Slavery and Liberation,
1982.
Introducción
Una historia de las mujeres y de la reproducción en la “transición al
capitalismo” debe comenzar con las luchas que libró el proletariado medieval
–pequeños agricultores, artesanos, jornaleros– contra el poder feudal en
todas sus formas. Sólo si evocamos estas luchas, con su rica carga de
demandas, aspiraciones sociales y políticas y prácticas antagónicas, podemos
comprender el papel que jugaron las mujeres en la crisis del feudalismo y
los motivos por los que su poder debía ser destruido a fin de que se
desarrollara el capitalismo, tal y como ocurrió con la persecución de las
brujas durante tres siglos. Desde la perspectiva estratégica de esta lucha,
se puede observar que el capitalismo no fue el producto de un desarrollo
evolutivo que sacaba a la luz fuerzas que estaban madurando en el vientre
del antiguo orden. El capitalismo fue la respuesta de los señores feudales,
los mercaderes patricios, los obispos y los papas a un conflicto social
secular que había llegado a hacer temblar su poder y que realmente produjo
“una gran sacudida mundial”. El capitalismo fue la contrarrevolución que
destruyó las posibilidades que habían emergido de la lucha anti-feudal –unas
posibilidades que, de haberse realizado, nos habrían evitado la inmensa
destrucción de vidas y de espacio natural que ha marcado el avance de las
relaciones capitalistas en el mundo. Se debe poner énfasis en este aspecto,
pues la creencia de que el capitalismo “evolucionó” a partir del feudalismo
y de que representa una forma más elevada de vida social aún no se ha
desvanecido.
El modo, no obstante, en que la historia de las mujeres se entrecruza con la
del desarrollo capitalista no puede comprenderse si sólo nos preocupamos por
los terrenos clásicos de la lucha de clases –servicios laborales, índices
salariales, rentas y diezmos– e ignoramos las nuevas visiones de la vida
social y la transformación de las relaciones de género que produjeron estos
conflictos. Éstos no fueron insignificantes. En la lucha anti-feudal
encontramos el primer indicio de la existencia de un movimiento de base de
mujeres opuesto al orden establecido, lo que contribuye a la construcción de
modelos alternativos de vida comunal en la historia europea. La lucha contra
el poder feudal produjo también los primeros intentos organizados de
desafiar las normas sexuales dominantes y de establecer relaciones más
igualitarias entre mujeres y hombres. Combinadas con el rechazo al trabajo
de servidumbre y a las relaciones comerciales, estas formas conscientes de
trasgresión social construyeron una poderosa alternativa ya no sólo al
feudalismo sino también al orden capitalista que estaba reemplazando al
feudalismo, demostrando que otro mundo era posible, lo que nos alenta a
preguntarnos por qué no se desarrolló. Este capítulo busca respuestas a
dicha pregunta, al tiempo que examina los modos en que se redefinieron las
relaciones entre las mujeres y los hombres y la reproducción de la fuerza de
trabajo, en oposición al régimen feudal.
Es necesario también recordar que las luchas sociales de la Edad Media
escribieron un nuevo capítulo en la historia de la liberación. En su mejor
momento, exigieron un orden social igualitario basado en la riqueza
compartida y en el rechazo a las jerarquías y al autoritarismo. Estas
reivindicaciones continuaron siendo utopías. En lugar del reino de los
cielos, cuyo advenimiento fue profetizado en la prédica de los movimientos
heréticos y milenaristas, lo que resultó del final del feudalismo fueron las
enfermedades, la guerra, el hambre y la muerte –los cuatro jinetes del
Apocalipsis, tal y como están representados en el famoso grabado de Alberto
Durero– verdaderos presagios de la nueva era capitalista. Sin embargo, los
intentos del proletariado medieval de “poner el mundo patas arriba” deben
ser tenidos en cuenta: a pesar de su derrota, lograron poner en crisis el
sistema feudal y, en su momento, fueron “revolucionarios genuinos”, ya que
no podrían haber triunfado sin “una reconfiguración radical del orden
social” (Hilton, 1973: 223-24). Realizar una lectura de la “transición”
desde el punto de vista de la lucha anti-feudal de la Edad Media nos ayuda
también a reconstruir las dinámicas sociales que subyacían en el fondo de
los cercamientos ingleses y de la conquista de América; nos ayudan, sobre
todo, a desenterrar algunas de las razones por las que en los siglos XVI y
XVII el exterminio de “brujas” y la extensión del control estatal a
cualquier aspecto de la reproducción se convirtieron en las piedras
angulares de la acumulación originaria.
La servidumbre como
relación de clase
Si bien las luchas anti-feudales de la Edad Media arrojan un poco de luz
sobre el desarrollo de las relaciones capitalistas, su significado político
permanece oculto a menos que las enmarquemos en el contexto más amplio de la
historia de la servidumbre, es decir, de la relación de clase dominante en
la sociedad feudal y, hasta el siglo XIV, foco de la lucha anti-feudal. La
servidumbre se desarrolló en Europa entre los siglos V y VII, en respuesta
al desmoronamiento del sistema esclavista sobre el cual se había edificado
la economía de la Roma imperial. Fue el resultado de dos fenómenos
relacionados entre sí. Hacia el siglo IV, en los territorios romanos y en
los nuevos estados germánicos, los terratenientes se vieron obligados a
conceder a los esclavos el derecho a tener una parcela de tierra y una
familia propia, con el fin de contener así sus rebeliones y evitar su huida
al “monte”, donde las comunidades de cimarrones comenzaban a organizarse en
los márgenes del Imperio.1
Al mismo tiempo, los terratenientes comenzaron a someter a los campesinos
libres quienes, arruinados por la expansión del trabajo esclavo y luego por
las invasiones germánicas, buscaron protección en los señores, aún al precio
de su independencia. Así, mientras la esclavitud nunca fue completamente
abolida, se desarrolló una nueva relación de clase que homogeneizó las
condiciones de los antiguos esclavos y de los trabajadores agrícolas libres
(Dockes, 1982: 151), relegando a todo el campesinado en una relación de
subordinación. De este modo durante tres siglos (desde el siglo IX hasta el
XI), “campesino” (rusticus,
villanus)
sería sinónimo de “siervo” (servus)
(Pirenne, 1956: 63).
En tanto relación de trabajo y estatuto jurídico, la servidumbre era una
pesada carga. Los siervos estaban atados a los terratenientes; sus personas
y posesiones eran propiedad de sus amos y sus vidas estaban reguladas en
todos los aspectos por la ley del feudo. No obstante, la servidumbre
redefinió la relación de clase en términos más favorables para los
trabajadores. La servidumbre marcó el fin del trabajo con grilletes y de la
vida en la
ergástula.2
Supuso una disminución de los castigos atroces (los collares de hierro, las
quemaduras, las crucifixiones) de las que la esclavitud había dependido. En
los feudos, los siervos estaban sometidos a la ley del señor, pero sus
transgresiones eran juzgadas a partir de acuerdos consuetudinarios (“de usos
y costumbres”) y, con el tiempo, incluso de un sistema de jurado constituido
por pares.
Desde el punto de vista de los cambios que introdujo en la relación
amo-siervo, el aspecto más importante de la servidumbre fue la concesión, a
los siervos, del acceso directo a los medios de su reproducción. A cambio
del trabajo que estaban obligados a realizar en la tierra del señor (la
demesne),
los siervos recibían una parcela de tierra
(mansus o hide)3
que podían utilizar para mantenerse y dejar a sus hijos “como una verdadera
herencia, simplemente pagando una deuda de sucesión” (Boissonnade, 1927:
1934). Como señala Pierre Dockes en
Medieval Slavery and Liberation
(1982) [La
esclavitud medieval y la liberación],
este acuerdo incrementó la autonomía de los siervos y mejoró sus condiciones
de vida, ya que ahora podían dedicar más tiempo a su reproducción y negociar
el alcance de sus obligaciones, en lugar de ser tratados como bienes muebles
sujetos a una autoridad ilimitada. Lo que es más importante, al tener el uso
y la posesión efectiva de una parcela de tierra, los siervos siempre
disponían de recursos; incluso en el punto álgido de sus enfrentamientos con
los señores, no era fácil forzarles a obedecer por miedo al hambre. Si bien
es cierto que el señor podía expulsar de la tierra a los siervos rebeldes,
esto raramente ocurría, dadas las dificultades para reclutar nuevos
trabajadores en una economía bastante cerrada y por la naturaleza colectiva
de las luchas campesinas. Es por esto que –como apuntó Marx– en el feudo, la
explotación del trabajo siempre dependía del uso directo de la fuerza.4
La experiencia de autonomía adquirida por los campesinos, a partir del acceso a la tierra, tuvo también un potencial político e ideológico. Con el tiempo, los siervos comenzaron a sentir como propia la tierra que ocupaban y a considerar intolerables las restricciones a su libertad que la aristocracia les imponía. “La tierra es de quienes la trabajan” –la misma demanda que resonó a lo largo del siglo XX, desde las revoluciones mexicana y rusa hasta las luchas de nuestros días contra la privatización de la tierra– es ciertamente un grito de batalla que los siervos medievales hubieran reconocido como propio. Sin embargo, la fuerza de los “siervos” provenía del hecho de que el acceso a la tierra era para ellos una realidad.
Con el uso de la tierra también apareció el uso de los “espacios comunes”5 –praderas, bosques, lagos, pastos– que proporcionaban recursos imprescindibles para la economía campesina (leña para combustible, madera para la construcción, estanques, tierras de pastoreo), al tiempo que fomentaron la cohesión y cooperación comunitarias (Birrell, 1987: 23). De hecho, en el norte de Italia el control sobre estos recursos sirvió de base para el desarrollo de administraciones autónomas comunales (Hilton, 1973: 76). Tan importante era “lo común” en la economía política y en las luchas de la población rural medieval que su memoria todavía aviva nuestra imaginación, proyectando la visión de un mundo en el que los bienes pueden ser compartidos y la solidaridad, en lugar del deseo de lucro, puede ser el fundamento de las relaciones sociales.6
La comunidad servil medieval no alcanzó estos objetivos y no debe ser idealizada como un ejemplo de comunalismo. En realidad, su ejemplo nos recuerda que ni el “comunalismo” ni el “localismo” pueden garantizar las relaciones igualitarias, a menos que la comunidad controle sus medios de subsistencia y todos sus miembros tengan igual acceso a los mismos. No era éste el caso de los siervos y de los feudos. A pesar de que prevalecían formas colectivas de trabajo y contratos “colectivos” con los terratenientes, y a pesar del carácter local de la economía campesina, la aldea medieval no era una comunidad de iguales. Tal y como se deduce de una vasta documentación proveniente de todos los países de Europa occidental, existían muchas diferencias sociales entre los campesinos libres y los campesinos con un estatuto servil, entre campesinos ricos y pobres, entre aquéllos que tenían seguridad en la tenencia de la tierra y los jornaleros sin tierra que trabajaban por un salario en la demesne del señor, así como también entre mujeres y hombres.7
Por lo general, la tierra era entregada a los hombres y transmitida por
linaje masculino, aunque había muchos casos de mujeres que la heredaban y
administraban en su nombre.8
Las mujeres también fueron excluidas de los cargos para los cuales se
designaba a campesinos pudientes y, en todos los casos, tenían un estatus de
segunda clase (Bennett,1988: 18-29; Shahar, 1983). Tal vez sea éste el
motivo por el cual sus nombres son rara vez mencionados en las crónicas de
los feudos, con excepción de los archivos de las cortes en los que se
registraban las infracciones de los siervos. Sin embargo, las siervas eran
menos dependientes de sus parientes de sexo masculino, se diferenciaban
menos de ellos física, social y psicológicamente y estaban menos
subordinadas a sus necesidades de lo que luego lo estarían las mujeres
“libres” en la sociedad capitalista.
La dependencia de las mujeres con respecto a los hombres en la comunidad servil estaba limitada por el hecho de que sobre la autoridad de sus maridos y de sus padres prevalecía la de sus señores, quienes se declaraban en posesión de la persona y la propiedad de los siervos y trataban de controlar cada aspecto de sus vidas, desde el trabajo hasta el matrimonio y la conducta sexual.
El señor mandaba sobre el trabajo y las relaciones sociales de las mujeres,
al decidir, por ejemplo, si una viuda debía casarse nuevamente y quién debía
ser su esposo. En algunas regiones reivindicaban incluso el derecho de
ius primae noctis
–el derecho de acostarse con la esposa del siervo en la noche de bodas. La
autoridad de los siervos varones sobre sus parientas también estaba limitada
por el hecho de que la tierra era entregada generalmente a la unidad
familiar, y las mujeres no sólo trabajaban en ella sino que también podían
disponer de los productos de su trabajo, y no tenían que depender de sus
maridos para mantenerse. La participación de la esposa en la posesión de la
tierra estaba tan aceptada en Inglaterra que “cuando una pareja aldeana se
casaba era común que el hombre fuera y le devolviera la tierra al señor,
para tomarla nuevamente tanto en su nombre como en el de su esposa” (Hanawalt,
1986b: 155).9
Además, dado que el trabajo en el feudo estaba organizado sobre la base de
la subsistencia, la división sexual del trabajo era menos pronunciada y
exigente que en los establecimientos agrícolas capitalistas. En la aldea
feudal no existía una separación social entre la producción de bienes y la
reproducción de la fuerza de trabajo; todo el trabajo contribuía al sustento
familiar. Las mujeres trabajaban en los campos, además de criar a los niños,
cocinar, lavar, hilar y mantener el huerto; sus actividades domésticas no
estaban devaluadas y no suponían relaciones sociales diferentes a las de los
hombres, tal y como ocurriría luego en la economía monetaria, cuando el
trabajo doméstico dejó de ser visto como trabajo real.
Si tenemos también en consideración que en la sociedad medieval las
relaciones colectivas prevalecían sobre las familiares, y que la mayoría de
las tareas realizadas por las siervas (lavar, hilar, cosechar y cuidar los
animales en los campos comunes) eran realizadas en cooperación con otras
mujeres, nos damos cuenta de que la división sexual del trabajo, lejos de
ser una fuente de aislamiento, constituía una fuente de poder y de
protección para las mujeres. Era la base de una intensa socialidad y
solidaridad femenina que permitía a las mujeres plantarse en firme ante los
hombres, a pesar de que la Iglesia predicase sumisión y la Ley Canónica
santificara el derecho del marido a golpear a su esposa. Sin embargo, la
posición de las mujeres en los feudos no puede tratarse como si fuera una
realidad estática.10
El poder de las mujeres y sus relaciones con los hombres estaban
determinados, en todo momento, por las luchas de sus comunidades contra los
terratenientes y los cambios que estas luchas producían en las relaciones
entre amos y siervos.
La lucha por lo común
Hacia finales del siglo XIV, la revuelta del campesinado contra los terratenientes llegó a ser constante, masiva y, con frecuencia, armada. Sin embargo, la fuerza organizativa que los campesinos demostraron en ese periodo fue el resultado de un largo conflicto que, de un modo más o menos manifiesto, atravesó toda la Edad Media. Contrariamente a la descripción de la sociedad feudal como un mundo estático en el que cada estamento aceptaba el lugar que se le designaba en el orden social –descripción que solemos encontrar en los manuales escolares–, la imagen que resulta del estudio del feudo es, en cambio, la de una lucha de clases implacable. Como indican los archivos de las cortes señoriales inglesas, la aldea medieval era el escenario de una lucha cotidiana (Hilton, 1966: 154; Hilton, 1985: 158-59). En algunas ocasiones se alcanzaban momentos de gran tensión, como cuando los aldeanos mataban al administrador o atacaban el castillo de su señor. Más a menudo, sin embargo, consistía en un permanente litigio, por el cual los siervos trataban de limitar los abusos de los señores, fijar sus “cargas” y reducir los muchos tributos que les debían a cambio del uso de la tierra (Bennett, 1967; Coulton, 1955: 35-91; Hanawalt, 1986a: 32-5).
El objetivo principal de los siervos era preservar su excedente de trabajo y
sus productos, al tiempo que ensanchaban la esfera de sus derechos
económicos y jurídicos. Estos dos aspectos de la lucha servil estaban
estrechamente ligados, ya que muchas obligaciones surgían del estatuto legal
de los siervos. Así, en la Inglaterra del siglo XIII, tanto en los feudos
laicos como en los religiosos, los campesinos varones eran multados
frecuentemente por declarar que no eran siervos sino hombres libres, un
desafío que podía acabar en un enconado litigio, seguido incluso por la
apelación a la corte real (Hanawalt, 1986a: 31). Los campesinos también eran
multados por rehusar a hornear su pan en el horno de los señores, o a moler
sus granos o aceitunas en sus molinos, lo que les permitía evitar los
onerosos impuestos que les imponían por el uso de estas instalaciones
(Bennett, 1967: 130-31; Dockes, 1982: 176-79). Sin embargo, el momento más
importante de la lucha de los siervos se daba en ciertos días de la semana,
cuando los siervos debían trabajar en la tierra de los señores. Estos
“servicios laborales” eran las cargas que más directamente afectaban a las
vidas de los siervos y, a lo largo del siglo XIII, fueron el tema central en
la lucha de los siervos por la libertad.11
La actitud de los siervos hacia la
corveé,
otra de las denominaciones de los servicios laborales, se hace visible a
través de las anotaciones en los libros de las cortes señoriales, donde se
registraban los castigos impuestos a los arrendatarios. A mediados del siglo
XIII, hay pruebas de una “deserción masiva” de los servicios laborales
(Hilton, 1985: 130-31). Los arrendatarios no iban ni enviaban a sus hijos a
trabajar la tierra de los señores cuando eran convocados para la cosecha,12
o iban a los campos demasiado tarde, para que los cultivos se arruinaran, o
trabajaban con desgana, tomándose largos descansos, manteniendo en general
una actitud insubordinada. De aquí la necesidad de los señores de ejercer
una vigilancia constante y estrecha, de la que esta recomendación da prueba:
Dejen al administrador y al asistente estar todo el tiempo con los
labradores, para que se aseguren de que éstos hagan su trabajo bien y a
conciencia, y que al final del día vean cuánto han hecho […] Y dado que por
costumbre los sirvientes descuidan su trabajo, es necesario que sean
supervisados con frecuencia; y el administrador debe supervisarlo todo de
cerca, que trabajen bien y si no hacen bien su trabajo, que se los reprenda.
(Bennett, 1967: 113)
Una situación similar es ilustrada en
Pedro el labrador
(c. 1362-70), el poema alegórico de William Langland, donde en una escena
los peones, que habían estado ocupados toda la mañana, pasan la tarde
sentados y cantando y, en otra, se habla de holgazanes que en época de
cosecha acuden en masa sin buscar “otra cosa que hacer, que beber y dormir”
(Coulton, 1955: 87).
La obligación de proveer servicios militares en tiempos de guerra también
era objeto de una fuerte resistencia. Tal y como relata H. S. Bennett, en
las aldeas inglesas siempre era necesario recurrir a la fuerza para el
reclutamiento y los comandantes medievales rara vez lograban retener a sus
hombres en la guerra, pues los alistados, después de asegurarse su paga,
desertaban en cuanto aparecía la primera oportunidad. Ejemplo de esto son
los registros de pagos de la campaña escocesa del año 1300, que indican que
mientras que en junio se había ordenado alistarse a 16.000 reclutas, a mitad
de julio sólo se pudieron reunir 7.600 y esa “era la cresta de la ola […] en
agosto sólo quedaban poco más de 3.000”. Como consecuencia, el rey dependía
cada vez más de criminales indultados y forajidos para reforzar su ejército
(Bennett, 1967: 123-25).
Otra fuente de conflicto provenía del uso de las tierras no cultivadas, incluidos los bosques, lagos y montañas que los siervos consideraban propiedad colectiva. “Podemos ir a los bosques […]” –declaraban los siervos en una crónica inglesa de mediados del siglo XII– “y tomar lo que queramos, tomar peces de la laguna y cazar en los bosques; haremos lo que sea nuestra voluntad en los bosques, las aguas y las praderas” (Hilton, 1973: 71).
Aun así, las luchas más duras fueron aquéllas en contra de los impuestos y
las cargas que surgían del poder jurisdiccional de la nobleza. Éstas
incluían la
manomorta
(un impuesto que el señor recaudaba cuando un siervo moría), la
mercheta
(un impuesto al matrimonio que aumentaba cuando un siervo se casaba con
alguien de otro feudo), el
heriot
(un impuesto de herencia que pagaba el heredero de un siervo fallecido por
el derecho de obtener acceso a su propiedad, que generalmente consistía en
el mejor animal del difunto) y, el peor de todos, el
tallage,
una suma de dinero decidida arbitrariamente que los señores podían exigir a
voluntad. Finalmente, aunque no menos significativo, el
diezmo
era un décimo del ingreso del campesino para el clero, que generalmente
recogían los señores en nombre de aquéllos.
Estos impuestos “contra la naturaleza y la libertad” eran, junto con el
servicio laboral, los impuestos feudales más odiados, pues al no ser
compensados con ninguna adjudicación de tierra u otros beneficios revelaban
la arbitrariedad del poder feudal. En consecuencia, eran enérgicamente
rechazados. Un caso típico fue la actitud de los siervos de los monjes de
Dunstable, quienes, en 1299, declararon que “preferían ir al infierno antes
que ser derrotados en esto del
tallage”
y “luego de mucha controversia” compraron su libertad (Bennett, 1967: 139).
De manera similar, en 1280 los siervos de Hedon, una aldea de Yorkshire,
hicieron saber que, si no se abolía el
tallage,
preferían irse a vivir a las ciudades vecinas de Revensered y Hull “que
diponen de buenos puertos que crecen diariamente y no tienen
tallage”
(ibídem:
141). Éstas no eran amenazas en vano. La huida hacia la ciudad o el pueblo13
era un elemento permanente de la lucha de los siervos, de tal manera que, en
algunos feudos ingleses, se decía una y otra vez “que había hombres
fugitivos que vivían en las ciudades vecinas; y a pesar de que se daba la
orden de que se los trajera de regreso, el pueblo continuaba dándoles
refugio […]” (ibídem:
295-96).
A estas formas de enfrentamiento abierto debemos agregar las múltiples e
invisibles formas de resistencia, por las que los campesinos subyugados se
han hecho famosos en todas las épocas y lugares: “Desgana, disimulo, falsa
docilidad, ignorancia fingida, deserción, hurtos, contrabando, rateo […]”
(Scott, 1989: 5). Estas “formas de resistencia cotidiana”, tenazmente
continuadas durante años, abundaban en la aldea medieval y sin ellas no
resulta posible ninguna descripción adecuada de las relaciones de clase.
Esto puede explicar la meticulosidad con que las cargas serviles
se especificaban en las crónicas de los feudos:
Por ejemplo, con frecuencia [las crónicas feudales] no dicen simplemente que
un hombre debe arar, sembrar y escarificar un acre de la tierra del señor.
Dicen que debe labrarlo con tantos bueyes como tenga en su arado,
escarificarlo con su propio caballo y costal [...] Los servicios (también)
eran registrados al mínimo detalle [...] Debemos recordar a los campesinos
de Elton, que admitieron que estaban obligados a apilar el heno del señor en
su campo y también en su establo, pero que la costumbre no los obligaba a
cargarlo en carros para llevarlo de un lugar a otro. (Homans, 1960: 272)
En algunos lugares de Alemania, donde las obligaciones incluían donaciones
anuales de huevos y aves de corral, se diseñaron pruebas de salud para
evitar que los siervos pasaran a los señores los peores pollos:
La gallina es colocada (luego) frente a una verja o puerta; si cuando se la
asusta tiene suficiente fuerza para volar o abrirse paso, el administrador
debe aceptarla, goza de buena salud. De nuevo, un pichón de ganso debe
aceptarse si es lo suficientemente maduro para arrancar pasto sin perder el
equilibrio y caer sentado vergonzosamente. (Coulton, 1955: 74-5)
Semejante detalle en las regulaciones ofrece testimonio de la dificultad
para hacer cumplir el “contrato social” medieval y de la variedad de campos
de batalla de los que disponía una aldea o un arrendatario combativos. Los
derechos y obligaciones estaban regulados por “costumbres”, pero su
interpretación también era objeto de muchas disputas. La “invención de
tradiciones” era una práctica común en la confrontación entre terratenientes
y campesinos, ya que ambos trataban de redefinirlas u olvidarlas, hasta que
llegó un momento, hacia fines del siglo XIII, en que los señores las
establecieron de forma escrita.
Libertad y división social
En términos políticos, la primera consecuencia de las luchas serviles fue la concesión de “privilegios” y “fueros” que fijaban las cargas y aseguraban “un elemento de autonomía en la administración de la comunidad aldeana”, garantizando, en ciertos momentos, para muchas aldeas (particularmente en el norte de Italia y Francia) verdaderas formas de autogobierno local. Estos fueros estipulaban las multas que las cortes feudales debían imponer y establecían reglas para los procedimientos judiciales, eliminando o reduciendo la posibilidad de arrestos arbitrarios y otros abusos (Hilton, 1973: 75). También aliviaban la obligación de los siervos de alistarse como soldados y abolían o fijaban el tallage. Con frecuencia otorgaban la “libertad” de “tener un puesto”, es decir, de vender bienes en el mercado local y, menos frecuentemente, el derecho a enajenar la tierra. Entre 1177 y 1350, sólo en Lorena, se concedieron 280 fueros (ibídem: 83).
Sin embargo, la resolución más importante del conflicto entre amos y siervos
fue la
sustitución
de los servicios laborales por pagos en dinero (arrendamientos en dinero,
impuestos en dinero) que ubicaba la relación feudal sobre una base más
contractual. Con este desarrollo de fundamental importancia, prácticamente
terminó la servidumbre pero, al igual que muchas “victorias” de los
trabajadores que sólo satisfacen parcialmente las demandas originales, la
sustitución también cooptó los objetivos de la lucha; funcionó como un medio
de división social y contribuyó a la desintegración de la aldea feudal.
Para los campesinos acaudalados que en posesión de grandes extensiones de
tierra podían ganar suficiente dinero como para “comprar su sangre” y
emplear a otros trabajadores, la sustitución debe ser considerada como un
gran paso en el camino hacia la independencia económica y personal, en la
misma medida en que los señores disminuían su control sobre los
arrendatarios cuando éstos ya no dependían directamente de su trabajo. Sin
embargo, la mayoría de los campesinos más pobres –que poseían sólo unos
pocos acres de tierra apenas suficientes para su supervivencia– perdieron
incluso lo poco que tenían. Obligados a pagar sus obligaciones en dinero,
contrajeron deudas crónicas, pidiendo prestado a cuenta de futuras cosechas,
un proceso que finalmente hizo que muchos perdieran su tierra. En
consecuencia, hacia finales del siglo XIII, cuando las sustituciones se
difundieron por toda Europa occidental, las divisiones sociales en las áreas
rurales se profundizaron y parte del campesinado sufrió un proceso de
proletarización. Como escribe Bronislaw Geremek (1994: 56):
Los documentos del siglo XIII contienen grandes cantidades de información
sobre campesinos “sin tierra” que a duras penas se las arreglan para vivir
en los márgenes de la vida aldeana ocupándose de los rebaños […] Se
encuentran crecientes cantidades de “jardineros”, campesinos sin tierra o
casi sin tierra que se ganaban la vida ofreciendo sus servicios […] En el
sur de Francia los
brassiers
vivían enteramente de la “venta” de la fuerza de sus brazos
[bras],
ofreciéndose a campesinos más ricos o a la aristocracia terrateniente. Desde
comienzos del siglo XIV, los registros de impuestos muestran un marcado
incremento del número de campesinos pobres, que aparecen en estos documentos
como “indigentes”, “pobres” o incluso “mendigos”.14
La sustitución por dinero-arriendo tuvo otras dos consecuencias negativas.
Primero, hizo más difícil para los productores medir su explotación: en
cuanto los servicios laborales eran sustituidos por pagos en dinero, los
campesinos dejaban de diferenciar entre el trabajo que hacían para sí mismos
y el que hacían para los terratenientes.
La sustitución también hizo posible que los arrendatarios libres emplearan y
explotaran a otros trabajadores, de tal manera que, “en un desarrollo
posterior”, promovió “el crecimiento independiente de la propiedad
campesina”, transformando a “los antiguos poseedores campesinos” en
arrendatarios capitalistas (Marx, 1909: T. III, 924 y sig.).
La monetización de la vida económica no benefició, por lo tanto, a todos,
contrariamente a lo afirmado por los partidarios de la economía de mercado,
que le dan la bienvenida como si se tratara de la creación de un nuevo “bien
común” que reemplaza la sujeción a la tierra y que introduce criterios de
objetividad, racionalidad e incluso libertad personal en la vida social (Simmel,
1978). Con la difusión de las relaciones monetarias, los valores ciertamente
cambiaron, incluso dentro del clero, que comenzó a reconsiderar la doctrina
aristotélica de la “esterilidad del dinero” (Kaye, 1998) y, no por
casualidad, a revisar su parecer acerca del carácter redentor de la caridad
hacia los pobres. Pero sus efectos fueron destructivos y excluyentes. El
dinero y el mercado comenzaron a dividir al campesinado al transformar las
diferencias de ingresos en diferencias de clase y al producir una masa de
pobres que sólo podían sobrevivir gracias a donaciones periódicas (Geremek,
1994: 56-62). El ataque al que fueron sometidos los judíos a partir del
siglo XII y el sostenido deterioro de su estatuto legal y social en ese
mismo periodo deben también atribuirse a la creciente influencia del dinero.
De hecho, existe una correlación reveladora entre, por un lado, el
desplazamiento de judíos por competidores cristianos, como prestamistas de
reyes, papas y el alto clero y, por otro, las nuevas reglas de
discriminación (por ejemplo, el uso de ropa distintiva) que fueron adoptadas
por el clero en su contra, así como también su expulsión de Inglaterra y
Francia. Degradados por la Iglesia, diferenciados por la población cristiana
y forzados a confinar sus préstamos al nivel de la aldea (una de las pocas
ocupaciones que podían ejercer), los judíos se transformaron en un blanco
fácil para los campesinos endeudados, que descargaban en ellos su
enfrentamiento con los ricos (Barber, 1992: 76).
Las mujeres, en todas las clases, también se vieron afectadas, de un modo
muy negativo. La creciente comercialización de la vida redujo aún más su
acceso a la propiedad y el ingreso. En las ciudades comerciales italianas,
las mujeres perdieron su derecho a heredar un tercio de la propiedad de su
marido (la
tertia).
En las áreas rurales, fueron excluidas de la posesión de la tierra,
especialmente cuando eran solteras o viudas. Como consecuencia, a finales
del siglo XIII, encabezaron el movimiento de éxodo del campo, siendo las más
numerosas entre los inmigrantes rurales a las ciudades (Hilton, 1985: 212)
y, hacia el siglo XV, constituían un alto porcentaje de la población de las
ciudades. Aquí, la mayoría vivía en condiciones de pobreza, haciendo
trabajos mal pagados como sirvientas, vendedoras ambulantes, comerciantes
(con frecuencia multadas por no tener licencia), hilanderas, miembros de los
gremios menores y prostitutas.15
Sin embargo, la vida en los centros urbanos, entre la parte más combativa de
la población medieval, les daba una nueva autonomía social. Las leyes de las
ciudades no liberaban a las mujeres; pocas podían afrontar el coste de la
“libertad ciudadana”, tal y como eran llamados los privilegios vinculados a
la vida en la ciudad. Pero en la ciudad, la subordinación de las mujeres a
la tutela masculina era menor, ya que ahora podían vivir solas, o como
cabezas de familia con sus hijos, o podían formar nuevas comunidades,
frecuentemente compartiendo la vivienda con otras mujeres. Aún cuando por lo
general eran los miembros más pobres de la sociedad urbana, con el tiempo
las mujeres ganaron acceso a muchas ocupaciones que posteriormente serían
consideradas trabajos masculinos. En los pueblos medievales, las mujeres
trabajaban como herreras, carniceras, panaderas, candeleras, sombrereras,
cerveceras, cardadoras de lana y comerciantes (Shahar, 1983: 189-200; King,
1991: 64-7). “En Frankfurt, había aproximadamente 200 ocupaciones en las que
participaban entre 1.300 y 15.00 mujeres” (Williams y Echols, 2000: 53). En
Inglaterra, setenta y dos de los ochenta gremios incluían mujeres entre sus
miembros. Algunos gremios, incluido el de la industria de la seda, estaban
controlados por ellas; en otros, el porcentaje de trabajo femenino era tan
alto como el de los hombres.16
Hacia el siglo XIV, las mujeres comenzaron a ser maestras así como también
doctoras y cirujanas y comenzaron también a competir con los hombres con
formación universitaria, obteniendo en ciertas ocasiones una alta
reputación. Dieciséis doctoras –entre ellas varias mujeres judías
especializadas en cirugía o terapia ocular– fueron contratadas en el siglo
XVI por la municipalidad de Frankfurt que, como otras administraciones
urbanas, ofrecía a su población un sistema de salud pública. Doctoras, así
como parteras y
sage femmes,
predominaban en obstetricia, ya sea pagadas por los gobiernos urbanos o
manteniéndose con la compensación que recibían de sus pacientes. Después de
la introducción de la cesárea, en el siglo XIII, las obstetras eran las
únicas que la practicaban (Optiz, 1996: 370-71).
A medida que las mujeres ganaron más autonomía, su presencia en la vida
social comenzó a ser más constante: en los sermones de los curas que
regañaban su indisciplina (Casagrande, 1978); en los archivos de los
tribunales donde iban a denunciar a quienes abusaban de ellas (S. Cohn,
1981); en las ordenanzas de las ciudades que regulaban la prostitución (Henriques,
1966) y, sobre todo, en los movimientos populares, especialmente en el de
los heréticos.
Luego veremos el papel que jugaron en los movimientos heréticos. Por ahora
basta decir que, en respuesta a la nueva independencia femenina, comienza
una reacción misógina violenta, más evidente en las sátiras de los
fabliaux,
donde encontramos las primeras huellas de lo que los historiadores han
definido como “la lucha por los pantalones”.
Los
movimientos milenaristas y heréticos
El cada vez más importante proletariado sin tierra que surgió de estos
cambios fue el protagonista de los movimientos milenaristas de los siglos
XII y XIII; en éstos podemos encontrar, además de campesinos empobrecidos, a
todos los condenados de la sociedad feudal: prostitutas, curas apartados del
sacerdocio, jornaleros urbanos y rurales (N. Cohn, 1970). Las huellas de la
breve aparición de los milenaristas en la escena histórica son escasas, y
nos hablan de una historia de revueltas pasajeras y de un campesinado
endurecido por la pobreza y por la prédica incendiaria del clero que
acompañó el lanzamiento de las Cruzadas. La importancia de su rebelión
radica, sin embargo, en que inauguró un nuevo tipo de lucha que desde el
comienzo se proyectó más allá de los confines del feudo y que estaba
impulsada por aspiraciones de un cambio total. No es casual que el
surgimiento del milenarismo fuera acompañado por la difusión de profecías y
visiones apocalípticas que anunciaban el fin del mundo y la inminencia del
Juicio Final, “no como visiones de un futuro más o menos distante que había
que esperar, sino como acontecimientos inminentes en los que muchos de los
que en ese momento estaban vivos podían ser participantes activos” (Hilton,
1973: 223). El movimiento que desencadenó la aparición en Flandes del falso
Balduino en 1224 y 1225 constituye un ejemplo típico de milenarismo.
El hombre, un ermitaño, decía ser el popular Balduino IX, que había sido
asesinado en Constantinopla en 1204 –si bien no podía probarse. Su promesa
de un mundo nuevo provocó una guerra civil en la que los trabajadores
textiles flamencos se convirtieron en sus más fervientes partidarios
(Nicholas, 1992: 155). Esta gente humilde (tejedores, bataneros) estrecharon
filas a su alrededor, aparentemente convencidos de que les iba a dar plata y
oro y de que iba a realizar una reforma social total (Volpe, 1922: 298-99).
El movimiento de los
pastoreaux
(pastores) –campesinos y trabajadores urbanos que arrasaron el norte de
Francia alrededor de 1251, incendiando y saqueando las casas de los ricos,
exigiendo una mejora de su condición–17
y el movimiento de los “flagelantes” –que comenzó en Umbría (Italia) y se
extendió por varios países en 1260, fecha en la que, de acuerdo a la
profecía del abad Joaquín de Fiore, virtualmente, el mundo iba a terminar–
compartían similitudes con el movimiento del falso Balduino (Russell, 1972a:
137).
Sin embargo, no fue el movimiento milenarista sino la herejía popular la que
mejor expresó la búsqueda de una alternativa concreta a las relaciones
feudales por parte del proletariado medieval y su resistencia a la creciente
economía monetaria.
La herejía y el milenarismo son frecuentemente tratados como si fueran lo
mismo pero, si bien no es posible efectuar una distinción precisa, resulta
necesario señalar que existen diferencias significativas entre ambos.
Los movimientos milenaristas fueron espontáneos, sin una estructura o
programa organizativo. Generalmente fueron alentados por un acontecimiento
específico o un líder carismático, pero tan pronto como se encontraron con
la violencia se desmoronaron. En contraste, los movimientos herejes fueron
un intento consciente de crear una sociedad nueva. Las principales sectas
herejes tenían un programa social que reinterpretaba la tradición religiosa,
y al mismo tiempo estaban bien organizadas desde el punto de vista de su
sostenimiento, la difusión de sus ideas e incluso su autodefensa. No fue
casual que, a pesar de la persecución extrema que sufrieron, persistieran
durante mucho tiempo y jugasen un papel fundamental en la lucha antifeudal.
Hoy poco se sabe sobre las diversas sectas herejes (cátaros, valdenses, los
“pobres de Lyon”, espirituales, apostólicos) que durante más de tres siglos
florecieron entre las “clases bajas” de Italia, Francia, Flandes y Alemania,
en lo que sin duda fue el movimiento de oposición más importante de la Edad
Media (Werner, 1974; Lambert, 1977). Esto se debe, fundamentalmente, a la
ferocidad con la que fueron perseguidos por la Iglesia, que no escatimó
esfuerzos para borrar toda huella de sus doctrinas. Se convocó a Cruzadas
–tal y como la dirigida contra los albigenses–18
contra los herejes, de la misma manera que se convocaron Cruzadas para
liberar la Tierra Santa de los “infieles”. Los herejes eran quemados en la
hoguera y, con el fin de erradicar su presencia, el Papa creó una de las
instituciones más perversas jamás conocidas en la historia de la represión
estatal: la Santa Inquisición (Vauchez, 1990: 162-70).19
Sin embargo, tal como Charles H. Lea (entre otros) ha mostrado en su
monumental historia de la persecución de la herejía, a pesar de las pocas
crónicas disponibles, es posible crear una imagen imponente de sus
actividades y credos, así como del papel de la resistencia hereje en las
luchas antifeudales (Lea, 1888).
A pesar de tener influencia de las religiones orientales que mercaderes y
cruzados traían a Europa, la herejía popular era menos una desviación de la
doctrina ortodoxa que un movimiento de protesta que aspiraba a una
democratización radical de la vida social.20
La herejía era el equivalente a la “teología de la liberación” para el
proletariado medieval. Brindó un marco a las demandas populares de
renovación espiritual y justicia social, desafiando, en su apelación a una
verdad superior, tanto a la Iglesia como a la autoridad secular. La herejía
denunció las jerarquías sociales, la propiedad privada y la acumulación de
riquezas y difundió entre el pueblo una concepción nueva y revolucionaria de
la sociedad que, por primera vez en la Edad Media, redefinía todos los
aspectos de la vida cotidiana (el trabajo, la propiedad, la reproducción
sexual y la situación de las mujeres), planteando la cuestión de la
emancipación en términos verdaderamente universales.
El movimiento herético proporcionó también una estructura comunitaria
alternativa de dimensión internacional, permitiendo a los miembros de las
sectas vivir sus vidas con mayor autonomía, al tiempo que se beneficiaban de
la red de apoyo constituida por contactos, escuelas y refugios con los que
podían contar como ayuda e inspiración en momentos de necesidad.
Efectivamente, no es una exageración decir que el movimiento herético fue la
primera “internacional proletaria” –ése era el alcance de las sectas
(particularmente de los cátaros y los valdenses) y de las conexiones que
establecieron entre sí a través de las ferias comerciales, los peregrinajes
y los permanentes cruces de fronteras de los refugiados generados por la
persecución.
En la raíz de la herejía popular estaba la creencia de que Dios ya no
hablaba a través del clero debido a su codicia, su corrupción y su
escandaloso comportamiento. Las dos sectas principales se presentaban como
las “iglesias auténticas”. Sin embargo, el reto de los herejes era
principalmente político, ya que desafiar a la Iglesia suponía enfrentarse al
mismo tiempo con el pilar ideológico del poder feudal, el principal
terrateniente de Europa y una de las instituciones que mayor responsabilidad
tenía en la explotación cotidiana del campesinado. Hacia el siglo XI, la
Iglesia se había convertido en un poder despótico que usaba su pretendida
investidura divina para gobernar con mano de hierro y llenar sus cofres
haciendo uso de incontables medios de extorsión. Vender absoluciones,
indulgencias y oficios religiosos, llamar a los fieles a la iglesia sólo
para predicarles la santidad de los diezmos y hacer de todos los sacramentos
un mercado eran prácticas comunes que iban desde el Papa hasta el cura de la
aldea. De este modo, la corrupción del clero se hizo proverbial en toda la
cristiandad. Las cosas degeneraron hasta tal punto que el clero no enterraba
a los muertos, bautizaba o daba absolución de los pecados si no recibía
alguna compensación a cambio. Incluso la comunión se convirtió en una
ocasión para negociar y “si alguien se resistía a una demanda injusta, el
obstinado era excomulgado y después debía pagar por la reconciliación además
de la suma original” (Lea, 1961: 11).
En este contexto, la propagación de las doctrinas heréticas no sólo
canalizaba el desdén que la gente sentía por el clero, también les daba
confianza en sus opiniones e instigaba su resistencia a la explotación
clerical. Bajo la guía del Nuevo Testamento, los herejes enseñaban que
Cristo no tenía propiedad y que si la Iglesia quería recuperar su poder
espiritual debía desprenderse de todas sus posesiones. También enseñaban que
los sacramentos no eran válidos cuando los administraban curas pecaminosos,
que las formas exteriores de adoración –edificios, imágenes, símbolos–
debían descartarse porque sólo importaba la creencia interior. Igualmente,
exhortaban a la gente a que no pagase los diezmos y negaban la existencia
del Purgatorio, cuya invención había servido al clero como fuente de lucro
por medio de las misas pagadas y la venta de indulgencias.
La Iglesia usaba, a su vez, la acusación de herejía para atacar toda forma
de insubordinación social y política. En 1377, cuando los trabajadores
textiles de Ypres (Flandes) se levantaron en armas contra sus empleadores,
no sólo fueron colgados por rebeldes sino que también fueron quemados por la
Inquisición como herejes (N. Cohn, 1970: 105). También hay documentos que
muestran que unas tejedoras fueron amenazadas con ser excomulgadas por no
haber entregado a tiempo el producto de su trabajo a los mercaderes o no
haber hecho bien su trabajo (Volpe, 1971: 31). En 1234, para castigar a los
arrendatarios que se negaban a pagarle los diezmos, el Obispo de Bremen
llamó a una cruzada contra ellos “como si se tratara de herejes” (Lambert,
1992: 98). Pero los herejes también fueron perseguidos por las autoridades
seculares, desde el Emperador hasta los patricios urbanos, ya que se daban
cuenta de que el llamamiento herético a la “religión auténtica” tenía
implicaciones subversivas y cuestionaba los fundamentos de su poder.
La herejía constituía tanto una crítica de las jerarquías sociales y de la
explotación económica como una denuncia de la corrupción clerical. Como
señala Gioacchino Volpe, el rechazo a todas las formas de autoridad y un
fuerte sentimiento anticlerical eran elementos comunes a todas las sectas.
Muchos herejes compartían el ideal de la pobreza apostólica21
y el deseo de regresar a la simple vida comunal que había caracterizado a la
iglesia primitiva. Algunos, como los Pobres de Lyon y la Hermandad del
Espíritu Libre, vivían de limosnas donadas. Otros se sustentaban a partir
del trabajo manual.22
Otros experimentaron el “comunismo”, como los primeros taboritas en Bohemia,
para quienes el establecimiento de la igualdad y la propiedad comunal eran
tan importantes como la reforma religiosa.23
Un inquisidor también dijo que los valdenses “eludentodas las formas de
comercio para evitar las mentiras, los fraudes y los juramentos”, y los
describió caminando descalzos, vestidos con ropas de lana, sin nada que les
perteneciera y, al igual que los apóstoles, poseyendo todo en común (Lambert,
1992: 64). El contenido social de la herejía se encuentra, sin embargo,
mejor expresado en las palabras de John Ball, el líder intelectual del
Levantamiento Campesino Inglés de 1381, quien denunció que “estamos hechos a
imagen de Dios, pero nos tratan como bestias”, y agregó, “nada estará bien
en Inglaterra […] mientras haya caballeros y siervos” (Dobson, 1983: 371).24
Los cátaros, la más influyente de las sectas herejes, destacan en la
historia de los movimientos sociales europeos por su singular aversión a la
guerra (incluidas las Cruzadas), su condena a la pena capital (que provocó
el primer pronunciamiento explícito de la Iglesia a favor de la pena de
muerte)25
y su tolerancia hacia otras religiones. Francia meridional, su bastión antes
de la cruzada albigense, “fue un refugio seguro para los judíos cuando el
antisemitismo crecía en Europa; [aquí] una fusión del pensamiento cátaro y
el pensamiento judío produjo la Cábala, la tradición del misticismo judío”
(Spencer, 1995b: 171). Los cátaros también rechazaron el matrimonio y la
procreación y fueron estrictamente vegetarianos, tanto porque rehusaban
matar animales como porque deseaban evitar cualquier comida, como huevos y
carnes, que fuera resultado de la generación sexual.
Esta actitud negativa hacia la natalidad ha sido atribuida a la influencia
ejercida sobre los cátaros por sectas orientales dualistas como los
paulicianos –una secta de iconoclastas que rechazaba la procreación por
considerar que es el acto por el cual el alma queda atrapada en el mundo
material (Erbstosser, 1984: 13-4)– y, sobre todo, los bogomilos, que en el
siglo X hacían proselitismo entre los campesinos de los Balcanes. Los
bogomilos, movimiento popular “nacido entre campesinos cuya miseria física
los hizo conscientes de la perversidad de las cosas” (Spencer, 1995b: 15),
predicaban que el mundo visible era obra del Diablo (pues en el mundo de
Dios los buenos serían los primeros) y se negaban a tener hijos para no
traer nuevos esclavos a esta “tierra de tribulaciones”, tal y como
denominaban a la vida en la tierra en uno de sus panfletos (Wakefield y
Evans, 1991: 457).
La influencia de los bogomilos sobre los cátaros está comprobada26
y es posible que la elusión del matrimonio y la procreación por parte de los
cátaros proviniera de un rechazo similar a una vida “degradada a la mera
supervivencia” (Vaneigem, 1998: 72), más que de una “pulsión de muerte” o de
un desprecio por la vida. Esto es lo que sugiere el hecho de que el
antinatalismo de los cátaros no estuviera asociado a una concepción
degradante de la mujer y su sexualidad, como es frecuente en el caso de las
filosofías que desprecian la vida y el cuerpo. Las mujeres tenían un lugar
importante en las sectas. En cuanto a la actitud de los cátaros hacia la
sexualidad, pareciera que mientras los “perfectos” se abstenían del coito,
no se esperaba de los otros miembros la práctica de la abstinencia sexual.
Algunos desdeñaban la importancia que la Iglesia le asignaba a la castidad,
argumentando que implicaba una sobrevaloración del cuerpo. Otros herejes
atribuían un valor místico al acto sexual, tratándolo incluso como un
sacramento (Christeria)
y predicando que practicar sexo, en lugar de abstenerse, era la mejor forma
de alcanzar un estado de inocencia. Así, irónicamente, los herejes eran
perseguidos tanto por libertinos como por ser ascetas extremos.
Las creencias sexuales de los cátaros eran, obviamente, una elaboración
sofisticada de cuestiones desarrolladas a través del encuentro con
religiones herejes orientales, pero la popularidad de la que gozaron y la
influencia que ejercieron en otras herejías señala también una realidad
experiencial más amplia, arraigada en las condiciones del matrimonio y de la
reproducción en la Edad Media.
Se sabe que en la sociedad medieval, debido a la escasa disponibilidad de
tierra y a las restricciones proteccionistas que ponían los gremios para
entrar a los oficios, tener muchos hijos no era posible y tampoco deseable
y, efectivamente, las comunidades de campesinos y artesanos se esforzaban
por controlar la cantidad de niños que nacían entre ellos. El método más
comúnmente usado para este fin era la postergación del matrimonio, un
acontecimiento que, incluso entre los cristianos ortodoxos, ocurría a edad
madura (si es que ocurría), bajo la regla de “si no hay tierra no hay
matrimonio” (Homans, 1960: 37-9). En consecuencia, una gran cantidad de
jóvenes tenía que practicar la abstinencia sexual o desafiar la prohibición
eclesiástica relativa al sexo fuera del matrimonio. Es posible imaginar que
el rechazo hereje de la procreación debe haber encontrado resonancia entre
ellos. En otras palabras, es concebible que en los códigos sexuales y
reproductivos de los herejes podamos ver realmente las huellas de un intento
de control medieval de la natalidad. Esto explicaría el motivo por el cual,
cuando el crecimiento poblacional se convirtió en una preocupación social
fundamental durante la profunda crisis demográfica y la escasez de
trabajadores a finales del siglo XIV, la herejía comenzó a ser asociada a
los crímenes reproductivos, especialmente la “sodomía”, el infanticidio y el
aborto. Esto no quiere sugerir que las doctrinas reproductivas de los
herejes tuvieran un impacto demográfico decisivo, sino más bien que, al
menos durante dos siglos, en Italia, Francia y Alemania se creó un clima
político en el que cualquier forma de anticoncepción (incluida la “sodomía”,
es decir, el sexo anal) pasó a ser asociada con la herejía. La amenaza que
las doctrinas sexuales de los herejes planteaban a la ortodoxia también debe
considerarse en el contexto de los esfuerzos realizados por la Iglesia para
establecer un control sobre el matrimonio y la sexualidad que le permitieran
poner a todo el mundo –desde el Emperador hasta el más pobre campesino– bajo
su escrutinio disciplinario.
La
politización de la sexualidad
Como ha señalado Mary Condren en
The Serpent and the Goddess
(1989) [La
serpiente y la diosa],
estudio sobre la entrada del cristianismo en la Irlanda céltica, el intento
eclesiástico de regular el comportamiento sexual tiene una larga historia en
Europa. Desde épocas muy tempranas (desde que la Iglesia se convirtió en la
religión estatal en el siglo IV), el clero reconoció el poder que el deseo
sexual confería a las mujeres sobre los hombres y trató persistentemente de
exorcizarlo identificando lo sagrado con la práctica de evitar a las mujeres
y el sexo. Expulsar a las mujeres de cualquier momento de la liturgia y de
la administración de los sacramentos; tratar de usurpar la mágica capacidad
de dar vida de las mujeres al adoptar un atuendo femenino; hacer de la
sexualidad un objeto de vergüenza… tales fueron los medios a través de los
cuales una casta patriarcal intentó quebrar el poder de las mujeres y de su
atracción erótica. En este proceso, “la sexualidad fue investida de un nuevo
significado […] [Se] convirtió en un tema de confesión, en el que los más
ínfimos detalles de las funciones corporales más íntimas se transformaron en
tema de discusión” y donde “los distintos aspectos del sexo fueron divididos
en el pensamiento, la palabra, la intención, las ganas involuntarias y los
hechos reales del sexo para conformar una ciencia de la sexualidad” (Condren,
1989: 86-7). Los penitenciales, los manuales que a partir del siglo VII
comenzaron a distribuirse como guías prácticas para los confesores, son uno
de los lugares privilegiados para la reconstrucción de los cánones sexuales
eclesiásticos. En el primer volumen de
Historia de la Sexualidad
(1978), Foucault subraya el papel que jugaron estos manuales en la
producción del sexo como discurso y de una concepción más polimorfa de la
sexualidad en el siglo XVII. Pero los penitenciales jugaban ya un papel
decisivo en la producción de un nuevo discurso sexual en la Edad Media.
Estos trabajos demuestran que la Iglesia intentó imponer un verdadero
catecismo sexual, prescribiendo detalladamente las posiciones permitidas
durante el acto sexual (en realidad sólo una era permitida), los días en los
que se podía practicar el sexo, con quién estaba permitido y con quién
prohibido.
La supervisión sexual aumentó en el siglo XII cuando los Sínodos Lateranos
de 1123 y 1139 emprendieron una nueva cruzada contra la práctica corriente
del matrimonio y el concubinato27
entre los clérigos, declarando el matrimonio como un
sacramento
cuyos votos no podía disolver ningún poder terrenal. En ese momento, se
repitieron también las limitaciones impuestas por los penitenciales sobre el
acto sexual.28
Cuarenta años más tarde, con el Tercer Sínodo Laterano de 1179, la Iglesia
intensificó sus ataques contra la “sodomía” dirigiéndolos simultáneamente
contra los homosexuales y el sexo no procreativo (Bowsell, 1981: 277). Por
primera vez, condenó la homosexualidad, “la incontinencia que va en contra
de la naturaleza” (Spencer, 1995a: 114).
Con la adopción de esta legislación represiva la sexualidad fue
completamente politizada. Todavía no encontramos, sin embargo, la obsesión
mórbida con que la Iglesia Católica abordaría después las cuestiones
sexuales. Pero ya en el siglo XII podemos ver a la Iglesia no sólo espiando
los dormitorios de su rebaño sino haciendo de la sexualidad una cuestión de
estado. Las preferencias sexuales no ortodoxas de los herejes también deben
ser vistas, por lo tanto, como una postura antiautoritaria, un intento de
arrancar sus cuerpos de las garras del clero. Un claro ejemplo de esta
rebelión anticlerical fue el surgimiento, en el siglo XIII, de las nuevas
sectas panteístas, como los amalricianos y la Hermandad del Espíritu Libre
que, contra el esfuerzo de la Iglesia por controlar su conducta sexual,
predicaban que Dios está en todos nosotros y que, por lo tanto, es imposible
pecar.
Las mujeres y la
herejía
Uno de los aspectos más significativos del movimiento herético es la elevada
posición social que asignó a las mujeres. Como señala Gioacchino Volpe, en
la Iglesia las mujeres no eran nada, pero aquí eran consideradas como
iguales; las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres y
disfrutaban de una vida social y una movilidad (deambular, predicar) que
durante la Edad Media no encontraban en ningún otro lugar (Volpe, 1971: 20;
Koch, 1983: 247). En las sectas herejes, sobre todo entre los cátaros y los
valdenses, las mujeres tenían derecho a administrar los sacramentos,
predicar, bautizar e incluso alcanzar órdenes sacerdotales. Está documentado
que Valdo se separó de la ortodoxia porque su obispo rehusó permitir que las
mujeres pudiesen predicar. Y de los cátaros se dice que adoraban una figura
femenina, la Señora del Pensamiento, que influyó en el modo en que Dante
concibió a Beatriz (Taylor, 1954: 100). Los herejes también permitían que
las mujeres y los hombres compartieran la misma vivienda, aun sin estar
casados, ya que no temían que favoreciese comportamientos promiscuos. Con
frecuencia las mujeres y los hombres herejes vivían juntos libremente, como
hermanos y hermanas, de igual modo que en las comunidades agápicas de la
Iglesia primitiva. Las mujeres también formaban sus propias comunidades. Un
caso típico era el de las beguinas, mujeres laicas de las clases medias
urbanas que vivían juntas (especialmente en Alemania y Flandes) y mantenían
su trabajo, fuera del control masculino y sin subordinación al control
monástico (McDonnell, 1954; Neel, 1989).29
No sorprende que las mujeres estén más presentes en la historia de la
herejía que en cualquier otro aspecto de la vida medieval (Volpe, 1971: 20).
De acuerdo a Gottfried Koch, ya en el siglo X formaban una parte importante
de los bogomilos. En el siglo XI, fueron otra vez las mujeres quienes dieron
vida a los movimientos herejes en Francia e Italia. En esta ocasión las
herejes provenían de los sectores más humildes de los siervos y
constituyeron un verdadero movimiento de mujeres que se desarrolló dentro
del marco de los diferentes grupos herejes (Koch, 1983: 246-47). Las herejes
están también presentes en las crónicas de la Inquisición; sabemos que
algunas de ellas fueron quemadas en la hoguera, otras fueron “emparedadas”
para el resto de sus vidas.
¿Es posible decir que esta importante presencia de mujeres en las sectas
herejes fuera la responsable de la “revolución sexual” de estos movimientos?
¿O debemos asumir que el llamado al “amor libre” fue una treta masculina
para ganar acceso fácil a los favores sexuales de las mujeres? Estas
preguntas no pueden responderse fácilmente. Sabemos, sin embargo, que las
mujeres trataron de controlar su función reproductiva, ya que son numerosas
las referencias al aborto y al uso femenino de anticonceptivos en los
Penitenciales. De forma significativa –en vista de la futura criminalización
de esas prácticas durante la caza de brujas–, a los anticonceptivos se les
llamaba “pociones para la esterilidad” o
maleficia
(Noonan, 1965: 155-61) y se suponía que las mujeres eran quienes los usaban.
En la Alta Edad Media, la Iglesia veía todavia estas prácticas con cierta
indulgencia, impulsada por el reconocimiento de que las mujeres podían
desear poner límite a sus embarazos por razones económicas. Así, en el
Decretum,
escrito por Burchardo, Obispo de Worms (hacia 1010), después de la pregunta
ritual:
¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer cuando fornican y desean
matar a su vástago, actuar con su
maleficia
y sus hierbas para matar o cortar el embrión, o, si aún no han concebido,
lograr que no conciban?
Estaba estipulado que las culpables hicieran penitencia durante diez años;
pero también se observaba que “habría diferencia entre la acción de una
pobre mujerzuela motivada por la dificultad de proveerse de alimento y la de
una mujer que buscara esconder un crimen de fornicación” (ibídem).
Las cosas, no obstante, cambiaron drásticamente tan pronto como el control
de las mujeres sobre la reproducción comenzó a ser percibido como una
amenaza a la estabilidad económica y social, tal y como ocurrió en el
periodo subsiguiente a la catástrofe demográfica producida por la “peste
negra”, la plaga apocalíptica que, entre 1347 y 1352, destruyó a más de un
tercio de la población europea (Ziegler, 1969: 230).
Más adelante veremos qué papel jugó este desastre demográfico en la “crisis
del trabajo” de la Baja Edad Media. Aquí podemos apuntar que, después de la
diseminación de la plaga, los aspectos sexuales de la herejía adquirieron
mayor importancia en su persecución. Éstos fueron grotescamente
distorsionados según formas que anticipan las posteriores representaciones
de los aquelarres de brujas. A mediados del siglo XIV, a los inquisidores no
les bastaba con acusar a los herejes de sodomía y licencia sexual en sus
informes. También se les acusaba de dar culto a los animales, incluido el
infame
bacium sub cauda
(beso bajo la cola), y de regodearse en rituales orgiásticos, vuelos
nocturnos y sacrificios de niños (Russell, 1972). Los inquisidores
informaban también sobre la existencia de una secta de culto diabólico
conocida como los luciferanos. Coincidiendo con este proceso, que marcó la
transición de la persecución de la herejía a la caza de brujas, la mujer se
convirtió de forma cada vez más clara en la figura de lo hereje, de tal
manera que, hacia comienzos del siglo XV, la bruja se transformó en el
principal objetivo en la persecución de herejes.
Sin embargo, el movimiento hereje no terminó aquí. Su epílogo tuvo lugar en
1533 con el intento de los anabaptistas de establecer una Nueva Jerusalén en
la ciudad alemana de Münster. Este intento fue aplastado con un baño de
sangre, seguido de una ola de despiadadas represalias que afectaron a las
luchas proletarias en toda Europa (Po-Chia Hsia, 1988a: 51-69).
Hasta entonces, ni la feroz persecución ni la demonización de la herejía
pudieron evitar la difusión de las creencias herejes. Como escribe Antonino
di Stefano, ni la excomunión, ni la confiscación de propiedades, ni la
tortura, ni la muerte en la hoguera, ni las cruzadas contra los herejes
pudieron debilitar la “inmensa vitalidad y popularidad” de la
heretica pravitatis
(el mal hereje) (di Stefano, 1950: 769). “No existe ni una comuna”, escribía
Jacques de Vitry a principios del siglo XIII, “en la que la herejía no tenga
sus seguidores, sus defensores y sus creyentes”. Incluso después de la
cruzada contra los cátaros de 1215, que destruyó sus bastiones, la herejía
(junto con el Islam) siguió siendo el enemigo y la amenaza principal a la
que se tuvo que enfrentar la Iglesia. Nuevos seguidores aparecían en todas
las profesiones y condiciones sociales: el campesinado, los sectores más
pobres del clero (que se identificaban con los pobres y aportaron a sus
luchas el lenguaje del Evangelio), los burgueses urbanos e incluso la
nobleza menor. Pero la herejía popular era, principalmente, un fenómeno de
las clases bajas. El ambiente en el que floreció fue el de los proletarios
rurales y urbanos: campesinos, zapateros remendones y trabajadores textiles
“a quienes predicaba la igualdad, fomentando su espíritu de revuelta con
predicciones proféticas y apocalípticas” (ibídem:
776).
Podemos llegar a vislumbrar la popularidad de los herejes a partir de los
juicios que la Inquisición aún llevaba adelante hacia 1330, en la región de
Trento (norte de Italia), contra aquellos que habían brindado hospitalidad a
los apostólicos en el momento en que su líder, Fray Dulcino, treinta años
antes, había pasado por la región (Orioli, 1993: 217-37). En el momento de
su llegada se abrieron muchas puertas para brindar refugio a Dulcino y sus
seguidores. Nuevamente en 1304, cuando junto al anuncio de la llegada de un
reino sagrado de pobreza y amor Fray Dulcino fundó una comunidad entre las
montañas de Vercellese (Piamonte), los campesinos de la zona, que ya se
habían levantado contra el Obispo de Vercelli, le dieron su apoyo (Mornese y
Buratti, 2000). Durante tres años los dulcinianos resistieron a las cruzadas
y al bloqueo que el Obispo dispuso en su contra –hubo mujeres vestidas como
hombres luchando junto a ellos. Finalmente, fueron derrotados sólo por el
hambre y la aplastante superioridad de las fuerzas que la Iglesia había
movilizado (Lea, 1961: 615-20; Milton, 1973: 108). El mismo día en el que
las tropas reunidas por el Obispo de Vercelli finalmente vencieron, “más de
mil herejes murieron en las llamas o en el río o por la espada, de los modos
más crueles”. Margherita, la compañera de Dulcino, fue lentamente quemada
hasta morir ante sus ojos porque se negó a retractarse. Dulcino fue
arrastrado y poco a poco hecho pedazos por los caminos de la montaña, a fin
de brindar un ejemplo conveniente a la población local (Lea, 1961: 620).
Luchas urbanas
No sólo las mujeres y los hombres, también los campesinos y los trabajadores
urbanos descubrieron una causa común en los movimientos heréticos. Esta
comunión de intereses entre gente que de entrada se supone podrían tener
distintas preocupaciones y aspiraciones, puede observarse en diferentes
situaciones. En primer lugar, en la Edad Media existía una relación estrecha
entre la ciudad y el campo. Muchos burgueses eran ex-siervos que se habían
mudado o escapado a la ciudad con la esperanza de una vida mejor y, mientras
ejercitaban sus artes, continuaban trabajando la tierra, particularmente en
épocas de cosecha. Sus pensamientos y deseos estaban todavía profundamente
configurados por la vida en la aldea y por su permanente relación con la
tierra. A los campesinos y trabajadores urbanos les unía también el hecho de
que estaban subordinados a los mismos gobernantes. En el siglo XIII
(especialmente en el norte y centro de Italia), la nobleza terrateniente y
los mercaderes patricios de la ciudad estaban comenzando a integrarse,
funcionando como una estructura de poder única. Esta situación promovió
preocupaciones similares y solidaridad entre los trabajadores. Así, cuando
los campesinos se rebelaban, encontraban a los artesanos y jornaleros a su
lado, además de una masa de pobres urbanos cada vez más importante. Esto fue
lo que sucedió durante la revuelta campesina en el Flandes marítimo, que
comenzó en 1323 y terminó en junio de 1328, después de que el rey de Francia
y la nobleza flamenca derrotaran a los rebeldes en Cassel en 1327. Como
escribe David Nicholas, “la habilidad de los rebeldes para continuar el
conflicto durante cinco años sólo puede concebirse a partir de la
participación de la ciudad entera” (Nicholas, 1992: 213-14). Nicholas agrega
que a finales de 1324 los artesanos de Ypres y Brujas se sumaron a los
campesinos rebeldes:
Brujas, ahora bajo el control de un partido de tejedores y bataneros, siguió
el rumbo de la revuelta campesina […] Comenzó una guerra de propaganda en la
cual los monjes y predicadores dijeron a las masas que había llegado una
nueva era y que ellos eran iguales a los aristócratas. (Ibídem:
213-14)
Otra alianza entre campesinos y trabajadores urbanos fue la de los
tu-chinos, un movimiento de “bandoleros” que operaba en las montañas del
centro de Francia; de este modo, los artesanos se unieron a una organización
típica de las poblaciones rurales (Milton, 1963: 128).
Lo que unía a campesinos y artesanos era una aspiración común de nivelar las
diferencias sociales. Como escribe Norman Cohn, existen pruebas en
diferentes tipos de documentos:
Desde los proverbios de los pobres en los que se lamentan de que “el hombre
pobre siempre trabaja, siempre preocupado, trabaja y llora, no ríe nunca de
corazón, mientras que el rico ríe y canta […]”.
Desde los misterios donde se dice que “cada hombre debe tener tantas
propiedades como cualquier otro y no tenemos nada que podamos llamar
nuestro. Los grandes señores poseen todo y los pobres sólo cuentan con el
sufrimiento y la adversidad […]”.
Desde las sátiras más leídas que denunciaban que “los magistrados, alcaldes,
alguaciles e intendentes viven todos del robo. Todos engordados por los
pobres, todos quieren saquearlos [...] El fuerte roba al débil […]”. O
también: “Los buenos trabajadores hacen pan del trigo pero nunca lo
mastican; no, sólo reciben los cernidos del grano, del buen vino sólo
reciben los fondos y de la buena ropa sólo las hilachas. Todo lo que es
sabroso y bueno va a parar a la nobleza y al clero”. Cohn (1970: 99-100)
Estas quejas muestran cuán profundo era el resentimiento popular contra las
desigualdades que existían entre “pajarracos” y “pajaritos”, los “gordos” y
los “flacos”, como se llamaba a la gente rica y a la gente pobre en el
modismo político florentino del siglo XIV. “Nada andará bien en Inglaterra
hasta que todos seamos de la misma condición”, proclamaba John Ball durante
su campaña para organizar el Levantamiento Campesino Inglés de 1381
(ibídem:
199).
Como hemos visto, las principales expresiones de esta aspiración a una
sociedad más igualitaria eran la exaltación de la pobreza y el comunismo de
los bienes. Pero la afirmación de una perspectiva igualitaria también se
reflejaba en una nueva actitud hacia el trabajo, más evidente entre las
sectas herejes. Por una parte, existe una estrategia de “rechazo al
trabajo”, como la propia de los valdenses franceses (los Pobres de Lyon) y
los miembros de algunas órdenes conventuales (franciscanos, espirituales),
que, en el deseo de liberarse de las preocupaciones mundanas dependían de
las limosnas y del apoyo de la comunidad para sobrevivir. Por otra parte,
existe una nueva valorización del trabajo, en particular del trabajo manual,
que alcanzó su formulación más consciente en la propaganda de los lolardos
ingleses, quienes recordaban a sus seguidores: “Los nobles tienen casas
hermosas, nosotros sólo tenemos trabajo y penurias, pero todo lo que existe
proviene de nuestro trabajo” (ibídem;
Christie-Murray, 1976: 114-15).
Sin lugar a dudas, recurrir al “valor del trabajo” –una novedad en una
sociedad dominada por una clase militar– funcionaba principalmente como un
recordatorio de la arbitrariedad del poder feudal. Pero esta nueva
conciencia demuestra también la emergencia de nuevas fuerzas sociales que
jugaron un papel crucial en el desmoronamiento del sistema feudal.
La valorización del trabajo refleja la formación de un proletariado urbano,
constituido en parte por oficiales y aprendices –que trabajaban para
maestros artesanos que producían para el mercado local–, pero
fundamentalmente por jornaleros asalariados, empleados por mercaderes ricos
en industrias que producían para la exportación. A comienzos del siglo XIV,
en Florencia, Siena y Flandes, era posible encontrar concentraciones de
hasta 4.000 jornaleros (tejedores, bataneros, tintoreros) en la industria
textil. Para ellos, la vida en la ciudad era sólo un nuevo tipo de
servidumbre, en este caso bajo el dominio de los mercaderes de telas que
ejercían el más estricto control sobre sus actividades y la dominación de
clase más despótica. Los asalariados urbanos no podían formar asociaciones y
hasta se les prohibía reunirse en lugar alguno fuese cual fuese el objetivo;
no podían portar armas ni las herramientas de su oficio; y no podían hacer
huelga bajo pena de muerte (Pirenne, 1956: 1932). En Florencia, no tenían
derechos civiles; a diferencia de los oficiales, no eran parte de ningún
oficio o gremio y estaban expuestos a los abusos más crueles a manos de los
mercaderes. Éstos, además de controlar el gobierno de la ciudad, dirigían un
tribunal propio y, con total impunidad, los espiaban, arrestaban, torturaban
y colgaban al menor signo de problemas (Rodolico, 1971).
Es entre estos trabajadores donde encontramos las formas más radicales de
protesta social y una mayor aceptación de las ideas heréticas (ibídem:
56-9). Durante el siglo XIV, particularmente en Flandes, los trabajadores
textiles estuvieron involucrados en constantes rebeliones contra el obispo,
la nobleza, los mercaderes e incluso los principales oficios. En Brujas,
cuando en 1378 los oficios más importantes se hicieron poderosos, los
trabajadores de la lana continuaron la sublevación en su contra. En Gante,
en 1335, un levantamiento de la burguesía local fue superado por una
rebelión de tejedores que trataron de establecer una “democracia obrera”
basada en la supresión de todas las autoridades, excepto aquellas que vivían
del trabajo manual (Boissonnade, 1927: 310-11). Derrotados por una coalición
imponente de fuerzas (que incluía al príncipe, la nobleza, el clero y la
burguesía), los tejedores volvieron a intentarlo en 1378, y esta vez
tuvieron éxito, instituyendo la que (tal vez con cierta exageración) ha dado
en llamarse la primera “dictadura del proletariado” conocida en la historia.
Según Peter Boissonnade, su objetivo era “alzar a los trabajadores
cualificados contra sus patrones, a los asalariados en contra de los grandes
empresarios, a los campesinos en contra de los señores y el clero. Se decía
que pensaban exterminar a la clase burguesa en su conjunto, con la excepción
de los niños de seis años y que proyectaban hacer lo mismo con la nobleza” (ibídem:
311). Sólo a través de una batalla a campo abierto, que tuvo lugar en
Roosebecque en 1382, y en la que 26.000 de ellos perdieron la vida, fueron
finalmente derrotados (ibídem).
Los acontecimientos que tuvieron lugar en Brujas y Gante no fueron casos
aislados. También en Alemania y en Italia, los artesanos y los trabajadores
se revelaban en cada ocasión que se les presentaba, forzando a la burguesía
local a vivir en un constante terror. En Florencia, los trabajadores tomaron
el poder en 1379, liderados por los
ciompi,
los jornaleros de la industria textil florentina.30
Ellos establecieron también un gobierno de trabajadores, que sólo duró unos
pocos meses antes de ser completamente derrotados en 1382 (Rodolico, 1971).
Los trabajadores de Lieja, en Países Bajos, tuvieron más éxito. En 1384, la
nobleza y los ricos (llamados “los grandes”), incapaces de continuar una
resistencia que había persistido durante más de un siglo, capitularon. De
ahí en adelante “los oficios dominaron completamente la ciudad”,
convirtiéndose en los árbitros del gobierno municipal (Perenne, 1937: 201).
En el Flandes marítimo, los artesanos también habían brindado su apoyo al
levantamiento campesino en una lucha que duró desde 1323 hasta 1328, en lo
que Pirenne describe como “un intento genuino de revolución social” (ibídem:
195). Aquí –según señala un contemporáneo oriundo de Flandes cuya filiación
de clase resulta evidente– “la plaga de la insurrección era tal que los
hombres se asquearon de la vida” (ibídem:
196). Así, desde 1320 hasta 1332, la “gente de bien” de Ypres le imploró al
rey que no permitiese que los bastiones internos del pueblo, en los que
ellos vivían, fueran demolidos, dado que los protegían de la “gente común” (ibídem:
202-03).
La
Peste negra y la crisis del trabajo
La Peste Negra, que mató entre un 30 % y un 40 % de la población europea,
constituyó uno de los momentos decisivos en el transcurso de las luchas
medievales (Ziegler, 1969: 230). Este colapso demográfico sin precedentes
ocurrió después de que la Gran Hambruna de 1315-1322 hubiera debilitado la
resistencia de la gente a las enfermedades (Jordan, 1996) y cambió
profundamente la vida social y política de Europa, inaugurando prácticamente
una nueva era. Las jerarquías sociales se pusieron patas arriba debido al
efecto nivelador de la morbilidad generalizada. La familiaridad con la
muerte también debilitó la disciplina social. Enfrentada a la posibilidad de
una muerte repentina, la gente ya no se preocupaba por trabajar o por acatar
las regulaciones sociales y sexuales, trataba de pasarlo lo mejor posible,
regalándose una fiesta tras otra sin pensar en el futuro.
La consecuencia más importante de la peste fue, sin embargo, la
intensificación de la crisis del trabajo generada por el conflicto de clase:
al diezmarse la mano de obra, los trabajadores se tornaron extremadamente
escasos, su coste creció hasta niveles críticos y se fortaleció la
determinación de la gente a romper las ataduras del dominio feudal.
Como señala Christopher Dyer, la escasez de mano de obra causada por la
epidemia modificó las relaciones de poder en beneficio de las clases bajas.
En épocas en que la tierra era escasa, era posible controlar a los
campesinos a través de la amenaza de la expulsión. Pero una vez que la
población fue diezmada y había abundancia de tierra, las amenazas de los
señores dejaron de tener un efecto significativo, ahora los campesinos
podían moverse libremente y hallar nuevas tierras para cultivar (Dyer, 1968:
26). Así, mientras los cultivos se pudrían y el ganado caminaba sin rumbo
por los campos, los campesinos y artesanos se adueñaron repentinamente de la
situación. Un síntoma de este nuevo rumbo fue el aumento de las huelgas de
inquilinos, reforzadas por las amenazas de éxodo en masa a otras tierras o a
la ciudad. Tal y como las crónicas feudales muestran de forma escueta, los
campesinos “se negaban a pagar”
(negant solvere).
También declaraban que “ya no seguirían las costumbres”
(negant consuetudines)
y que ignorarían las órdenes de los señores de reparar sus casas, limpiar
las acequias o atrapar a los siervos fugados (ibídem:
24).
Hacia finales del siglo XIV la negativa a pagar la renta y brindar servicios
se había convertido en un fenómeno colectivo. Aldeas enteras se organizaron
conjuntamente para dejar de pagar las multas, los impuestos y el
tallage,
dejando de reconocer el intercambio de servicios y las cortes feudales, que
eran los principales instrumentos del poder feudal. En este contexto, la
cantidad de renta y de servicios retenidos era menos importante que el hecho
de que la relación de clase en la que se basaba el orden feudal fuese
subvertida. Así es como un escritor de comienzos del siglo XVI, cuyas
palabras reflejan el punto de vista de la nobleza, describió sintéticamente
la situación:
Los campesinos son demasiado ricos […] y no saben lo que significa la
obediencia; no toman en cuenta la ley, desearían que no hubiera nobles […] y
les gustaría decidir qué renta deberíamos obtener por nuestras tierras. (ibídem:
33)
Como respuesta al incremento del coste de la mano de obra y al
desmoronamiento de la renta feudal, tuvieron lugar varios intentos de
aumentar la explotación del trabajo a partir del restablecimiento de los
servicios laborales o, en algunos casos, de la esclavitud. En Florencia, en
el año 1366, se autorizó la importación de esclavos.31
Pero
semejantes medidas sólo agudizaron el conflicto de clases. En Inglaterra, un
intento de la nobleza por contener los costes del trabajo por medio de un
Estatuto Laboral que ponía límite al salario máximo, causó el Levantamiento
Campesino de 1381. Este se extendió de una región a otra y terminó con miles
de campesinos marchando de Kent a Londres “para hablar con el rey” (Milton,
1973; Dobson, 1983). También en Francia, entre 1379 y 1382, hubo un
“torbellino revolucionario” (Boissonnade, 1927: 314). Las insurrecciones
proletarias estallaron en Bezier, donde cuarenta tejedores y zapateros
fueron ahorcados. En Montpellier, los trabajadores insurrectos proclamaron
que “para Navidad venderemos carne cristiana a seis peniques la libra”.
Estallaron revueltas en Carcassone, Orleans, Amiens, Tournai, Rouen y
finalmente en París, donde en 1413 se estableció una “democracia de los
trabajadores”.32
En Italia, la revuelta más importante fue la de los
ciompi.
Comenzó en julio de 1382, cuando los trabajadores textiles de Florencia
forzaron a la burguesía, durante un tiempo, a compartir el gobierno y a
declarar una moratoria sobre todas las deudas en las que habían incurrido
los asalariados; más tarde proclamaron que, en esencia, se trataba de una
dictadura del proletariado (“la gente de Dios”), aunque fue rápidamente
aplastada por las fuerzas conjuntas de la nobleza y la burguesía (Rodolico,
1971).
“Ahora es el momento” –oración que se repite en las cartas de John Ball–
ilustra claramente el espíritu del proletariado europeo hacia finales del
siglo XIV, una época en la que, en Florencia, la rueda de la fortuna
comenzaba a aparecer en las paredes de las tabernas y de los talleres con el
fin de simbolizar el inminente cambio de suerte.
Durante este proceso se ensancharon las dimensiones organizativas y el
horizonte político de la lucha de los campesinos y artesanos. Regiones
enteras se sublevaron, formando asambleas y reclutando ejércitos. Por
momentos, los campesinos se organizaron en bandas, atacaron los castillos de
los señores y destruyeron los archivos donde se conservaban las marcas
escritas de su servidumbre. Ya en el siglo XV los enfrentamientos entre
campesinos y nobles se convirtieron en verdaderas guerras, como la de las
remesas
en España, que se extendió de 1462 a 1486.33
En el año 1476 comenzó en Alemania un ciclo de “guerras campesinas”, cuyo
punto de partida fue la conspiración liderada por Hans el Flautista. Estos
procesos se propagaron en forma de cuatro rebeliones sangrientas conducidas
por el Bundschuch (“sindicato campesino”) que tuvieron lugar entre 1493 y
1517, y que culminaron en una guerra abierta que se extendió desde 1522
hasta 1525 en más de cuatro países (Engels, 1977; Blickle, 1977).
En ninguno de estos casos, los rebeldes se conformaron con exigir sólo
algunas restricciones del régimen feudal, como tampoco negociaron
exclusivamente para obtener mejores condiciones de vida. Su objetivo fue
poner fin al poder de los señores. Durante el Levantamiento Campesino de
1381 los campesinos ingleses declararon que “la vieja ley debe abolirse”.
Efectivamente, a comienzos del siglo XV, al menos en Inglaterra, la
servidumbre o el villanaje habían desaparecido casi por completo, aunque la
revuelta fue derrotada política y militarmente y sus dirigentes, ejecutados
brutalmente (Titow, 1969: 58).
Lo que siguió ha sido descrito como la “edad de oro del proletariado
europeo” (Marx, 1909, T. I; Braudel 1967: 128-ss.), algo muy distinto de la
representación canónica del siglo XV, que ha sido inmortalizado
iconográficamente como un mundo bajo el maleficio de la danza de la muerte y
el
memento mori.
Thorold Rogers ha retratado una imagen utópica de este periodo en su famoso
estudio sobre los salarios y las condiciones de vida en la Inglaterra
medieval. “En ningún otro momento”, escribió Rogers, “los salarios fueron
tan altos y la comida tan barata [en Inglaterra]” (Rogers, 1894: 326-ss.). A
los trabajadores se les pagaba a veces por cada día del año, a pesar de que
los domingos o principales festivos no trabajaban. La comida corría a cuenta
de los empleadores y se les pagaba un
viaticum
por ir y venir de la casa al trabajo, a tanto por cada milla de distancia.
Además, exigían que se les pagara en dinero y querían trabajar sólo cinco
días a la semana.
Como veremos, hay razones para ser escépticos con respecto al alcance de
este cuerno de la abundancia. Sin embargo, para una parte importante del
campesinado de Europa occidental, y para los trabajadores urbanos, el siglo
XV fue una época de poder sin precedentes. No sólo la escasez de trabajo les
dio poder de decisión, sino que el espectáculo de empleadores compitiendo
por sus servicios reforzó su propia valoración y borró siglos de degradación
y sumisión. Ante los ojos de los empleadores, el “escándalo” de los altos
salarios que demandaban los trabajadores era sólo igualado por la nueva
arrogancia que exhibían –su rechazo a trabajar o a seguir trabajando una vez
que habían satisfecho sus necesidades (lo que ahora podían hacer más
rápidamente debido a sus salarios más elevados); su tozuda determinación a
ofrecerse sólo para tareas limitadas, en lugar de para periodos prolongados
de tiempo; sus demandas de otros extras además del salario; y su vestimenta
ostentosa que, de acuerdo a las quejas de críticos sociales contemporáneos,
los hacía indistinguibles de los señores. “Los sirvientes son ahora amos y
los amos son sirvientes”, se quejaba John Gower en
Mirour de l’omme
(1378), “el campesino pretende imitar las costumbres del hombre libre y se
da esa apariencia con sus ropas” (Hatcher, 1994: 17).
La condición de los sin tierra también mejoró después de la Peste Negra (Hatcher,
1994) y no exclusivamente en Inglaterra. En 1348 los canónigos de Normandía
se quejaron de que no podían encontrar a nadie que estuviese dispuesto a
cultivar sus tierras sin pedir más que lo que seis sirvientes hubieran
cobrado a principios de siglo. En Italia, Francia y Alemania los salarios se
duplicaron y triplicaron (Boissonnade, 1927: 316-20). En las tierras del Rin
y el Danubio, el poder de compra del salario agrícola diario llegó a
equipararse al precio de un cerdo o de una oveja, y estos niveles salariales
alcanzaban también a las mujeres, ya que la diferencia entre el ingreso
femenino y el masculino se había reducido drásticamente en los momentos de
la Peste Negra.
Para el proletariado europeo esto significó no sólo el logro de un nivel de
vida que no se igualó hasta el siglo XIX, sino también la desaparición de la
servidumbre. Al terminar el siglo XIV la atadura de los siervos a la tierra
prácticamente había desaparecido (Marx, 1909, T. I: 788). En todas partes,
los siervos eran reemplazados por campesinos libres –titulares de tenencias
consuetudinarias o
enfitéusis–
que aceptaban trabajar sólo a cambio de una recompensa sustancial.
La política sexual, el surgimiento del estado y la contrarrevolución
A finales, no obstante, del siglo XV, se puso en marcha una
contrarrevolución que actuaba en todos los niveles de la vida social y
política. En primer lugar, las autoridades políticas realizaron importantes
esfuerzos por cooptar a los trabajadores más jóvenes y rebeldes por medio de
una maliciosa política sexual, que les dio acceso a sexo gratuito y
transformó el antagonismo de clase en hostilidad contra las mujeres
proletarias. Como ha demostrado Jacques Rossiaud en
Medieval Prostitution
(1988) [La prostitución medieval], en Francia las autoridades municipales
prácticamente dejaron de considerar la violación como delito en los casos en
que las víctimas fueran mujeres de clase baja. En la Venecia del siglo XIV,
la violación de mujeres proletarias solteras rara vez tenía como
consecuencia algo más que un tirón de orejas, incluso en el caso frecuente
de un ataque en grupo (Ruggiero, 1989: 94, 91-108). Lo mismo ocurría en la
mayoría de las ciudades francesas. Allí, la violación en pandilla de mujeres
proletarias se convirtió en una práctica común, que los autores realizaban
abierta y ruidosamente por la noche, en grupos de dos a quince, metiéndose
en las casas o arrastrando a las víctimas por las calles sin el más mínimo
intento de ocultarse o disimular. Quienes participaban en estos “deportes”
eran aprendices o empleados domésticos, jóvenes e hijos de las familias
acomodadas sin un centavo en el bolsillo, mientras que las mujeres eran
chicas pobres que trabajaban como criadas o lavanderas, de quienes se
rumoreaba que eran “poseídas” por sus amos (Rossiaud, 1988: 22). De media la
mitad de los jóvenes participaron alguna vez en estos ataques, que Rossiaud
describe como una forma de protesta de clase, un medio para que hombres
proletarios –forzados a posponer su matrimonio durante muchos años debido a
sus condiciones económicas– se cobraran “lo suyo” y se vengaran de los
ricos. Pero los resultados fueron destructivos para todos los trabajadores,
en tanto que la violación de mujeres pobres con consentimiento estatal
debilitó la solidaridad de clase que se había alcanzado en la lucha
antifeudal. Como cabía esperar, las autoridades percibieron los disturbios
causados por semejante política (las grescas, la presencia de pandillas de
jóvenes deambulando por las calles en busca de aventuras y perturbando la
tranquilidad pública) como un pequeño precio a pagar a cambio de la
disminución de las tensiones sociales, ya que estaban obsesionados por el
miedo a las grandes insurrecciones urbanas y la creencia de que si los
pobres lograban imponerse se apoderarían de sus esposas y las pondrían en
común (ibídem:
13).
Para estas mujeres proletarias, tan arrogantemente sacrificadas por amos y
siervos, el precio a pagar fue incalculable. Una vez violadas, no les era
fácil recuperar su lugar en la sociedad. Con su reputación destruida, tenían
que abandonar la ciudad o dedicarse a la prostitución (ibídem;
Ruggiero, 1985: 99). Pero no eran las únicas que sufrían. La legalización de
la violación creó un clima intensamente misógino que degradó a todas las
mujeres cualquiera que fuera su clase. También insensibilizó a la población
frente a la violencia contra las mujeres, preparando el terreno para la caza
de brujas que comenzaría en ese mismo periodo. Los primeros juicios por
brujería tuvieron lugar a fines del siglo XIV; por primera vez la
Inquisición registró la existencia de una herejía y una secta de adoradores
del demonio completamente femenina.
Otro aspecto de la política sexual fragmentadora que príncipes y autoridades
municipales llevaron a cabo con el fin de disolver la protesta de los
trabajadores fue la institucionalización de la prostitución, implementada a
partir del establecimiento de burdeles municipales que pronto proliferaron
por toda Europa. Hecha posible gracias al régimen de salarios elevados, la
prostitución gestionada por el estado fue vista como un remedio útil contra
la turbulencia de la juventud proletaria, que podía disfrutar en
la Grand Maison
–como era llamado el burdel estatal en Francia– de un privilegio previamente
reservado a hombres mayores (Rossiaud, 1988). El burdel municipal también
era considerado como un remedio contra la homosexualidad (Otis, 1985), que
en algunas ciudades europeas (por ejemplo, Padua y Florencia) se practicaba
amplia y públicamente, pero que después de la Peste Negra comenzó a ser
temida como causa de despoblación.34
Así, entre 1350 y 1450 en cada ciudad y aldea de Italia y Francia se
abrieron burdeles, gestionados públicamente y financiados a partir de
impuestos, en una cantidad muy superior a la alcanzada en el siglo XIX. En
1453, sólo Amiens tenía 53 burdeles. Además, se eliminaron todas las
restricciones y penalidades contra la prostitución. Las prostitutas podían
ahora abordar a sus clientes en cualquier parte de la ciudad, incluso frente
a la iglesia y durante la misa. Ya no estaban atadas a ningún código de
vestimenta o a usar marcas distintivas, pues la prostitución era
oficialmente reconocida como un servicio público (ibídem:
9-10).
Incluso la Iglesia llegó a ver la prostitución como una actividad legítima.
Se creía que el burdel administrado por el estado proveía un antídoto contra
las prácticas sexuales orgiásticas de las sectas herejes y que era un
remedio para la sodomía, así como también un medio para proteger la vida
familiar.
Resulta difícil discernir, de forma retrospectiva, hasta qué punto esta
“carta sexual” ayudó al estado a disciplinar y dividir al proletariado
medieval. Lo que es cierto es que este
new deal
fue parte de un proceso más amplio que, en respuesta a la intensificación
del conflicto social, condujo a la centralización del estado como el único
agente capaz de afrontar la generalización de la lucha y la preservación de
las relaciones de clase.
En este proceso, como se verá más adelante, el estado se convirtió en el
gestor supremo de las relaciones de clase y en el supervisor de la
reproducción de la fuerza de trabajo –una función que continúa realizando
hasta el día de hoy. Haciéndose cargo de esta función, los funcionarios de
muchos países crearon leyes que establecían límites al coste del trabajo
(fijando el salario máximo), prohibían la vagancia (ahora castigada
duramente) (Geremek, 1985: 61 y sg.) y alentaban a los trabajadores a
reproducirse.
En última instancia, el creciente conflicto de clases provocó una nueva
alianza entre la burguesía y la nobleza, sin la cual las revueltas
proletarias no hubieran podido ser derrotadas. De hecho, es difícil aceptar
la afirmación que a menudo hacen los historiadores de acuerdo a la cual
estas luchas no tenían posibilidades de éxito debido a la estrechez de su
horizonte político y “lo confuso de sus demandas”. En realidad, los
objetivos de los campesinos y artesanos eran absolutamente transparentes.
Exigían que “cada hombre tuviera tanto como cualquier otro” (Perenne, 1937:
202) y, para lograr este objetivo, se unían a todos aquellos “que no
tuvieran nada que perder”, actuando conjuntamente, en distintas regiones,
sin miedo a enfrentarse con los bien entrenados ejércitos de la nobleza, y
esto a pesar de que carecían de saberes militares.
Si fueron derrotados, fue porque todas las fuerzas del poder feudal –la
nobleza, la Iglesia y la burguesía–, a pesar de sus divisiones
tradicionales, se les enfrentaron de forma unificada por miedo a una
rebelión proletaria. Efectivamente, la imagen que ha llegado hasta nosotros
de una burguesía en guerra perenne contra la nobleza y que llevaba en sus
banderas el llamamiento a la igualdad y la democracia es una distorsión. En
la Baja Edad Media, dondequiera que miremos, desde Toscana hasta Inglaterra
y los Países Bajos, encontramos a la burguesía ya aliada con la nobleza en
la eliminación de las clases bajas.35
La burguesía reconoció, tanto en los campesinos como en los tejedores y
zapateros demócratas de sus ciudades, un enemigo mucho más peligroso que la
nobleza –un enemigo que incluso hizo que valiese la pena sacrificar su
preciada autonomía política. Así fue como la burguesía urbana, después de
dos siglos de luchas para conquistar la plena soberanía dentro de las
murallas de sus comunas, restituyó el poder de la nobleza subordinándose
voluntariamente al reinado del Príncipe y dando así el primer paso en el
camino hacia el estado absoluto.
Notas
1. El mejor ejemplo de sociedad cimarrona fueron los bacaude que
ocuparon la Galia alrededor del año 300 a. C. (Dockes, 1982: 87). Vale la
pena recordar su historia. Eran campesinos y esclavos libres que,
exasperados por las penurias que habían sufrido debido a las disputas entre
los aspirantes al trono romano, deambulaban sin rumbo fijo, armados con
herramientas de cultivo y caballos robados, en bandas errantes (de ahí su
nombre “banda de combatientes”) (Randers-Pehrson, 1983: 26). La gente de las
ciudades se les unía y formaban comunidades autogobernadas, en las que
acuñaban monedas con la palabra “Esperanza” escrita en su cara, elegían
líderes y administraban justicia. Derrotados en campo abierto por
Maximiliano, correligionario del emperador Diocleciano, se volcaron a la
guerra de “guerrillas” para reaparecer con fuerza en el siglo V, cuando se
convirtieron en el objetivo de reiteradas acciones militares. En el año 407
d. C. fueron los protagonistas de una “feroz insurrección”. El emperador
Constantino los derrotó en la batalla de Armorica (Bretaña) (Ibídem:
124). Los “esclavos rebeldes y campesinos [habían] creado una organización
“estatal” autónoma, expulsando a los oficiales romanos, expropiando a los
terratenientes, reduciendo a esclavos a quienes poseían esclavos y
[organizando] un sistema judicial y un ejército” (Dockes, 1982: 87). A pesar
de los numerosos intentos de reprimirlos, los bacaude nunca fueron
completamente derrotados. Los emperadores romanos tuvieron que reclutar
tribus de invasores “bárbaros” para dominarlos. Constantino retiró a los
visigodos de España y les hizo generosas donaciones de tierra en la Galia,
esperando que ellos pusieran a los bacaude bajo control. Incluso los hunos
fueron reclutados para perseguirlos (Renders-Pehrson, 1983: 189). Pero
nuevamente encontramos a los bacaude luchando con los visigodos y los alanos
contra el avance de Atila.
2. Las ergástulas eran las viviendas de los esclavos en las villas romanas.
Se trataba de “prisiones subterráneas” en las que los esclavos dormían
encadenados; las ventanas eran tan altas (de acuerdo a la descripción de un
terrateniente de la época) que los esclavos no podían alcanzarlas (ockes,
1982: 69). “Era posible […] encontrarlas casi en cualquier parte”, en las
regiones conquistadas por los romanos “donde los esclavos superaban
ampliamente en número a los hombres libres” (Ibídem: 208). El nombre
ergástolo aún se utiliza en el vocabulario de la justicia penal italiana;
quiere decir “cadena perpetua”.
3. Demesne, mansus y hide eran términos usados en el
derecho medieval inglés. [N. de la T.]
4. Marx se refiere a esta cuestión en el Tomo III de El Capital,
cuando compara la economía de la servidumbre con las economías esclavista y
capitalista. “El grado en el que el trabajador (siervo autosuficiente) puede
ganar aquí un excedente por encima de sus medios de subsistencia
imprescindibles […] depende, bajo circunstancias en lo demás constantes, de
la proporción en la que se divide su tiempo de trabajo en tiempo de trabajo
para sí mismo y en tiempo de prestación personal servil para el señor [...]
En estas condiciones, el excedente de trabajo realizado [por los siervos]
sólo puede ser sustraído mediante una coerción extraeconómica, sea cual
fuere la forma que ésta asuma” (Marx, 1909, Vol. III: 917-18).
5. La expresión inglesa commons ha adquirido, con el uso, la condición de
sustantivo. Se refiere a “lo común” o lo “tenido en común”, casi siempre con
una connotación espacial. Hemos decidido traducirlo, según corresponda, como
“tierras comunes” o “lo común”. Varios autores han contribuido a la
discusión acerca de la permanencia de la “acumulación originaria” en
términos de enclosure (cercamiento) de los commons. Entre ellos cabe
mencionar, además de Silvia Federici, a George Caffentzis, Peter Linebaugh,
Massimo de Angelis, Nick Dyer-Witheford, al colectivo Midnight Notes
y a quienes contribuyen en la revista The Commoner. [N. de la T.]&
6. Para una discusión sobre la importancia de los bienes y derechos comunes
en Inglaterra, véase Joan Thrisk (1964), Jean Birrell (1987) y J. M. Neeson
(1993). Los movimientos ecologistas y eco-feministas han otorgado a lo común
un nuevo sentido político. Para una perspectiva eco-feminista de la
importancia de lo común en la economía de la vida de las mujeres, véase
Vandana Shiva (1989).
7. Para una discusión sobre la estratificación del campesinado europeo,
véase R. Hilton (1985:
116-17, 141-51) y J. Z. Titow (1969: 56-9). Es de especial importancia la
distinción entre libertad personal y libertad de tenencia. La primera
significaba que un campesino no era un siervo, a pesar de que él o ella
todavía tuvieran que proveer servicios laborales. La última quería decir que
un campesino tenía una tierra que no estaba asociada a obligaciones
serviles. En la práctica, ambas tendían a coincidir; esto comenzó a cambiar
no obstante cuando los campesinos libres comenzaron a adquirir tierras que
acarreaban cargas serviles a fin de expandir sus propiedades. Así,
“encontramos campesinos libres (liberi) en posesión de tierra villana
y encontramos villanos (villani, nativi) en posesión vitalicia
de tierras, aunque ambos casos son raros y ambos estaban mal considerados” (Titow,
1969: 56-7).
8. El examen de testamentos de Kibworth (Inglaterra) en el siglo XV,
realizado por Barbara Hanawalt, muestra que “en el 41 % de sus testamentos
los hombres prefirieron a hijos varones maduros, mientras que en un 29 % de
los casos eligieron sólo a la mujer o a la mujer y un hijo varón” (Hanawalt,
1986b: 155).
9. Hanawalt ve la relación matrimonial medieval entre campesinos como una
“sociedad”. “Las transacciones de tierra en las cortes feudales indican una
fuerte práctica de responsabilidad y toma de decisiones de ambos [...]
Marido y mujer también aparecen comprando y vendiendo terrenos para ellos o
para sus hijos” (Hanawalt, 1986b: 16). Sobre la contribución de las mujeres
al trabajo agrícola y al control del excedente de productos alimenticios,
véase Shahar (1983: 23942). Y sobre la contribución extralegal de las
mujeres a sus hogares, B. Hanawalt (1986b: 12). En Inglaterra, “el
espigamiento ilegal era la forma más común para una mujer de obtener más
granos para su familia” (Ibídem).
10. Ésta es la limitación de algunos de los estudios –en otro sentido
excelentes– producidos en años recientes sobre las mujeres en la Edad Media
por parte de una nueva generación de historiadoras feministas.
Comprensiblemente, la dificultad de presentar una visión sintética de un
campo cuyos contornos empíricos aún se están reconstruyendo ha llevado a
cierta tendencia hacia análisis descriptivos, enfocados sobre las
principales clasificaciones de la vida social de las mujeres: “la madre”,
“la trabajadora”, “mujeres en zonas rurales”, “mujeres en las ciudades”, con
frecuencia abstraídas del cambio social y económico y de la lucha social.
11. Como escribe J. Z. Titow en el caso de los campesinos bajo servidumbre:
“No es difícil ver por qué el aspecto personal del villanaje sería
eclipsado, en la mente de los campesinos, por el problema de los servicios
laborales [...] Las incapacidades que surgen del estatus alienado tendrían
lugar sólo esporádicamente [...] No así los servicios laborales, en
particular el trabajo semanal, que obligaba a un hombre a trabajar para su
terrateniente tantos días a la semana, todas las semana, además de prestar
otros servicios ocasionales” (Titow, 1969: 59).
12. “Si uno toma las primeras páginas de los registros de Abbots Langley: a
los hombres se los multaba por no ir a la cosecha, o por no ir con una
suficiente cantidad de hombres; llegaban tarde y cuando llegaban hacían mal
su trabajo o con haraganería. A veces no uno sino un grupo entero faltaba y
dejaba los cultivos del señor sin recoger. Otros incluso iban pero se
mostraban muy antipáticos”. (Bennett, 1967: 112)
13. La distinción entre “pueblo” y “ciudad” no siempre es clara. Para
nuestros propósitos en este trabajo, ciudad es un centro poblado con cédula
real, sede episcopal y mercado, mientras que pueblo es un centro poblado
(generalmente más pequeño que la ciudad) sin un mercado permanente.
14. El siguiente es un retrato estadístico de la pobreza rural en Picardy en el siglo XIII: indigentes y mendigos eran el 13 %; propietarios de pequeñas parcelas de tierra, económicamente tan inestables que una mala cosecha era una amenaza a su supervivencia, el 33 %; campesinos con más tierra pero sin animales de trabajo, el 36 %; campesinos ricos, el 19 % (Geremek, 1994: 57). En Inglaterra, en 1282, los campesinos con menos de tres acres de tierra –insuficientes para alimentar a una familia– representaban el 46 % del campesinado (ibídem).
15. La siguiente canción de las hiladoras de seda da una imagen gráfica de
la pobreza en la que
vivían las trabajadoras no cualificadas de las ciudades (Geremeck, 1994:
65):
Siempre hilando sábanas de seda
Y siempre sufriendo hambre y sed.
En los archivos municipales franceses, las hilanderas y otras asalariadas
eran asociadas con las prostitutas, posiblemente porque vivían solas y no
tenían una estructura familiar detrás. En las ciudades, las mujeres no sólo
sufrían pobreza sino también distanciamiento de los familiares, lo que las
hacía vulnerables al abuso (Hughes, 1975: 21; Geremek, 1994: 65-6; Otis
1985: 18-20; Milton, 1985: 212-13).
16. Para un análisis de las mujeres en los gremios medievales, véase
Maryanne Kowaleski y Judith M. Bennett (1989); David Herlihy (1995); y
Williams y Echols (2000).
17. (Russell, 1972: 136; Lea, 1961: 126-27). El movimiento de los pastoreaux
también fue provocado por los acontecimientos de Oriente, en este caso la
captura del rey Luis IX de Francia por los musulmanes, en Egipto, en 1249
(Hilton, 1973: 100-02). Un movimiento formado por “gente humilde y sencilla”
se organizó para liberarlo, pero rápidamente adquirió un carácter
anticlerical. Los pastoreaux reaparecieron en el sur de Francia en la
primavera y el verano de 1320, todavía “directamente influenciados por la
atmósfera de las cruzadas […] [No] tuvieron oportunidad de participar en la
cruzada en Oriente; en su lugar, usaron sus energías para atacar a las
comunidades judías del suroeste de Francia, Navarra y Aragón, muchas veces
con la complicidad de los consulados locales, antes de ser barridos o
dispersados por los funcionarios reales” (Barber, 1992: 135-36).
18. La Cruzada contra los albigenses (cátaros del pueblo de Albi, en el sur
de Francia) fue el primer ataque a gran escala contra los herejes y la
primera Cruzada contra europeos. El papa Inocencio III la puso en marcha en
las regiones de Toulouse y Montpellier después de 1209. A partir de ese
momento la persecución de los herejes se intensificó de forma dramática. En
1215, con ocasión del cuarto Sínodo Laterano, Inocencio III incluyó en los
cánones sinodales un conjunto de medidas que condenaban a los herejes al
exilio, a la confiscación de sus propiedades, al tiempo que los excluía de
la vida civil. Más tarde, en 1224, el emperador Federico II se unió a la
persecución con el ordenamiento Com ad conservandum, que definía la herejía
como un crimen de lesa maiestatis que debía ser castigado con la muerte en
la hoguera. En 1229, el Sínodo de Toulouse estableció que los herejes debían
ser identificados y castigados. Los herejes declarados y sus protectores
debían ser quemados en la hoguera. La casa donde un hereje era descubierto
debía ser destruida y la tierra sobre la que estaba construida debía ser
confiscada. Aquéllos que renegaban de sus creencias debían ser emparedados,
mientras que aquéllos que reincidieran habían de sufrir el suplicio de la
hoguera. Después, en 1231-1233, Gregorio IX instituyó un tribunal especial
con la función específica de erradicar la herejía: la Inquisición. En 1254
el papa Inocencio IV, con el consenso de los principales teólogos de la
época, autorizó el uso de la tortura contra los herejes (Vauchez, 1990:
163-65).
19. André Vauchez atribuye el “éxito” de la Inquisición a su procedimiento.
El arresto de sospechosos se preparaba en absoluto secreto. Al principio, la
persecución consistía en redadas contra las reuniones de los herejes,
organizadas en colaboración con las autoridades públicas. Más adelante,
cuando los valdenses y cátaros ya habían sido forzados a la clandestinidad,
se llamaba a los sospechosos a comparecer ante un tribunal sin decirles las
razones por las cuales habían sido convocados. El mismo secreto
caracterizaba el proceso de investigación. A los acusados no se les decían
los cargos en su contra y a quienes los denunciaban se les permitía mantener
su anonimato. Se dejaba libres a los sospechosos si daban información sobre
sus cómplices y prometían mantener sus confesiones en silencio. De esta
manera, cuando los herejes eran arrestados nunca podían saber si alguien de
su congregación había hablado en su contra (Vauchez, 1990: 167-68). Como
señala Italo Mereu, el trabajo de la Inquisición romana dejó cicatrices
profundas en la historia de la cultura europea, creando un clima de
intolerancia y sospecha institucional que continúa corrompiendo el sistema
legal hasta nuestros días. El legado de la Inquisición es una cultura de la
sospecha que depende de la acusación anónima y la detención preventiva y
trata a los sospechosos como si ya se hubiese demostrado su culpabilidad (Mereu,
1979).
20. Recordemos aquí la distinción de Friedrick Engels entre las creencias
herejes de campesinos y artesanos, asociadas a su oposición a la autoridad
feudal, y las de los burgueses, que eran principalmente una protesta contra
el clero (Engels, 1977: 43).
21. La politización de la pobreza, junto al surgimiento de una economía
monetaria, introdujeron un cambio decisivo en la actitud de la Iglesia hacia
los pobres. Hasta el siglo XIII, la Iglesia exaltó la pobreza como un estado
de santidad y se dedicó a la distribución de limosnas, tratando de convencer
a los pueblerinos de que aceptaran su situación y no envidiaran a los ricos.
En los sermones dominicales los curas prodigaban historias como la del pobre
Lázaro sentado en el cielo al lado de Jesús y viendo a su vecino rico pero
avaro ardiendo en llamas. La exaltación de la sancta paupertas (“santa
pobreza”) también servía para recalcar a los ricos la necesidad de la
caridad como medio de salvación. Con esta táctica, la Iglesia conseguía
donaciones sustanciales de tierras, edificios y dinero, supuestamente con el
fin de que se distribuyesen entre los necesitados; así se convirtió en una
de las instituciones más ricas de Europa. Pero cuando los pobres crecieron
en número y los herejes comenzaron a desafiar la codicia y la corrupción de
la Iglesia, el clero desechó sus homilías sobre la pobreza e introdujo
muchos “matices”. A partir del siglo XIII, la Iglesia afirmó que sólo la
pobreza voluntaria tenía mérito ante los ojos de Dios, como signo de
humildad y rechazo a los bienes materiales; en la práctica, esto significaba
que ahora sólo se brindaría ayuda a los “pobres que lo merecen”, es decir, a
los miembros empobrecidos de la nobleza y no a los que mendigaban en las
calles o en las puertas de la ciudad. A estos últimos se los veía cada vez
más como sospechosos de vagancia o fraude.
22. Entre los valdenses se dio una larga polémica acerca de cuál era la
forma correcta de mantenerse. Se resolvió en el Encuentro de Bérgamo de 1218
con una importante ruptura entre las dos ramas principales del movimiento.
Los valdenses franceses (Pobres de Lyon) optaron por una vida basada en la
limosna, mientras que los de Lombardía decidieron que uno debía vivir de su
propio trabajo y formar colectivos de trabajadores o cooperativas (congregationes
laborantium) (di Stefano, 1950: 775). Los valdenses lombardos conservaron
sus pertenencias –casas y otras formas de propiedad privada– y aceptaron el
matrimonio y la vida familiar (Little, 1978: 125).
23. Holmes (1975: 202), Milton (1973: 124) y N. Cohn (1970: 215-17). Según
los describe Engels, los taboritas eran el ala democrática revolucionaria
del movimiento nacional de liberación husita contra la nobleza alemana en
Bohemia. De esto, Engels sólo nos dice que “sus demandas reflejaban el deseo
del campesinado y las clases bajas urbanas de terminar con toda opresión
feudal” (Engels, 1977: 44n). Pero su sorprendente historia es narrada en
mayor detalle en The Inquisition of the Middle Ages, de H. C. Lea
(1961: 523-40), donde leemos que eran campesinos y gente humilde que no
querían nobles y señores entre ellos y que tenían tendencias republicanas.
Eran llamados taboritas porque en 1419, cuando los husitas de Praga fueron
atacados, siguieron viaje hasta el monte Tabor. Allí fundaron una nueva
ciudad que se convirtió en el centro tanto de la resistencia contra la
nobleza alemana, como de experimentos comunistas. La historia cuenta que,
cuando llegaron de Praga, sacaron unos grandes arcones en los que se le
pidió a cada uno que pusiera sus posesiones, para que todas las cosas
pudieran ser comunes. Aparentemente, este acuerdo colectivo no duró mucho,
pero su espíritu pervivió durante algún tiempo después de su desaparición (Demetz,
1997: 152-57). Los taboritas se distinguían de los ultraquistas en que,
entre sus objetivos, estaba incluida la independencia de Bohemia y la
retención de la propiedad que habían confiscado (Lea, 1961: 530). Ambos
coincidían en los cuatro artículos de fe que unían al movimiento husita
frente a enemigos externos:
I. Libre prédica de la Palabra de Dios; II. Comunión [tanto del vino como
del pan]; III. Abolición del dominio del clero sobre las posesiones
temporales y su retorno a la vida evangélica de Cristo y los apóstoles; IV.
Castigo de todas las ofensas a la ley divina sin excepción de persona o
condición. La unidad era muy necesaria. Para sofocar la revuelta de los
husitas, en 1421 la Iglesia envió un ejército de 150.000 hombres contra
taboritas y ultraquistas. “Cinco veces”, escribe Lea, “durante 1421, los
cruzados invadieron Bohemia y las cinco veces les derrotaron”. Dos años más
tarde, en el Sínodo de Siena, la Iglesia decidió que, si no se podía
derrotar militarmente a los herejes de Bohemia, había que aislarlos y
matarlos de hambre mediante un asedio. Pero eso también falló y las ideas
husitas continuaron difundiéndose en Alemania, Hungría y los territorios
eslavos del sur. Otro ejército de 100.000 hombres fue lanzado contra ellos
en 1431, de nuevo en vano. Esta vez los cruzados huyeron del campo de
batalla aún antes de que la batalla comenzara, al “oír el canto de batalla
de las temidas tropas husitas” (ibídem). Lo que, finalmente, destruyó
a los taboritas fueron las negociaciones entre la Iglesia y el ala moderada
de los husitas. Hábilmente, los diplomáticos eclesiásticos ahondaron en la
división entre los ultraquistas y los taboritas. Así, cuando se emprendió
otra cruzada contra los husitas, los ultraquistas se unieron a los barones
católicos pagados por el Vaticano y exterminaron a sus hermanos en la
batalla de Lipania, el 30 de mayo de 1434. Ese día 13.000 taboritas
resultaron muertos en el campo de batalla. Las mujeres del movimiento
taborita eran muy activas, al igual que en todos los movimientos herejes.
Muchas pelearon en la batalla por Praga en 1420, cuando 1.500 mujeres
taboritas cavaron una trinchera que defendieron con piedras y horquillas (Demetz,
1997).
24. Estas palabras –”el llamamiento a la igualdad social más conmovedor en
la historia de la lengua inglesa”, de acuerdo con el historiador R. B.
Dobson– fueron puestas en la boca de John Ball, para incriminarlo y hacerlo
aparecer como un idiota, por Jean Froissart, un cronista francés
contemporáneo, severo opositor a la Revuelta Campesina Inglesa. La primera
oración del sermón, que, según se decía (en la traducción de Lord Berners,
siglo XVI), John Ball había dado muchas veces, es la siguiente: “Ah,
vosotros, buena gente, las cosas no están bien en Inglaterra, no lo estarán
hasta que todo sea común, y hasta que no haya más siervos ni caballeros,
sino que estemos todos unidos, y los señores no sean más amos que nosotros”
(Dobson, 1983: 371).
25. Alrededor de 1210 la Iglesia había establecido la reclamación de la
abolición de la pena de muerte como un “error” hereje, que atribuía a los
valdenses y a los cátaros. Tan fuerte era la presuposición de que los
opositores a la Iglesia eran abolicionistas, que cada hereje que quería
someterse a la Iglesia tenía que afirmar que “el poder secular puede, sin
cometer el pecado capital, practicar juicios de sangre, con la condición de
que castigue con justicia, no por odio, con prudencia, sin precipitación” (Mergivern,
1997: 101). Como señala J. J. Mergiven, el movimiento hereje adoptó altura
moral en esta cuestión y “forzó a los “ortodoxos”, irónicamente, a asumir la
defensa de una práctica muy cuestionable” (ibídem, 103).
26. Entre las pruebas de la influencia de los bogomilos sobre los cátaros se
encuentran dos trabajos que “los cátaros de Europa occidental tomaron de los
bogomilos”: La visión de Isaías y La cena secreta, citados en la reseña de
literatura cátara de Wakefield y Evans (1969: 447-65). Los bogomilos eran a
la Iglesia oriental lo que los cátaros a la occidental. Además de su
maniqueísmo y antinatalismo, lo que más alarmaba a las autoridades
bizantinas era el “anarquismo radical”, la desobediencia civil y el odio de
clase de los bogomilos. Como escribió el presbítero Cosmas en sus sermones
contra ellos: “Enseñan a su gente a no obedecer a su amos, injurian a los
ricos, odian al rey, ridiculizan a los ancianos, condenan a los boyardos,
ven como viles ante los ojos de Dios a aquéllos que sirven al rey y prohíben
a los siervos trabajar para su patrón”. La herejía tuvo una enorme y larga
influencia en el campesinado de los Balcanes. “Los bogomilos predicaban en
el lenguaje del pueblo y su mensaje fue comprendido por el pueblo […] su
organización flexible, sus atractivas soluciones al problema del mal y su
compromiso con la protesta social hicieron al movimiento virtualmente
indestructible” (Browning, 1975: 164-66). La influencia de los bogomilos
sobre la herejía puede rastrearse en el uso, común en el siglo XIII, de la
expresión buggery [sodomía] para connotar primero herejía y después
homosexualidad (Bullough, 1976a: 76 y sig.). [Buggery es una palabra
que aún se utiliza en inglés como sinónimo de “sodomía”, y deriva de
“búlgaro”. A los bogomilos se los asociaba fundamentalmente con los pueblos
de la región que hoy ocupa Bulgaria. N. de la T.]
27. La prohibición que la Iglesia imponía a los casamientos y concubinatos
de los clérigos estaba motivada, más que por necesidad alguna de restaurar
su reputación, por el deseo de defender su propiedad, que estaba amenazada
por demasiadas subdivisiones y por el miedo a que las esposas de los curas
interfirieran excesivamente en las cuestiones del clero (McNamara y Wemple,
1988: 935). La resolución del Segundo Sínodo Laterano reforzó otra que ya
había sido adoptada en el siglo anterior, pero que no se había puesto en
práctica debido a una revuelta generalizada en su contra. La protesta
alcanzó su clímax en 1061, con una “rebelión organizada” que condujo a la
elección del Obispo de Parma como antipapa, bajo el título de Honorio II, y
a su posterior intento fallido de capturar Roma (Taylor, 1954: 35). El
Sínodo Laterano de 1123 no sólo prohibió los casamientos en el clero sino
que declaró nulos los existentes, imponiendo una situación de terror y
pobreza a las familias de los curas, especialmente a sus esposas e hijos (Brundage,
1987: 214, 216-17).
28 Los cánones reformados del siglo XII ordenaban a las parejas casadas
evitar el sexo durante los tres periodos de Cuaresma asociados con Pascua,
Pentecostés y Navidad, en cualquier domingo del año, en los días festivos
previos a recibir la comunión, en su noche de bodas, durante los periodos
menstruales de la esposa, durante el embarazo, durante la lactancia y
mientras hacían penitencia (Brundage, 1987: 198-99). Estas restricciones no
eran nuevas. Eran reafirmaciones de la sabiduría eclesiástica expresadas en
docenas de Penitenciales. Lo novedoso era su incorporación al cuerpo de la
Ley Canónica “que fue transformada en un instrumento efectivo para el
gobierno y disciplina eclesiásticas en el siglo XII”. Tanto la Iglesia como
los laicos reconocían que un requisito legal, con penalidades explícitas,
tendría un estatuto diferente a una penitencia sugerida por el confesor
personal de cada uno. En este periodo, las relaciones más íntimas entre
personas se convirtieron en asunto de abogados y criminólogos (Brundage,
1987: 578).
29. La relación entre las beguinas y la herejía es incierta. Mientras que
algunos de sus contemporáneos, como Jacques de Vitro –descrito por Carol
Neel como “un importante administrador eclesiástico”– apoyó su iniciativa
como una alternativa a la herejía, “fueron finalmente condenadas bajo
sospecha de herejía por el Sínodo de Vienne de 1312”, posiblemente por la
intolerancia del clero hacia las mujeres que escapaban al control masculino.
Las beguinas desaparecieron posteriormente “forzadas a dejar de existir por
la reprobación eclesiástica” (Neel, 1989: 324-27, 329, 333, 339).
30. Los ciompi eran los encargados de lavar, peinar y engrasar la lana para que pudiese ser trabajada. Eran considerados trabajadores no cualificados y tenían el estatus social más bajo. Ciompo es un término peyorativo que significa sucio y andrajoso, probablemente debido a que los ciompi trabajaban semidesnudos y siempre estaban engrasados y manchados con tintes. Su revuelta comenzó en julio de 1382, disparada por las noticias de que uno de ellos, Simoncino, había sido arrestado y torturado. Aparentemente le habían hecho revelar, bajo tortura, que los ciompi habían tenido reuniones secretas durante las cuales, besándose en la boca, habían prometido defenderse mutuamente de los abusos de sus empleadores. Al enterarse del arresto de Simoncino, los trabajadores corrieron hasta la casa del gremio de la industria de la lana (el Palazzo dell’Arte) para exigir la liberación de su compañero. Después, una vez liberado, ocuparon la casa del gremio, establecieron patrullas sobre el Ponte Vecchio y colgaron la insignia de los “gremios menores” (arti minori) de las ventanas de la sede del gremio. También ocuparon la alcaldía donde afirmaron haber encontrado una habitación llena de cuerdas de horca destinados a ellos, según creían. Aparentemente con la situación bajo control, los ciompi presentaron un petitorio exigiendo que se les incorporase al gobierno, que no se les siguiera castigando con la amputación de una mano por el impago de deudas, que los ricos pagaran más impuestos y que los castigos corporales fueran reemplazados por multas en dinero. La primera semana de agosto formaron una milicia y crearon tres nuevos oficios, mientras se hacían preparativos para unas elecciones en las que, por primera vez, participarían miembros de los ciompi. Su nuevo poder no duró, sin embargo, más de un mes, ya que los magnates de la lana organizaron un “cierre patronal” que los redujo al hambre. Después de ser derrotados, muchos fueron arrestados, colgados y decapitados; muchos más tuvieron que abandonar la ciudad en un éxodo que marcó el comienzo de la decadencia de la industria de la lana en Florencia (Rodolico, 1971: passim).
31 Tras la Peste Negra cada país europeo comenzó a condenar la vagancia y a perseguir el vagabundeo, la mendicidad y el rechazo al trabajo. Inglaterra tomó la iniciativa con el Estatuto de 1349 que condenaba los salarios altos y la vagancia, estableciendo que quienes no trabajasen, y no tuvieran ningún medio de supervivencia, tenían que aceptar trabajo. En Francia se emitieron ordenanzas similares en el año 1351 recomendando a la gente que no diera comida ni hospedaje a mendigos y vagabundos de buena salud. Una ordenanza posterior estableció, en 1354, que quienes permaneciesen ociosos, pasaran el tiempo en tabernas, jugando a los dados o mendigando, tenían que aceptar trabajo o afrontar las consecuencias; los infractores primerizos iban a prisión a pan y agua, mientras que los reincidentes eran puestos en el cepo y quienes infringían por tercera vez eran marcados a fuego en la frente. En la legislación francesa apareció un nuevo elemento que se convirtió en parte de la lucha moderna contra los vagabundos: el trabajo forzado. En Castilla una ordenanza introducida en 1387 permitía a los particulares arrestar a vagabundos y emplearlos durante un mes sin salario (Geremek, 1985: 53-65).
32 El concepto de “democracia de los trabajadores” puede parecer absurdo
cuando es aplicado a estas formas de gobierno. Pero debemos considerar que
en Estados Unidos, a menudo considerado
un país democrático, todavía ningún trabajador industrial se ha convertido
en presidente y que los órganos más altos de gobierno están completamente
ocupados por los representantes de la aristocracia económica.
33. Las remesas eran una liquidación de impuestos que los siervos campesinos
tenían que pagar en Cataluña para dejar sus tierras. Después de la Peste
Negra, los campesinos sujetos a las remesas también estaban sometidos a un
nuevo impuesto conocido como los malos usos que, en épocas anteriores, se
había aplicado de manera menos generalizada (Milton, 1973: 117-18). Estos
nuevos impuestos y los conflictos alrededor del uso de tierras abandonadas
dieron origen a una guerra regional prolongada, en cuyo transcurso los
campesinos catalanes reclutaron a un hombre cada tres familias. También
estrecharon sus lazos por medio de asociaciones juradas, tomaron decisiones
en asambleas campesinas y, para intimidar a los terratenientes, cubrieron
los campos de cruces y otros signos amenazadores. En la última fase de la
guerra exigieron el fin de la renta y el establecimiento de derechos
campesinos de propiedad (ibídem: 120-21, 133).
34 Así, la proliferación de burdeles públicos estuvo acompañada por una
campaña contra los homosexuales que se extendió incluso a Florencia, donde
la homosexualidad era una parte importante del tejido social “que atraía a
hombres de todas las edades, estados civiles y niveles sociales”. La
homosexualidad era tan popular en Florencia que las prostitutas solían usar
ropa masculina para atraer a sus clientes. Los signos de cambio vinieron de
dos iniciativas introducidas por las autoridades en 1403, cuando la ciudad
prohibió a los “sodomitas” acceder a cargos públicos e instituyó una
comisión de control dedicada a extirpar la homosexualidad: la Oficina de la
Decencia. Significativamente, el primer paso que dio la oficina fue preparar
la apertura de un nuevo burdel público, de tal manera que, en 1418, las
autoridades aún seguían buscando medios para erradicar la sodomía “de la
ciudad y el campo” (Rocke, 1997: 30-2, 35). Sobre la promoción de la
prostitución financiada públicamente como remedio contra la disminución de
la población y la “sodomía” por parte del gobierno florentino, véase también
Richard C. Trexler (1993: 32):
Como otras ciudades italianas del siglo XV, Florencia creía que la prostitución patrocinada oficialmente combatía otros dos males incomparablemente más importantes desde el punto de vista moral y social: la homosexualidad masculina –a cuya práctica se atribuía el oscurecimiento de la diferencia entre los sexos y por lo tanto de toda diferencia y decoro– y la disminución de la población legítima como consecuencia de una cantidad insuficiente de matrimonios. o:p>
Trexler señala que es posible encontrar la misma correlación entre la
difusión de la homosexualidad, la disminución de la población y el auspicio
estatal de la prostitución en Lucca, Venecia y Siena entre finales del siglo
XIV y principios del XV; señala también que el crecimiento en cantidad y
poder social de las prostitutas condujo finalmente a una reacción violenta,
de tal manera que mientras que:
[A] comienzos del siglo XV predicadores y estadistas habían creído
profundamente [en Florencia] que ninguna ciudad en la que las mujeres y los
hombres parecieran iguales podía sostenerse por mucho tiempo […] un siglo
más tarde se preguntaban si una ciudad podría sobrevivir cuando las mujeres
de clase alta no pudieran distinguirse de las prostitutas de burdel (Ibídem:
65).
35. En Toscana, donde la democratización de la vida política había llegado
más lejos que en cualquier otra región europea, en la segunda mitad del
siglo XV se dio una inversión de esta tendencia y una restauración del poder
de la nobleza promovida por la burguesía mercantil con el fin de bloquear el
ascenso de las clases bajas. En esa época se produjo una fusión orgánica
entre las familias de los mercaderes y las de la nobleza, por medio de
matrimonios y prerrogativas compartidas. Esto dio por terminada la movilidad
social, el logro más importante de la sociedad urbana y de la vida comunal
en la Toscana medieval (Luzzati, 1981: 187, 206).
Imágenes
Campesinos preparando la tierra para sembrar. |
Castigo por adulterio. Los amantes son guiados por la calle
atados entre sí. |
Mujer hereje condenada a la hoguera |
La Jacquerie
|
La Peste Negra destruyó un tercio de la población de Europa.
|
Burdel, de un grabado alemán del s. XV. |
John Hus martirizado en Gottlieben sobre el Rin en 1413. |
Alberto Durero, La caída del hombre (1510) |
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