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El Gran Calibán
La lucha contra el cuerpo rebelde
Y siendo la vida
un movimiento de miembros […] ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y
los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias
ruedas que dan movimiento al cuerpo entero.
Hobbes,
Leviatán, 1650
Sin embargo seré
una criatura más noble y, en el preciso momento en que mis necesidades naturales
me rebajen a la condición de Bestia, mi Espíritu surgirá, y remontará, y volará
hacia el trabajo de los ángeles.
Cotton Mather,
Diary, 1680-1708
[…] tened alguna Piedad de mí […]
pues mis Amigos son muy Pobres, y mi Madre está muy enferma, y yo voy a morir el
próximo miércoles por la Mañana, por eso espero que usted sea lo suficientemente
bueno como para darle a mis Amigos una pequeña Insignificancia de Dinero para
que paguen el Ataúd y la Mortaja, para que puedan retirar mi cuerpo del Árbol en
el que voy a morir […] y no sea débil de Corazón […] espero que usted tenga en
Consideración mi pobre Cuerpo, considérelo como si fuera el suyo, usted querría
que su propio Cuerpo estuviera a salvo de los Cirujanos.
Carta
de Richard Tobin, condenado a muerte en Londres en 1739
Una de las condiciones para el
desarrollo capitalista fue el proceso que Michel Foucault definió como “disciplinamiento
del cuerpo”, que desde mi punto de vista consistió en un intento por parte del
estado y de la Iglesia en transformar las potencias del individuo en fuerza de
trabajo. Este capítulo examina la forma en la que se concibió esta
transformación en los debates filosóficos de la época y las intervenciones
estratégicas que se generaron en torno a la misma.
En el siglo XVI, en las zonas de Europa occidental más
afectadas por la Reforma Protestante y por el surgimiento de una burguesía
mercantil, se observa la emergencia en todos los campos –el teatro, el púlpito,
la imaginación política y filosófica– de un nuevo concepto de persona. Su
encarnación ideal es el Próspero de Shakespeare de La tempestad (1612), que
combina la espiritualidad celestial de Ariel y la materialidad brutal de
Calibán. Sin embargo, su figura delata cierta ansiedad sobre el equilibrio que
se había alcanzado, lo que hace imposible cualquier orgullo por la especial
posición del “Hombre” en el Orden de los Seres.1
Al derrotar a Calibán, Próspero debe admitir que “este ser de tinieblas es mío”,
recordándole así a su audiencia que, en tanto humanos, es verdaderamente
problemático que seamos a la vez el ángel y la bestia.
En el siglo XVII, lo que permanece en Próspero como aprensión subliminal se
concreta como conflicto entre la Razón y las Pasiones del Cuerpo, lo cual da un
nuevo sentido a los clásicos temas judeocristianos para producir un novedoso
paradigma antropológico. El resultado es la reminiscencia de las escaramuzas
medievales entre ángeles y demonios por la posesión del alma que parte hacia el
más allá. Pero el conflicto está ahora escenificado dentro de la persona, que es
presentada como un campo de batalla en el que existen elementos opuestos en
lucha por la dominación. Por un lado, están las “fuerzas de la Razón”: la
parsimonia, la prudencia, el sentido de la responsabilidad, el autocontrol. Por
otro lado, están los “bajos instintos del Cuerpo”: la lascivia, el ocio, la
disipación sistemática de las energías vitales que cada uno posee. Este combate
se libra en distintos frentes ya que la Razón debe mantenerse atenta ante los
ataques del ser carnal y evitar que (en palabras de Lutero) la “sabiduría de la
carne” corrompa los poderes de la mente. En los casos extremos, la persona se
convierte en un terreno de la lucha de todos contra todos:
No me dejéis ser nada, si
dentro de la brújula de mi ser no encuentro la Batalla de Lepanto: las Pasiones
contra la Razón, la Razón contra la Fe, la Fe contra el Demonio y mi Conciencia
contra todos ellos. (Thomas Browne, 1928: 76)
A lo largo de este proceso tiene lugar un cambio en el
campo metafórico, en tanto que la representación filosófica de la psicología
individual se apropia de imágenes del estado como entidad política, para sacar a
la luz un paisaje habitado por “gobernantes” y “sujetos rebeldes”, “multitudes”
y “sediciones”, “cadenas” y “órdenes imperiosas” e incluso por el verdugo (como
dice Thomas Browne) (ibídem: 72).2
Como veremos, este conflicto entre la Razón y
el Cuerpo, descrito por los filósofos como un enfrentamiento desenfrenado entre
“lo mejor” y “lo más bajo”, que no puede ser atribuido sólo al gusto por lo
figurativo durante el Barroco, será purificado más tarde para favorecer un
lenguaje “más masculino”.3
El discurso sobre la persona en el siglo XVII
imagina el desarrollo de una batalla en el microcosmos del individuo que sin
duda se fundamenta en la realidad de la época. Éste es un aspecto del proceso
más general de reforma social, a partir de la cual, ya en la “Era de la Razón”,
la burguesía emergente intentó amoldar a las clases subordinadas a las
necesidades de desarrollo de la economía capitalista.
En el intento de formar un nuevo tipo de individuo, la burguesía entabló esa
batalla contra el cuerpo que se convirtió en su impronta histórica. De acuerdo
con Max Weber, la reforma del cuerpo está en el corazón de la ética burguesa
porque el capitalismo hace de la adquisición “el objetivo final de la vida”, en
lugar de tratarla como medio para satisfacer nuestras necesidades; por lo tanto,
necesita que perdamos el derecho a cualquier forma espontánea de disfrutar de la
vida (Weber, 1958: 53). El capitalismo intenta también superar nuestro “estado
natural” al romper las barreras de la naturaleza y al extender el día de trabajo
más allá de los límites definidos por la luz solar, los ciclos estacionales y el
cuerpo mismo, tal y como estaban constituidos en la sociedad pre-industrial.
También Marx concibe la alienación del cuerpo como un
rasgo distintivo de la relación entre el capitalista y el obrero. Al transformar
el trabajo en una mercancía, el capitalismo hace que los trabajadores subordinen
su actividad a un orden externo sobre el que no tienen control y con el cual no
se pueden identificar. De este modo, el proceso de trabajo se convierte en un
espacio de extrañamiento: el trabajador “sólo se siente en sí fuera del trabajo,
y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja
no está en lo suyo” (Marx, 1961: 72). Por otra parte, en el desarrollo de una
economía capitalista, el trabajador se convierte (aunque sólo sea formalmente)
en “libre dueño” de “su” fuerza de trabajo, que (a diferencia del esclavo) puede
poner a disposición del comprador por un periodo limitado de tiempo. Esto
implica que “ha de poder disponer libremente de su fuerza de trabajo” (sus
energías, sus facultades) “como de su propia
mercancía” (Marx, 1909, T. I: 186).4
Esto también conduce a un sentido de
disociación con respecto al cuerpo, que viene redefinido y reducido a un objeto
con el cual la persona deja de estar inmediatamente identificada.
La imagen de un trabajador que vende libremente su trabajo, o que entiende su
cuerpo como un capital que ha de ser entregado al mejor postor, está referida a
una clase trabajadora ya moldeada por la disciplina del trabajo capitalista.
Pero no es sino hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando puede vislumbrarse
un trabajador como éste –templado, prudente, responsable, orgulloso de poseer un
reloj (Thompson, 1964) y que considera las condiciones impuestas por el modo de
producción capitalista como “leyes de la naturaleza”
(Marx, 1909, T. I: 809)–; un tipo de trabajador que personifica a la
utopía capitalista y es punto de referencia para Marx.
La situación era completamente diferente en el periodo de
acumulación originaria, cuando la burguesía emergente descubrió que la
“liberación de fuerza de trabajo” –es decir, la expropiación de las tierras
comunes del campesinado– no fue suficiente para forzar a los proletarios
desposeídos a aceptar el trabajo asalariado. A diferencia del Adán de Milton,
quien, al ser expulsado del Jardín del Edén, marchó alegremente hacia una vida
dedicada al trabajo,5
los trabajadores y artesanos expropiados no
aceptaron trabajar por un salario de forma pacífica. La mayor parte de las veces
se convirtieron en mendigos, vagabundos o criminales. Haría falta un largo
proceso para producir una fuerza de trabajo disciplinada. Durante los siglos XVI
y XVII, el odio hacia el trabajo asalariado era tan intenso que muchos
proletarios preferían arriesgarse a terminar en la horca que subordinarse a las
nuevas condiciones de trabajo (Hill, 1975: 219-39).6
Esta fue la primera crisis capitalista, mucho más seria
que todas las crisis comerciales que amenazaron los cimientos del sistema
capitalista durante la primera fase de su desarrollo.7
Como es bien sabido, la respuesta de la
burguesía fue la multiplicación de las ejecuciones; la construcción de un
verdadero régimen de terror, implementado a través de la intensificación de las
penas (en particular las que castigaban los crímenes contra la propiedad); y la
introducción de “leyes sangrientas” contra los vagabundos con la intención de
fijar a los trabajadores a los trabajos que se les había impuesto, de la misma
manera que, en su momento, los siervos estuvieron fijados a la tierra. Sólo en
Inglaterra, 72.000 personas fueron colgadas por Enrique VIII durante los treinta
y ocho años de su reinado; y la masacre continuó hasta finales del siglo XVI. En
la década de 1570, entre 300 y 400 “delincuentes” fueron “devorados por las
horcas en un lugar u otro cada año” (Hoskins, 1977: 9). Sólo en Devon, setenta y
cuatro personas fueron colgadas durante 1598 (ibídem).
Pero la violencia de la clase dominante no se limitó a
reprimir a los transgresores. También apuntaba hacia una transformación radical
de la persona, pensada para erradicar del proletariado cualquier comportamiento
que no condujera a la imposición de una disciplina de trabajo más estricta. Las
dimensiones de este ataque pueden verse en la legislación social que, a mediados
del siglo XVI, fue introducida en Inglaterra y Francia. Se prohibieron los
juegos, en particular aquellos que, además de ser inútiles, debilitaban el
sentido de responsabilidad del individuo y la “ética del trabajo”. Se cerraron
tabernas y baños públicos. Se establecieron castigos para la desnudez y también
para otras formas “improductivas” de sexualidad y sociabilidad. Se prohibió
beber, decir palabrotas e insultar.8
En medio de este vasto proceso de ingeniería social comenzó a tomar forma una
nueva concepción sobre el cuerpo y una nueva política sobre éste. La novedad fue
el ataque al cuerpo como fuente de todos los males, si bien fue estudiado con
idéntica pasión con la que, en los mismos años, se animó la investigación sobre
los movimientos celestes.
¿Por qué el cuerpo fue tan importante para la política
estatal y el discurso intelectual? Una se siente tentada a responder que esta
obsesión por el cuerpo refleja el miedo que inspiraba el proletariado en la
clase dominante.9
Era el mismo miedo que sentían por igual el
burgués o el noble, quienes, dondequiera que fuesen, en las calles o durante sus
viajes, eran asediados por una muchedumbre amenazadora que imploraba ayuda o se
preparaba para robarles. Era también el mismo miedo que sentían aquéllos que
dirigían la administración del estado, cuya consolidación se veía continuamente
debilitada –pero también determinada– por la amenaza de los disturbios y de los
desórdenes sociales.
Sin embargo eso no era todo. No hay que olvidar que el
proletariado mendicante y revoltoso –que forzaba a los ricos a viajar en coches
de caballos para escapar de sus ataques o a irse a la cama con dos pistolas bajo
la almohada– fue el mismo sujeto social que aparecía, cada vez más, como la
fuente de toda la riqueza. Era el mismo proletariado sobre el que los
mercantilistas, los primeros economistas de la sociedad capitalista, nunca se
cansaron de repetir (aunque no sin dudarlo) que “mientras más, mejor”,
lamentándose frecuentemente de que tantos cuerpos se desperdiciaran en la horca.10
Habrían de pasar muchas décadas antes de que el concepto del valor del trabajo
entrara en el panteón del pensamiento económico. Pero el hecho de que el trabajo
(la “industria”), más que la tierra o cualquier otra “riqueza natural”, se
convirtiera en la fuente principal de acumulación era una verdad bien
comprendida en una época en la que el bajo nivel de desarrollo tecnológico hizo
de los seres humanos el recurso productivo más importante. Como dijo Thomas Mun
(el hijo de un comerciante londinense y portavoz de la doctrina mercantilista):
[…] sabemos que nuestras
propias mercaderías no nos producen tanta ganancia como nuestra industria […]
Pues el Hierro no es de gran valor si está en las Minas, cuando se lo compara
con el uso y las ventajas que arroja cuando es extraído, probado, transportado,
comprado, vendido, fundido en armamento, Mosquetes […] forjado en Anclas,
Bulones, Púas, Clavos y cosas similares, para ser usado en Embarcaciones, Casas,
Carros, Coches, Arados y otros instrumentos de Cultivo (Abbott, 1946: 2).
Incluso el Próspero de Shakespeare insiste en este hecho económico fundamental
en un breve parlamento sobre el valor del trabajo, que él da a Miranda después
de que ella manifestase el disgusto absoluto que le producía Calibán:
Sí, pero le necesitamos.
Enciende el fuego, trae la leña y nos hace trabajos muy útiles.
Shakespeare,
La tempestad, Acto I, Escena 2.
El cuerpo, entonces, pasó al primer plano de las políticas sociales porque
aparecía no sólo como una bestia inerte ante los estímulos del trabajo, sino
como un recipiente de fuerza de trabajo, un medio de producción, la máquina de
trabajo primaria. Ésta es la razón por la que, en las estrategias que adoptó el
estado hacia el cuerpo, encontramos mucha violencia, pero también mucho interés;
y el estudio de los movimientos y propiedades del cuerpo se convirtió en el
punto de partida para buena parte de la especulación teórica de la época –ya sea
utilizado, como Descartes, para afirmar la inmortalidad del alma; o para
investigar, como Hobbes, las premisas de la gobernabilidad social.
Efectivamente, una de las principales preocupaciones de
la nueva filosofía mecánica era la mecánica del cuerpo,
cuyos elementos constitutivos –desde la circulación de la sangre hasta la
dinámica del habla, desde los efectos de las sensaciones hasta los movimientos
voluntarios e involuntarios– fueron separados y clasificados en todos sus
componentes y posibilidades. El Tratado del Hombre
(publicado en 1664)11
es un verdadero manual anatómico, aunque la
anatomía que realiza es tanto psicológica como física. Una tarea fundamental de
la empresa de Descartes fue instituir una divisoria ontológica entre un dominio
considerado puramente mental y otro puramente físico. Cada costumbre, actitud y
sensación queda definida de esta manera; sus límites están marcados, sus
posibilidades sopesadas con tal meticulosidad que uno tiene la impresión de que
el “libro de la naturaleza humana” ha sido abierto por primera vez o, de forma
más probable, que una nueva tierra ha sido descubierta y los conquistadores se
están aprestando a trazar un mapa de sus senderos, recopilar la lista de sus
recursos naturales, evaluar sus ventajas y desventajas.
En este aspecto, Hobbes y Descartes fueron representantes
de su época. El cuidado que exhiben en la exploración de los detalles de la
realidad corporal y psicológica reaparece en el análisis puritano de las
inclinaciones y talentos
individuales.12
Este último selló el comienzo de una
psicología burguesa, que, en este caso, estudiaba explícitamente todas las
facultades humanas desde el punto de vista de su potencial para el trabajo y su
contribución a la disciplina. Otro signo de la nueva curiosidad por el cuerpo y
“de un cambio con respecto a las formas de ser y las costumbres de épocas
anteriores que permitieron que el cuerpo pudiera abrirse” (según las palabras de
un médico del siglo XVII), fue el desarrollo de la
anatomía
como disciplina científica, después de su relegación a la oscuridad
intelectual durante la Edad Media (Wightman, 1972: 90-9; Galzigna, 1978).
Pero al mismo tiempo que el cuerpo aparecía como el
principal protagonista en la escena filosófica y política, un aspecto
sorprendente de estas investigaciones fue la concepción degradada que se
formaron del mismo. El “teatro anatómico”13
expone a la vista pública un cuerpo
desencantado y profanado, que sólo en principio puede ser concebido como el
emplazamiento del alma, y que en cambio es tratado como una realidad separada
(Galzigna, 1978: 163-64).14 A
los ojos del anatomista, el cuerpo es una fábrica, tal y como muestra el título
fundamental de Andrea Vesalius sobre su trabajo de la “industria de la
disección”: De humani corporis fabrica (1543). En
la filosofía mecanicista se describe al cuerpo por analogía con la
máquina, con frecuencia poniendo el énfasis en su
inercia. El cuerpo es concebido como materia en bruto, completamente
divorciado de cualquier cualidad racional: no sabe, no desea, no siente. El
cuerpo es puramente una “colección de miembros” dice Descartes en su
Discurso del método de 1634 (1973, Vol. I: 152). Nicolás Malebranche, en
Entretiens sur la métaphysique, sur la religion et sur la mort [Diálogos
sobre la metafísica, la religión y la muerte] (1688) se hace eco de esto
y formula la pregunta decisiva: “¿Puede el cuerpo pensar?”; para responder
inmediatamente: “No, sin duda alguna, pues todas las modificaciones de tal
extensión consisten sólo en ciertas relaciones de distancia; y es obvio que esas
relaciones no son percepciones, razonamientos, placeres, deseos, sentimientos,
en una palabra, pensamientos” (Popkin, 1966: 280). También para Hobbes, el
cuerpo es un conglomerado de movimientos mecánicos que, al carecer de poder
autónomo, opera a partir de una causalidad externa, en un juego de atracciones y
aversiones donde todo está regulado como en un autómata (Leviatán,
Parte I, Capítulo VI).
Sin embargo, lo que sostiene Michel Foucault acerca de la filosofía mecanicista
es cierto, al igual que lo que mantiene con respecto de las disciplinas sociales
de los siglos XVII y XVIII (Foucault, 1977: 137). En este periodo encontramos
una perspectiva distinta de la del ascetismo medieval, donde la degradación del
cuerpo tenía una función puramente negativa, que buscaba establecer la
naturaleza temporal e ilusoria de los placeres terrenales y consecuentemente la
necesidad de renunciar al cuerpo mismo.
En la filosofía mecanicista se percibe un nuevo espíritu
burgués, que calcula, clasifica, hace distinciones y degrada al cuerpo sólo para
racionalizar sus facultades, lo que apunta no sólo a intensificar su sujeción,
sino a maximizar su utilidad social (ibídem:
137-38). Lejos de renunciar al cuerpo, los teóricos mecanicistas trataban de
conceptualizarlo, de tal forma que sus operaciones se hicieran inteligibles y
controlables. De ahí viene el orgullo (más que conmiseración) con el que
Descartes insiste en que “esta máquina” (como él llama al cuerpo de manera
persistente en el
Tratado del hombre) es sólo un autómata y que no
debe hacerse más duelo por su muerte que por la rotura de una herramienta.15
Por cierto, ni Hobbes ni Descartes dedicaron mucha atención a los asuntos
económicos y sería absurdo leer en sus filosofías las preocupaciones cotidianas
de los comerciantes ingleses u holandeses. Sin embargo, no podemos evitar
observar las importantes contribuciones que sus especulaciones acerca de la
naturaleza humana hicieron a la aparición de una ciencia capitalista del
trabajo. El planteamiento de que el cuerpo es algo mecánico, vacío de cualquier
teleología intrínseca –las “virtudes ocultas” atribuidas al cuerpo tanto por la
magia natural, como por las supersticiones populares de la época– era hacer
inteligible la posibilidad de subordinarlo a un proceso de trabajo que dependía
cada vez más de formas de comportamiento uniformes y predecibles.
Una vez que sus mecanismos fueron deconstruídos, y reducido a una herramienta,
el cuerpo pudo ser abierto a la manipulación infinita de sus poderes y
posibilidades. Se hizo posible investigar los vicios y los límites de la
imaginación, las virtudes del hábito, los usos del miedo, cómo ciertas pasiones
pueden ser evitadas o neutralizadas y cómo pueden utilizarse de forma más
racional. En este sentido, la filosofía mecanicista contribuyó a incrementar el
control de la clase dominante sobre el mundo natural, lo que constituye el
primer paso, y también el más importante, en el control sobre la naturaleza
humana. Así como la naturaleza, reducida a “Gran
Máquina”, pudo ser conquistada y (según las palabras de Bacon) “penetrada en
todos sus secretos”, de la misma manera el cuerpo,
vaciado de sus fuerzas ocultas, pudo ser “atrapado en un sistema de sujeción”,
donde su comportamiento pudo ser calculado, organizado, pensado técnicamente e
“investido de relaciones de poder” (Foucault, 1977: 30).
Para Descartes existe una identidad entre el cuerpo y la naturaleza, ya que
ambos están compuestos por las mismas partículas y ambos actúan obedeciendo
leyes físicas uniformes puestas en marcha por la voluntad de Dios. De esta
manera, el cuerpo cartesiano no sólo se empobrece y pierde toda virtud mágica;
en la gran divisoria ontológica que instituye Descartes entre la esencia de la
humanidad y sus condiciones accidentales, el cuerpo está divorciado de la
persona, está literalmente deshumanizado. “No soy este cuerpo”, insiste
Descartes a lo largo de sus Meditaciones
(1641). Y, efectivamente, en su filosofía, el cuerpo confluye con un
continuum mecánico de materia que la voluntad puede contemplar, ahora sin
trabas, como objeto propio de dominación.
Como veremos, Descartes y Hobbes expresan dos proyectos
diferentes en relación con la realidad corporal. En el caso de Descartes, la
reducción del cuerpo a materia mecánica hace posible el desarrollo de mecanismos
de autocontrol que sujetan el cuerpo a la voluntad. Para Hobbes, por su parte,
la mecanización del cuerpo sirve de justificación para la sumisión total del
individuo al poder del estado. En ambos, sin embargo, el resultado es una
redefinición de los atributos corporales que, al menos idealmente, hacen al
cuerpo apropiado para la regularidad y el automatismo exigido por la disciplina
del trabajo capitalista.16
Pongo el énfasis en el “idealmente” porque,
en los años en que Descartes y Hobbes escribían sus tratados, la clase dominante
tenía que enfrentarse con una corporalidad que era muy diferente de la que
aparecía en las prefiguraciones de estos filósofos.
De hecho, es difícil reconciliar los cuerpos insubordinados que rondan la
literatura social del “Siglo de Hierro” con las imágenes de relojes por medio de
las cuales Descartes y Hobbes representaban al cuerpo en sus trabajos. No
obstante, aun cuando aparentemente están distanciadas de los asuntos cotidianos
de la lucha de clases, es en las especulaciones de estos dos filósofos donde se
encuentra la primera conceptualización de la transformación del cuerpo en una
máquina de trabajo, lo que constituye una de las principales tareas de la
acumulación originaria. Cuando, por ejemplo, Hobbes declara que “el corazón (no
es) sino un resorte […] y
las
articulaciones sino varias ruedas”, percibimos en sus palabras un
espíritu burgués, en el que no sólo el trabajo es la
condición y motivo de existencia del cuerpo, sino que también siente la
necesidad de transformar todos los poderes corporales en fuerzas de trabajo.
Este proyecto constituye una pista a la hora de comprender por qué tanta
especulación filosófica y religiosa de los siglos XVI y XVII está compuesta de
una verdadera vivisección del cuerpo humano, por
medio de la cual se decidía cuáles de sus propiedades podían vivir y cuáles, en
cambio, debían morir. Se trataba de una alquimia social
que no convertía metales corrientes en oro, sino poderes corporales en
fuerzas de trabajo. La misma relación que el capitalismo introdujo entre la
tierra y el trabajo estaba así también empezando a tomar el control sobre la
relación entre el cuerpo y el trabajo. Mientras el trabajo empezaba a ser
considerado como una fuerza dinámica capaz de un desarrollo infinito, el cuerpo
aparecía como materia inerte y estéril que sólo la voluntad podía mover,
partiendo de una condición similar a la establecida por la física de Newton para
la masa y el movimiento, en la que la masa tendía a la inercia a menos que se
aplicara sobre ella una fuerza. Del mismo modo que la tierra, el cuerpo tenía
que ser cultivado y antes que nada descompuesto en partes, de tal manera que
pudiera liberar sus tesoros escondidos. Pues mientras el cuerpo es la
condición de existencia de la fuerza de trabajo,
es también su límite, ya que constituye el principal elemento de resistencia a
su utilización. No era suficiente, entonces, decidir que
en sí mismo el cuerpo no tenía valor. El cuerpo tenía que vivir para que
la fuerza de trabajo pudiera vivir.
Lo que murió fue el concepto del cuerpo como receptáculo de poderes mágicos que
había predominado en el mundo medieval. En realidad, este concepto fue
destruido. Detrás de la nueva filosofía encontramos la vasta iniciativa del
estado, a partir de la cual lo que los filósofos clasificaron como “irracional”
fue considerado crimen. Esta intervención estatal fue el “subtexto” necesario de
la filosofía mecanicista. El “saber” puede convertirse en “poder” solamente
haciendo cumplir sus prescripciones. Esto significa que el cuerpo mecánico, el
cuerpo-máquina, no podría haberse convertido en modelo de comportamiento social
sin la destrucción, por parte del estado, de una amplia gama de creencias
pre-capitalistas, prácticas y sujetos sociales cuya existencia contradecía la
regulación del comportamiento corporal prometido por la filosofía mecanicista.
Es por esto que, en plena “Edad de la Razón” –la edad del escepticismo y la duda
metódica– encontramos un ataque feroz al cuerpo, firmemente apoyado por muchos
de los que suscribían la nueva doctrina.
Así es como debemos leer el ataque contra la brujería y contra la visión mágica
del mundo que, a pesar de los esfuerzos de la Iglesia, había seguido siendo
predominante a nivel popular durante la Edad Media. El sustrato mágico formaba
parte de una concepción animista de la naturaleza que no admitía ninguna
separación entre la materia y el espíritu, y de este modo imaginaba el cosmos
como un organismo viviente, poblado de fuerzas
ocultas, donde cada elemento estaba en relación “favorable” con el resto. De
acuerdo con esta perspectiva, en la que la naturaleza era vista como un universo
de signos y señales marcado por afinidades invisibles que tenían que ser
descifradas (Foucault, 1970: 26-7), cada elemento –las hierbas, las plantas, los
metales y la mayor parte del cuerpo humano– escondía virtudes y poderes que le
eran peculiares. Es por esto que existía una variedad de practicas diseñadas
para apropiarse de los secretos de la naturaleza y torcer sus poderes de acuerdo
a la voluntad humana. Desde la quiromancia hasta la adivinación, desde el uso de
hechizos hasta la curación receptiva, la magia abría una gran cantidad de
posibilidades. Había hechizos diseñados para ganar juegos de cartas, para
interpretar instrumentos desconocidos, para volverse invisible, para conquistar
el amor de alguien, para ganar inmunidad en una guerra, para hacer dormir a los
niños (Thomas, 1971; Wilson, 2000).
La erradicación de estas prácticas era una condición necesaria para la
racionalización capitalista del trabajo, dado que la magia aparecía como una
forma ilícita de poder y un instrumento para obtener lo
deseado sin trabajar, es decir, aparecía como la puesta en práctica de
una forma de rechazo al trabajo. “La magia mata a la industria”, se lamentaba
Francis Bacon, admitiendo que nada encontraba más repulsivo que la suposición de
que uno podía lograr cosas con un puñado de recursos inútiles y no con el sudor
de su propia frente (Bacon, 1870: 381).
Por otra parte, la magia se apoyaba en una concepción cualitativa del espacio y
del tiempo que impedía la normalización del proceso de trabajo. ¿Cómo podían los
nuevos empresarios imponer hábitos repetitivos a un proletariado anclado en la
creencia de que hay días de suerte y días sin suerte, es decir, días en los que
uno puede viajar y otros en los que uno no debe moverse de su casa, días buenos
para casarse y otros en los que cualquier iniciativa debe ser prudentemente
evitada? Una concepción del cosmos que atribuía poderes especiales al individuo
–la mirada magnética, el poder de volverse invisible, de abandonar el cuerpo, de
encadenar la voluntad de otros por medio de encantos mágicos– era igualmente
incompatible con la disciplina del trabajo capitalista.
No sería fructífero investigar si estos poderes eran reales o imaginarios. Puede
decirse que todas las sociedades precapitalistas han creído en ellos y que, en
tiempos recientes, hemos sido testigos de una revalorización de prácticas que,
en la época a la que nos referimos, hubiesen sido condenadas por brujería. Éste
es, por ejemplo, el caso del creciente interés por la parapsicología y la
bioautoregulación, que se aplican cada vez más, incluso en la medicina
convencional. El renovado interés por las creencias mágicas es posible hoy
porque ya no representan una amenaza social.
La mecanización del cuerpo es hasta tal punto constitutiva del individuo que, al
menos en los países industrializados, la creencia en fuerzas ocultas no pone en
peligro la uniformidad del comportamiento social. También se admite que la
astrología reaparezca, con la certeza de que aun el consumidor más asiduo de
cartas astrales consultará automáticamente el reloj antes de ir a trabajar.
Sin embargo, ésta no era una opción para la clase dominante del siglo XVII que,
en esta fase inicial y experimental del desarrollo capitalista, no había
alcanzado el control social necesario como para neutralizar la práctica de la
magia, y que tampoco podía integrar funcionalmente la magia en la organización
de la vida social. Desde su punto de vista, poco importaba si los poderes que la
gente decía tener, o aspiraba a tener, eran reales o no, pues la mera existencia
de creencias mágicas era una fuente de insubordinación social.
Tomemos, por ejemplo, la difundida creencia en la posibilidad de encontrar
tesoros escondidos con la ayuda de hechizos mágicos (Thomas, 1971: 234-37). Esta
creencia era ciertamente un obstáculo a la instauración de una disciplina del
trabajo rigurosa y cuya aceptación fuera inherente. Igualmente amenazador fue el
uso que las clases bajas hicieron de las profecías
que, particularmente durante la Revolución Inglesa (como ya lo habían hecho en
la Edad Media), sirvieron para formular un programa de lucha (Elton, 1972: 142 y
sg.). Las profecías no son simplemente la expresión de una resignación
fatalista. Históricamente han sido un medio por el cual los “pobres” han
expresado sus deseos con el fin de dotar de legitimidad a sus planes y motivarse
para actuar. Hobbes reconoció esto cuando advirtió que “No hay nada que […]
dirija tan bien a los hombres en sus deliberaciones como la previsión de las
consecuencias de sus acciones; la profecía es muchas veces la causa principal de
los acontecimientos pronosticados” (Hobbes, “Behemot”,
Works VI: 399).
Pero más allá de los peligros que planteaba la magia, la
burguesía tenía que combatir su poder porque debilitaba el principio de
responsabilidad individual, ya que la magia relacionaba las causas de la acción
social con las estrellas, lo que estaba fuera de su alcance y su control. De ese
modo, mediante la racionalización del espacio y del tiempo que caracterizó a la
especulación filosófica de los siglos XVI y XVII, la profecía fue reemplazada
por el cálculo de probabilidades, cuya ventaja,
desde el punto de vista capitalista, es que el futuro puede ser anticipado sólo
en tanto se suponga la regularidad y la inmutabilidad del sistema; es decir,
sólo en tanto se suponga que el futuro será como el pasado y que ningún cambio
mayúsculo, ninguna revolución, alterará las condiciones en las que los
individuos toman decisiones. De manera similar, la burguesía tuvo que combatir
la suposición de que es posible estar en dos sitios al mismo tiempo, pues la
fijación del cuerpo en el espacio y en el tiempo, es decir,
la identificación espacio-temporal del individuo, es una condición
esencial para la regularidad del proceso de trabajo.17
La incompatibilidad de la magia con la disciplina del
trabajo capitalista y con la exigencia de control social es una de las razones
por las que el estado lanzó una campaña de terror en su contra –un terror
aplaudido sin reservas por muchos de los que hoy en día son considerados
fundadores del racionalismo científico: Jean Bodin, Mersenne, el filósofo
mecanicista y miembro de la Royal Society, Richard Boyle, y el maestro de
Newton, Isaac Barrow.18
Incluso el materialista Hobbes, a la vez que
mantenía distancia, dio su aprobación. “En cuanto a [las brujas]”, escribió, “no
creo que su brujería encierre ningún poder efectivo: pero justamente se las
castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además,
por su propósito de hacerlo si pudieran” (1963: 67). Defendió que si se
eliminaran estas supersticiones, “los hombres estarían más dispuestos de lo que
lo están a la obediencia cívica” (ibídem).
Hobbes estaba bien asesorado. Las hogueras en las que las brujas y otros
practicantes de la magia murieron, y las cámaras en las que se ejecutaron sus
torturas, fueron un laboratorio donde tomó forma y sentido la disciplina social,
y donde fueron adquiridos muchos conocimientos sobre el cuerpo. Con las hogueras
se eliminaron aquellas supersticiones que obstaculizaban la transformación del
cuerpo individual y social en un conjunto de mecanismos predecibles y
controlables. Y fue allí, nuevamente, donde nació el uso científico de la
tortura, pues fueron necesarias la sangre y la tortura para “criar un animal”
capaz de un comportamiento regular, homogéneo y uniforme, marcado a fuego con la
señal de las nuevas reglas (Nietzsche, 1965: 189-90).
Un elemento significativo, en este contexto, fue la condena del aborto y de la
anticoncepción como maleficium, lo que encomendó
el cuerpo femenino a las manos del estado y de la profesión médica y llevó a
reducir el útero a una máquina de reproducción del
trabajo. En el capítulo sobre la caza de brujas, volveré sobre este punto, allí
sostengo que la persecución de las brujas fue el punto culminante de la
intervención estatal contra el cuerpo proletario en la era moderna.
Es necesario hacer hincapié en que a pesar de la violencia desplegada por el
estado, el disciplinamiento del proletariado continuó lentamente a lo largo del
siglo XVII, así como durante el siglo XVIII, frente a una fuerte resistencia que
ni siquiera el miedo a la ejecución pudo superar. Un ejemplo emblemático de esta
resistencia es analizado por Peter Linebaugh en “The Tyburn Riots Against the
Surgeons” [“Las revueltas de Tyburn contra los cirujanos”]. Según Linebaugh, a
principios del siglo XVIII, durante una ejecución en Londres, los familiares y
amigos del condenado dieron batalla para evitar que los asistentes de los
cirujanos se apropiaran del cadáver con el fin de usarlo en los estudios
anatómicos (Linebaugh, 1975). La batalla fue feroz, porque el miedo a ser
disecado no era menor que el miedo a la muerte. La disección eliminaba la
posibilidad de que el condenado reviviera después de un ahorcamiento mal hecho,
tal y como ocurría frecuentemente en la Inglaterra del siglo XVIII
(ibídem: 102-04). Entre la gente, se difundió una
concepción mágica del cuerpo según la cual éste continuaba vivo después de la
muerte y la muerte lo enriquecía con nuevos poderes. Se creía que los muertos
tenían el poder de “regresar” y llevar a cabo su última venganza contra los
vivos. Se creía también que un cuerpo tenía virtudes curativas. De este modo,
muchedumbres de enfermos se reunían alrededor de las horcas, esperando de los
miembros de los muertos efectos tan milagrosos como los que se atribuía al hecho
de ser tocado por el rey (ibídem: 109-10).
La disección aparecía así como una infamia mayor, una
segunda muerte, aún más definitiva, y los condenados pasaban sus últimos días
asegurándose de que su cuerpo no sería abandonado a las manos de los cirujanos.
La batalla, que se daba al pie de las horcas, ponía de manifiesto tanto la
violencia predominante en la racionalización científica del mundo como el choque
de dos conceptos opuestos del cuerpo. Por un lado, tenemos el concepto del
cuerpo que le confiere poderes aún después de la muerte; el cuerpo no inspira
repulsión y no es tratado como algo podrido o ajeno. Por otro, el cuerpo es
considerado muerto aunque todavía esté vivo, ya que es concebido como un
instrumento mecánico, que puede ser desmantelado como si se tratara de una
máquina. “En las horcas, junto al cruce de las calles Tyburn y Edgware”, escribe
Peter Linebaugh, “encontramos la conexión entre la historia de los pobres de
Londres y la historia de la ciencia inglesa”. Ésta no fue una coincidencia;
tampoco fue una coincidencia que el progreso de la anatomía dependiera de la
capacidad de los cirujanos para arrebatar los cuerpos colgados en Tyburn.19
El
curso de la racionalización científica estaba íntimamente ligado al intento, por
parte del estado, de imponer su control sobre una fuerza de trabajo que no
estaba dispuesta a colaborar.
Este intento fue aún más importante, como factor determinante de las nuevas
actitudes hacia el cuerpo, que el desarrollo de la tecnología. Tal y como
sostiene David Dickson, la conexión entre la nueva visión científica del mundo y
la creciente mecanización de la producción sólo puede sostenerse como una
metáfora (Dickson, 1979: 24). Ciertamente, el reloj y los mecanismos automáticos
que tanto intrigaban a Descartes y sus contemporáneos (por ejemplo, las estatuas
movidas hidráulicamente), eran modelos para una nueva ciencia y para las
especulaciones de la filosofía mecanicista acerca de los movimientos del cuerpo.
Cierto es también que, a partir del siglo XVII, las analogías anatómicas
provenían de los talleres de producción: los brazos eran considerados como
palancas, el corazón como una bomba, los pulmones como fuelles, los ojos como
lentes, el puño como un martillo (Munford, 1962: 32). Pero estas metáforas
mecánicas no reflejan la influencia de la tecnología como
tal, sino el hecho de que la máquina se estaba
convirtiendo en el modelo de comportamiento social.
Incluso en el campo de la astronomía, se percibe la atracción que ejerce la
necesidad de control social. Un ejemplo clásico es el de Edmond Halley (el
secretario de la Royal Society) que, en paralelo a la aparición en 1695 del
cometa que luego recibiría su nombre, organizó clubes en toda Inglaterra para
demostrar la predicibilidad de los fenómenos naturales y para disipar la
creencia popular de que los cometas anunciaban desórdenes sociales. El sendero
de la racionalización científica confluyó con el disciplinamiento del cuerpo
social de manera aún más evidente en las ciencias sociales. Podemos ver,
efectivamente, que su desarrollo tuvo como premisas la homogeneización del
comportamiento social y la construcción de un individuo prototípico al que se
esperaba que todos se ajustasen. En términos de Marx, éste es un “individuo
abstracto”, construido de manera uniforme, como una media social, sujeto a una
descaracterización radical, de tal modo que sus facultades sólo pueden ser
aprehendidas a partir de sus aspectos más normalizados. La construcción de este
nuevo individuo fue la base para el desarrollo de lo que William Petty llamaría
más tarde (usando la terminología hobbesiana) la
Aritmética Política –una nueva ciencia que habría de estudiar cada forma
de comportamiento social en términos de Números, Pesos y
Medidas. El proyecto de Petty se realizó con el desarrollo de la
estadística y la demografía
(Wilson, 1966; Cullen, 1975) que efectúan sobre el cuerpo social las
mismas operaciones que la anatomía efectúa sobre el cuerpo individual:
diseccionan a la población y estudian sus movimientos –desde las tasas de
natalidad hasta las de mortalidad, desde las estructuras generacionales hasta
las ocupacionales– en sus aspectos más masificados y regulares. También es
posible observar que, desde el punto de vista del proceso de abstracción por el
que pasa el individuo en la transición al capitalismo, el desarrollo de la
“máquina humana” fue el principal salto tecnológico, el paso más importante en
el desarrollo de las fuerzas productivas que tuvo lugar en el periodo de la
acumulación originaria. Podemos observar, en otras
palabras, que la primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el cuerpo
humano y no la máquina de vapor, ni tampoco el reloj.
Pero si el cuerpo es una máquina, surge inmediatamente un problema: ¿cómo
hacerlo trabajar? De las teorías de la filosofía mecánica derivan dos modelos
diferentes de gobierno del cuerpo. Por una parte, tenemos el modelo cartesiano
que, a partir de la suposición de un cuerpo puramente mecánico, postula la
posibilidad de que en el individuo se desarrollen mecanismos de autodisciplina,
autocontrol (self-management)
y autorregulación que hagan posibles las relaciones de trabajo voluntarias y el
gobierno basado en el consentimiento. Por otro lado, está el modelo hobbesiano
que, al negar la posibilidad de una razón libre del cuerpo, externaliza las
funciones de mando, encomendándoselas a la autoridad absoluta del estado.
El desarrollo de una teoría del autocontrol, a partir de la mecanización del
cuerpo, es el centro de atención de la filosofía de Descartes, quien
(recordémoslo) no completó su formación intelectual en la Francia del
absolutismo monárquico sino en la Holanda burguesa, elegida como morada en la
medida en que congeniaba más con su espíritu. Las doctrinas de Descartes tienen
un doble objetivo: negar que el comportamiento humano pueda verse influido por
factores externos (tales como las estrellas o las inteligencias celestiales) y
liberar el alma de cualquier condicionamiento corporal, haciéndola capaz así de
ejercer una soberanía ilimitada sobre el cuerpo.
Descartes creyó que podía llevar a cabo ambas tareas a
partir de la demostración de la naturaleza mecánica del comportamiento animal.
Nada, decía en su Le Monde (1633), causa más
errores como la creencia de que los animales tienen alma como nosotros. Por eso,
cuando preparaba su
Tratado del Hombre, dedicó muchos meses a estudiar
la anatomía de órganos de los animales; cada mañana iba a la carnicería para
observar el troceado de las bestias.20
Hizo incluso muchas vivisecciones, consolado
posiblemente por su creencia de que, tratándose tan sólo de bestias “despojadas
de Razón”, los animales que él disecaba no podían sentir ningún dolor
(Rosenfield, 1968: 8).21
El hecho de poder demostrar la brutalidad de los animales era fundamental para
Descartes; estaba convencido de que ahí podía encontrar la respuesta a sus
preguntas sobre la ubicación, la naturaleza y el alcance del poder que
controlaba a la conducta humana. Creía que en un animal disecado encontraría la
prueba de que el cuerpo sólo es capaz de realizar acciones mecánicas e
involuntarias; y que, por lo tanto, el cuerpo no es constitutivo de la persona;
la esencia humana reside, entonces, en facultades puramente inmateriales. Para
Descartes el cuerpo humano es, también, un autómata, pero lo que diferencia al
“hombre” de la bestia y le confiere a “él” dominio sobre el mundo circundante es
la presencia del pensamiento. De este modo, el alma, que Descartes desplaza del
cosmos y de la esfera de la corporalidad, regresa al centro de su filosofía
dotada de un poder infinito en la forma de razón y voluntad individuales.
Situado en un mundo sin alma y en un cuerpo máquina, el hombre cartesiano podía
entonces, como Próspero, romper su varita mágica para convertirse no sólo en el
responsable de sus actos, sino aparentemente en el centro de todos los poderes.
Al estar divorciado de su cuerpo, el yo racional se desvinculaba ciertamente de
su realidad corpórea y de la naturaleza. Su soledad, sin embargo, iba a ser la
de un rey: en el modelo cartesiano de la persona no hay un dualismo igualitario
entre la cabeza pensante y el cuerpo máquina, sólo hay una relación de
amo/esclavo, ya que la tarea principal de la voluntad es dominar el cuerpo y el
mundo natural. En el modelo cartesiano de la persona se ve, entonces, la misma
centralización de las funciones de mando que en ese mismo periodo se estaba
dando a nivel del estado: al igual que la tarea del estado era gobernar el
cuerpo social, en la nueva subjetividad, la mente se convirtió en soberana.
Descartes reconoce que la supremacía de la mente sobre el cuerpo no se logra
fácilmente, ya que la Razón debe afrontar sus contradicciones internas. Así, en
Las pasiones del alma (1650), nos presenta la
perspectiva de una batalla constante entre las facultades bajas y altas del alma
que él describe casi en términos militares, apelando a nuestra necesidad de ser
valientes y de obtener las armas adecuadas para resistir a los ataques de
nuestras pasiones. Debemos estar preparados para sufrir derrotas temporales,
pues tal vez nuestra voluntad no sea siempre capaz de cambiar o detener sus
pasiones. Puede, sin embargo, neutralizarlas desviando su atención hacia otra
cosa, o puede restringir los movimientos del cuerpo que provocan. Puede, en
otras palabras, evitar que las pasiones
se conviertan en acciones
(Descartes, 1973, Vol. I: 354-55).
Con la institución de una relación jerárquica entre la mente y el cuerpo,
Descartes desarrolló las premisas teóricas para la disciplina del trabajo
requerida para el desarrollo de la economía capitalista. La supermacía de la
mente sobre el cuerpo implica que la voluntad puede (en principio) controlar las
necesidades, las reacciones y los reflejos del cuerpo; que puede imponer un
orden regular sobre sus funciones vitales y forzar al cuerpo a trabajar de
acuerdo a especificaciones externas, independientemente de sus deseos.
Aún más importante es que la supremacía de la voluntad permite la
interiorización de los mecanismos de poder. Por eso, la contraparte de la
mecanización del cuerpo es el desarrollo de la Razón como juez, inquisidor,
gerente (manager) y administrador. Aquí
encontramos los orígenes de la subjetividad burguesa basada en el autocontrol (self-management),
la propiedad de sí, la ley y la responsabilidad, con los corolarios de la
memoria y la identidad. Aquí encontramos también el origen de esa proliferación
de “micropoderes” que Michel Foucault ha descrito en su crítica del modelo
jurídico-discursivo del Poder (Foucault, 1977). Sin embargo, el modelo
cartesiano muestra que el Poder puede ser descentralizado, difundido a través
del cuerpo social sólo en la medida en que vuelve a plegarse en la persona, de
esta manera la persona es reorganizada como un micro-estado. En otras palabras,
al difundirse, el Poder no pierde su fuerza –es decir, su contenido y sus
propósitos– sino que simplemente adquiere la colaboración del Yo en su ascenso.
Dentro de este contexto debe considerarse la tesis propuesta por Brian Easlea:
el principal beneficio que el dualismo cartesiano ofreció a la clase capitalista
fue la defensa cristiana de la inmortalidad del alma y la posibilidad de
derrotar el ateísmo implícito en la magia natural, que estaba cargada de
implicaciones subversivas (Easlea, 1980: 132 y sg.). Para apoyar esta
perspectiva Easlea sostiene que la defensa de la religión fue una cuestión
central en el cartesianismo, el cual, particularmente en su versión inglesa,
nunca olvidó que “sin espíritu no hay Dios; ni Obispo, ni Rey” (ibídem:
202). El argumento de Easlea es atractivo; su insistencia sin embargo en los
elementos “reaccionarios” del pensamiento de Descartes hacen que le sea
imposible responder a la pregunta que él mismo formula: ¿Por qué el control del
cartesianismo en Europa fue tan fuerte como para que, incluso después de que la
física newtoniana disipara la creencia en un mundo natural carente de poderes
ocultos, y aún después del advenimiento de la tolerancia religiosa, continuara
dando forma a la visión dominante del mundo? En mi opinión, la popularidad del
cartesianismo entre las clases medias y altas estaba directamente relacionada
con el programa de dominio de sí
promovido por la filosofía de Descartes. En sus implicaciones sociales, este
programa fue tan importante para la elite contemporánea a Descartes que la
relación hegemónica entre los seres humanos y la naturaleza se legitimó a partir
del dualismo cartesiano.
El desarrollo del autocontrol (esto es, el dominio de sí, el desarrollo propio)
se convirtió en un requerimiento fundamental en un sistema socioeconómico
capitalista en el que se presuponía que cada uno es propietario de sí mismo, lo
cual se convierte en fundamento de las relaciones sociales, y que la disciplina
ya no dependía exclusivamente de la coerción externa. El significado social de
la filosofía cartesiana recaía, en parte, en el hecho de que le proveía de una
justificación intelectual. De este modo, la teoría de Descartes sobre el
autocontrol derrota, pero también recupera,
el lado activo de la magia natural. De este modo, reemplaza el poder
impredecible del mago (construido a partir de la manipulación sutil de las
influencias y correspondencias astrales) por un poder mucho más rentable –un
poder para el cual ningún alma tiene que ser confiscada–, generado sólo a partir
de la administración y la dominación del propio cuerpo y, por extensión, de la
administración y la dominación de los cuerpos de otros seres. No podemos decir,
entonces, como dice Easlea (repitiendo una crítica formulada por Leibniz), que
el cartesianismo no pudo traducir sus principios en un conjunto de regulaciones
prácticas, es decir, que no pudo demostrar a los filósofos –y sobre todo a los
comerciantes y fabricantes–cómo podrían beneficiarse con él en su intento por
controlar la materia del mundo (ibídem: 151).
Si bien el cartesianismo no pudo dar una traducción tecnológica a sus preceptos,
proveyó sin embargo información valiosa en relación con el desarrollo de la
“tecnología humana”. Su comprensión de la dinámica del autocontrol llevaría a la
construcción de un nuevo modelo de persona, en el que el individuo funcionaba a
la vez como amo y como esclavo. A finales del siglo XVII, gracias a que
interpretaba tan bien los requerimientos de la disciplina del trabajo
capitalista, la doctrina de Descartes se había difundido por Europa y
sobrevivido incluso la llegada de la biología vitalista y a la creciente
obsolecencia del paradigma mecanicista.
Las razones del triunfo de Descartes se ven con mayor
claridad cuando comparamos su explicación de la persona con la que hizo Thomas
Hobbes, su rival inglés. El monismo biológico de Hobbes rechazaba el postulado
de una mente inmaterial o alma, que constituyera la base del concepto cartesiano
de persona. Con ello rechazaba el supuesto cartesiano de que la Voluntad humana
puede liberarse del determinismo corpóreo e instintivo.22
Para Hobbes, el comportamiento humano era un
conglomerado de acciones reflejas que seguían leyes naturales precisas y
obligaban al individuo a luchar incesantemente por el poder y la dominación
sobre los otros (1963: 141 y sg.). De ahí la guerra de todos contra todos (en un
hipotético estado de naturaleza), y la necesidad de un poder absoluto que
garantizase, a través del miedo y del castigo, la supervivencia del individuo en
la sociedad.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad
y, en definitiva, haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son por sí
mismas –cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su
vigilancia–, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a
la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. (ibídem:
173) Como es bien sabido, la doctrina política de Hobbes causó escándalo entre
sus contemporáneos, quienes la consideraron peligrosa y subversiva, hasta el
punto de que, aunque era algo que deseaba fuertemente, Hobbes nunca fue admitido
en la Royal Society (Bowle, 1952: 163).
A pesar de Hobbes, en cualquier caso, se impuso el modelo de Descartes, que
expresaba la tendencia ya existente a democratizar los mecanismos de disciplina
social atribuyendo a la voluntad individual la función de mando que, en el
modelo hobbesiano, había sido dejada únicamente en manos del estado. Tal y como
muchos críticos de Hobbes han sostenido, los cimientos de la disciplina pública
deben estar arraigados en los corazones de los hombres, pues en ausencia de una
legislación interna los hombres se dirigen inevitablemente a la revolución
(citado en Bowle, 1951: 97-8). “Para Hobbes”, se quejaba Henry Moore, “no existe
la libertad de la voluntad y por lo tanto no hay remordimiento de la conciencia
o de la razón, sólo existe la voluntad de quien tiene la espada más larga”
(citado en Easlea, 1980: 159). Más explícito fue Alexander Ross, que observó que
“el freno de la conciencia es lo que contiene a los hombres de la rebelión, no
existe fuerza exterior más poderosa […] no existe un juez tan severo, ni un
torturador tan cruel como una conciencia acusadora” (citado en Bowle, 1952:
167).
Es evidente que la crítica contemporánea al ateísmo y al
materialismo de Hobbes no estaba motivada por preocupaciones religiosas. La
visión de Hobbes del individuo, como una máquina movida sólo por sus apetitos y
aversiones, no fue rechazada porque eliminara el concepto de la criatura humana
hecha a la imagen de Dios, sino porque descartaba la posiblilidad de una forma
de control social que no dependiera exclusivamente del dominio férreo del
estado. Aquí está, en mi opinión, la diferencia principal entre la filosofía de
Hobbes y el cartesianismo. Esta distinción, sin embargo, no puede apreciarse si
insistimos en los elementos feudales de la filosofía de Descartes, y
particularmente en su defensa de la existencia de Dios, con todo lo que esto
supone como aval del poder estatal. Si efectivamente privilegiamos el Descartes
feudal perdemos de vista el hecho de que la eliminación del elemento religioso
en Hobbes (es decir, la creencia en la existencia de las sustancias incorpóreas)
era en realidad una respuesta a la democratización
implícita en el modelo cartesiano de autocontrol, del que Hobbes sin duda
desconfiaba. Tal y como había demostrado el activismo de las sectas puritanas
durante la Guerra Civil inglesa, el autocontrol podía transformarse fácilmente
en una propuesta subversiva. El llamamiento de los puritanos a convertir el
manejo del comportamiento propio en conciencia individual, y a hacer de la
conciencia propia el juez último de la verdad, se había radicalizado en manos de
los sectarios para convertirse en un rechazo anárquico de la autoridad
establecida.23
El ejemplo de los Cavadores y los Ranters y
de decenas de predicadores mecanicistas que, en nombre de la “luz de la
conciencia”, se habían opuesto a la legislación del estado y a la propiedad
privada, debían haber convencido a Hobbes de que el llamamiento a la “Razón” era
una peligrosa arma de doble filo.24
El conflicto entre el “teísmo” cartesiano y el “materialismo” hobbesiano se
resolvió con el tiempo en su asimilación recíproca, en el sentido (como siempre
en la historia del capitalismo) de que la descentralización de los mecanismos de
mando, a través de su localización en el individuo, se logró finalmente sólo en
la medida en que se dio una centralización del poder en el estado. Para poner
esta resolución en los términos en los que estaba planteado el debate durante la
Guerra Civil inglesa, “ni los Cavadores ni el Absolutismo” sino una bien
calculada mezcla de ambos, en donde la democratización del mando caería sobre
las espaldas de un estado siempre listo, como el Dios newtoniano, para reimponer
el orden sobre las almas que avanzaban demasiado lejos en las formas de la
autodeterminación. El quid de la cuestión fue expresado lúcidamente por Joseph
Glanvil, miembro cartesiano de la Royal Society quien, en una polémica con
Hobbes, sostuvo que el problema fundamental era el control de la mente sobre el
cuerpo. Esto, sin embargo, no implicaba simplemente el control de la clase
dominante (la mente por excelencia) sobre el
cuerpo-proletariado, sino, lo que es igualmente importante, el desarrollo de la
capacidad de autocontrol dentro de la persona.
Como ha demostrado Foucault, la mecanización del cuerpo no sólo supuso la
represión de los deseos, las emociones y las otras formas de comportamiento que
habían de ser erradicadas. También supuso el desarrollo de nuevas facultades en
el individuo que aparecerían como otras
en relación al cuerpo y que se convertirían en agentes de su transformación. El
producto de esta separación con respecto al cuerpo fue, en otras palabras, el
desarrollo de la identidad individual, concebida
precisamente como “alteridad” con respecto al cuerpo y en perpetuo antagonismo
con él.
La aparición de este alter ego
y la determinación de un conflicto histórico entre la mente y el cuerpo
representan el nacimiento del individuo en la sociedad capitalista. Hacer del
propio cuerpo una realidad ajena que hay que evaluar, desarrollar y mantener a
raya con el fin obtener del mismo los resultados deseados, se convertiría en una
característica típica del individuo moldeado por la disciplina del trabajo
capitalista.
Como señalamos, entre las “clases bajas”, el desarrollo del autocontrol (self-management)
como autodisciplina fue, durante mucho tiempo, objeto de especulación. La escasa
autodisciplina que se esperaba de la “gente común” puede juzgarse por el hecho
de que, ya en Inglaterra en el siglo XVIII, había 160 crímenes que se castigaban
con la muerte (Linebaugh, 1992) y cada año miles de “personas comunes” eran
transportadas a las colonias o condenadas a galeras. Además, cuando el populacho
apelaba a la razón, era para presentar demandas anti-autoritarias, ya que el
dominio de sí (self-mastery) a nivel popular
significaba el rechazo de la autoridad establecida, más que la interiorización
de las normas sociales.
Efectivamente, durante el siglo XVII, el dominio de sí fue
una prerrogativa burguesa. Como señala Easlea, cuando los filósofos hablaban del
“hombre” como un ser racional, hacían referencia exclusiva a una pequeña elite
compuesta por hombres adultos, blancos y de clase alta. “La gran multitud de los
hombres”, escribió Henry Power, un seguidor inglés de Descartes, “se parece más
bien al autómata de Descartes, ya que carecen de cualquier poder de razonar y
sólo pueden ser llamados hombres en tanto metáfora” (Easlea, 1980: 140).25
Los de “mejor clase” estaban de acuerdo en
que el proletariado aparecía como una “gran bestia”, un “monstruo de muchas
cabezas”, salvaje, vociferante, dado a cualquier exceso (Hill, 1975: 181 y sg.;
Linebaugh y Rediker, 2000). También a nivel individual, el vocabulario ritual
identificaba a las masas como seres puramente instintivos. Así, en la literatura
isabelina, el mendigo es siempre “vigoroso” y “robusto”, “grosero”, “irascible”
y “desordenado” –tales son las palabras que aparecen una y otra vez en las
discusiones sobre la clase baja.
El cuerpo no sólo perdió todas las connotaciones naturalistas en ese proceso,
sino que comenzó a emerger una función-cuerpo, en
el sentido de que el cuerpo se convirtió en un término puramente relacional, que
ya no significaba ninguna realidad específica, se le identificaba, en cambio,
con cualquier impedimento al dominio de la Razón. Esto significa que mientras
que el proletariado se tornó “cuerpo”, el cuerpo se convirtió en “el
proletariado” y en particular en lo débil e irracional (la “mujer en nosotros”,
como decía Hamlet) o en lo “salvaje africano”, definido puramente por su función
limitadora, es decir, por su “alteridad” con respecto a la Razón, tratado como
un agente de subversión interna.
Sin embargo, la lucha contra esta “gran bestia” no estuvo dirigida solamente
contra la “gente de clase baja”. También fue interiorizada por las clases
dominantes en su batalla contra su propio “estado natural”. Como hemos visto, al
igual que Próspero, la burguesía también tuvo que reconocer que “este ser de
tiniebla es mío”, es decir, que Calibán era parte suya (Brown, 1988; Tyllard,
1961: 34-5). Esta conciencia impregna la producción literaria de los siglos XVI
y XVII. La terminología es reveladora. Incluso quienes no siguieron a Descartes
vieron el cuerpo como una bestia que de forma constante tenía que ser mantenida
bajo control. Sus instintos fueron comparados con “súbditos”, destinados a ser
“gobernados”, y los sentidos fueron considerados una prisión para el alma
racional.
Oh quién surgirá de esta
Mazmorra
¿Un Alma esclavizada de tantas
formas?
preguntó Andrew Marvell en su
“Diálogo Entre el Alma y
el Cuerpo”.
Con pernos de Huesos que se
elevan engrillados
En los Pies; y las Manos
esposadas.
Aquí ciegos de un Ojo; allá
Sordos con el tamborilear de
una Oreja.
Un Alma colgada, como de una
Cadena
De Nervios y Arterias y Venas.
Citado por Hill (1964b: 345).
El conflicto entre los apetitos y la razón fue un tema central en la literatura
isabelina (Tillayrd, 1961: 75), al tiempo que entre los puritanos comenzó a
cobrar fuerza la idea de que el “Anticristo” está presente en todos los hombres.
Mientras tanto, los debates sobre la educación y sobre la “naturaleza del
hombre”, corrientes entre la “gente de clase media”, se centraban alrededor del
conflicto entre el cuerpo y el alma, planteando la pregunta crucial sobre si los
seres humanos son agentes voluntarios o involuntarios.
Pero la definición de una nueva relación con el cuerpo no permaneció a un nivel
puramente ideológico. Muchas prácticas que comenzaron a aparecer en la vida
cotidiana señalaban las profundas transformaciones que estaban ocurriendo en ese
ámbito: el uso de cubiertos, el desarrollo de la vergüenza con respecto a la
desnudez, el advenimiento de “costumbres” que intentaban regular cómo había que
reir, caminar, bostezar, cómo comportarse en la mesa y cuándo podía uno cantar,
bromear, jugar (Elias, 1978: 129 y sg.). En la medida en que el individuo se
disociaba cada vez más del cuerpo, este último se convertía en un objeto de
observación constante, como si se tratara de un enemigo. El cuerpo comenzó a
inspirar miedo y repugnancia. “El cuerpo del hombre está lleno de mugre”,
declaró Jonathan Edwards, cuya actitud es típica de la experiencia puritana, en
la que la subyugación del cuerpo era una práctica cotidiana (Greven, 1977: 67).
Eran particularmente repugnantes aquellas funciones corporales que directamente
enfrentaban a los “hombres” con su “animalidad”. Tal fue el caso de Cotton
Mather quien, en su Diario, confesó cuán humillado
se sintió un día cuando, orinando contra una pared, vio a un perro hacer lo
mismo:
Pensé qué cosas viles y bajas
son los Hijos de Hombres en este Estado mortal. Hasta qué punto nuestras
Necesidades naturales nos degradan y nos ponen en cierto sentido al mismo nivel
que los mismos Perros […] Por consiguiente resolví cómo debería ser mi práctica
ordinaria, cuando decido responder a una u otra Necesidad de la Naturaleza, el
hacer de ella una Oportunidad para dar forma en mi Mente a algún Pensamiento
sagrado, noble, divino. (Ibídem)
Como parte de la gran pasión médica de la época, el
análisis de los excrementos –a partir del cual se extrajeron múltiples
deducciones sobre las tendencias psicológicas del individuo (sus vicios y
virtudes) (Hunt, 1970: 143-46)– debe ser rastreado desde la concepción del
cuerpo como un receptáculo de suciedad y peligros ocultos. Claramente, esta
obsesión por los excrementos humanos reflejaba en parte el disgusto que la clase
media comenzaba a sentir por los aspectos no productivos del cuerpo –un disgusto
acentuado inevitablemente en un ambiente urbano donde los excrementos planteaban
un problema logístico, además de aparecer como puro residuo. Pero en esta
obsesión podemos leer también la necesidad burguesa de regular y purificar la
máquina corporal de cualquier elemento que pudiera interrumpir su actividad y
ocasionar “tiempos muertos” para el trabajo. Los excrementos eran tan analizados
y degradados, al mismo tiempo, porque eran el símbolo de los “humores enfermos”
que se creía vivían en el cuerpo y a los cuales se atribuían todas las
tendencias perversas de los seres humanos. Para los puritanos los excrementos se
convirtieron en el signo visible de la corrupción de la naturaleza humana, una
forma de pecado original que tenía que ser combatido, subyugado, exorcizado. De
ahí el uso de las purgas, los eméticos y las enemas que se administraban a los
niños o a los “poseídos” para hacerlos expulsar sus embrujamientos (Thorndike,
1958: 553 y sig.).
En este intento obsesivo por conquistar el cuerpo en sus más íntimos pliegues,
se ve reflejada la misma pasión con que, en esos mismos años, la burguesía trató
de conquistar –podríamos decir “colonizar”– ese ser ajeno, peligroso e
improductivo que a sus ojos era el proletariado. Pues el proletariado era el
gran Calibán de la época. El proletario era ese “ser material en bruto y por sí
mismo desordenado” que Petty recomendaba fuera consignado a las manos del
estado, que, siguiendo su prudencia, por sí
mismo debe mejorar, administrar y configurar para su provecho” (Furniss, 1957:
17 y sig.).
Como Calibán, el proletario personificaba los “humores
enfermos” que se escondían en el cuerpo social, comenzando por los monstruos
repugnantes de la vagancia y la borrachera. A los ojos de sus amos, su vida era
pura inercia, pero al mismo tiempo era pasión descontrolada y fantasía
desenfrenada, siempre lista a explotar en conmociones bulliciosas. Sobre todo,
era indisciplina, falta de productividad, incontinencia, deseo de satisfacción
física inmediata; su utopía no era una vida de trabajo sino el país de Cucaña
(Burke, 1978; Graus, 1987),26
donde las casas estaban hechas de azúcar, los
ríos de leche y donde no sólo uno podía obtener lo que deseara sin esfuerzo,
sino que recibía dinero por comer y beber:
Por dormir una hora de sueño
profundo sin caminar uno gana seis francos; y por beber bien uno gana una
pistola; este país es alegre, uno gana diez francos por día por hacer el amor.
Burke
(1978: 190).
La idea de transformar a este ser ocioso, que soñaba la vida como un largo
carnaval, en un trabajador incansable, debe haber parecido una empresa
desesperante. Literalmente significó “poner el mundo patas arriba”, pero de una
manera totalmente capitalista, un mundo donde la inercia del poder se convertirá
en carencia de deseo y voluntad propia, donde la vis
erotica se tornará vis lavorativa y donde la necesidad será experimentada
sólo como carencia, abstinencia y penuria eterna.
De ahí esta batalla contra el cuerpo, que caracterizó la época temprana del
desarrollo capitalista y que ha continuado, de distintas maneras, hasta nuestros
días. De ahí que la mecanización del cuerpo, que fue el proyecto de la nueva
Filosofía Natural y el punto focal de los primeros experimentos en la
organización del estado. Si hacemos un recorrido desde la caza de brujas hasta
las especulaciones de la Filosofía Mecanicista y hasta las investigaciones
meticulosas de los talentos individuales por los puritanos, encontramos que un
único hilo conductor une los caminos aparentemente divergentes de la legislación
social, la reforma religiosa y la racionalización científica del universo. Este
fue un intento de racionalizar la naturaleza humana, cuyos poderes tenían que
ser reconducidos y subordinados al desarrollo y a la formación de la mano de
obra.
Como hemos visto, en este proceso el cuerpo fue progresivamente politizado; fue
desnaturalizado y redefinido como lo “otro”, el límite externo de la disciplina
social. De esta manera, el nacimiento del cuerpo en el siglo XVII también marcó
su fin, ya que el concepto de cuerpo dejaría de definir una realidad orgánica
específica y se convertiría en un significante político de las relaciones de
clase y de las fronteras cambiantes, continuamente vueltas a trazar, que estas
relaciones producen en el mapa de la explotación humana.
Notas
1. Próspero es un “hombre nuevo”. Didácticamente, sus desgracias son atribuidas
por Shakespeare a su interés excesivo por los libros de magia, a los que
finalmente renuncia a cambio de una vida más activa en su reino, donde su poder
provendrá no de su magia, sino de gobernar a sus súbditos. Pero ya en la isla de
su exilio, sus actividades prefiguran un nuevo orden mundial, en el que el poder
no se gana con una varita mágica sino por medio de la esclavitud de muchos
Calibanes en colonias lejanas. El trato explotador de Próspero hacia Calibán
anticipa el papel del futuro amo de plantación, que no escatimará torturas ni
tormentos para forzar a sus subordinados a trabajar.
2. “Cada hombre es su peor enemigo y, en cierto modo, su propio verdugo”,
escribe Thomas Browne. También Pascal, en Pensée,
declara que: “Guerra intestina del hombre entre la razón y las pasiones. Si no
tuviera más que la razón sin pasiones […] Si no tuviera más que las pasiones sin
razón [...] Pero, puesto que tiene lo uno y lo otro, no puede estar sin guerra
[…] Así pues, está siempre dividido y siempre es contrario a sí mismo” (Pensée:
412: 130). Sobre el conflicto entre pasiones y razón, y sobre las
“correspondencias” entre el “microcosmos” humano y el “el cuerpo político” (body
politic), en la literatura isabelina, véase Tillyard (1961: 75-9; 94-9).
3 La reforma del lenguaje –tema clave en la filosofía de los siglos XVI y XVII,
de Bacon a Locke– era una de las principales preocupaciones de Joseph Glanvil,
quien en su Vanity of Dogmatizing
(1665), después de proclamar su adhesión a la cosmovisión cartesiana, aboga por
un lenguaje adecuado para describir los entes claros y distintos (Glanvil, 1970:
XXVI-XXX). Tal y como lo resume S. Medcalf, en su introducción al trabajo de
Glanvil, un lenguaje adecuado para describir este mundo guarda una amplia
semejanza con las matemáticas, tiene palabras de gran generalidad y claridad;
presenta una imagen del universo acorde con su estructura lógica; distingue
claramente entre mente y materia, y entre lo subjetivo y lo objetivo y “evita la
metáfora como forma de conocer y describir, ya que la metáfora depende de la
suposición de que el universo no está compuesto de entes completamente
diferentes y por lo tanto no puede ser descrito completamente en términos
positivos y distintos […]” (ibídem).
4. Marx no distingue entre trabajadores y trabajadoras en su discusión sobre la
“liberación de la fuerza de trabajo”. Hay, sin embargo, una razón para mantener
el masculino en la descripción de este proceso. Aun cuando fueron “liberadas” de
las tierras comunes, las mujeres no fueron conducidas por la senda del mercado
de trabajo asalariado.
5. “Con trabajo debo ganar / Mi pan; ¿con daño? El ocio habría sido peor; / Mi
trabajo me mantendrá” es la respuesta de Adán a los miedos de Eva ante la
perspectiva de irse del jardín dichoso (Paradise Lost,
versos 1054-56: 579).
6. Como señala Christopher Hill, hasta el siglo XV, el trabajo asalariado pudo
haber aparecido como una libertad conquistada, ya que la gente aún tenía acceso
a las tierras comunes y tenía tierra propia, por lo tanto no dependían solamente
de un salario. Pero ya en el siglo XVI, aquellos que trabajaban por un salario
habían sido expropiados; además, los empleadores decían que los salarios eran
sólo complementarios, al tiempo que los mantenían en su nivel más bajo. De este
modo, trabajar por la paga significaba caer hasta el fondo de la escala social y
la gente luchaba desesperadamente por evitar esta suerte (Hill, 1975: 220-22).
Ya en el siglo XVII, el trabajo asalariado era aún considerado una forma de
esclavitud, hasta el punto que los que defendían la igualdad social (levellers)
excluían a los trabajadores asalariados del derecho al voto: no los consideraban
lo suficientemente independientes para poder elegir libremente a sus
representantes (Macpherson, 1962: 107-59).
7. En 1622, cuando Jacobo I le pidió a Thomas Mun que investigara las causas de
la crisis económica que había golpeado al país, éste finalizó su informe
echándole la culpa de los problemas de la nación a la ociosidad de los
trabajadores ingleses. Se refirió en particular a “la lepra generalizada de
nuestro tocar la gaita, de nuestro hablar al tuntún, de nuestros festines, de
nuestras discusiones y el tiempo que perdemos en ocio y placer” que, desde su
punto de vista, ponía a Inglaterra en desventaja en la competencia comercial con
los laboriosos holandeses (Hill, 1975: 125).
8. Wright (1960: 80-3); Thomas (1971); Van Ussel (1971: 25-92); Riley (1973: 19
y sig.); y Underdown (1985: 7-72).
9. El miedo que las clases bajas (los “viles”, los “miserables”, en la jerga de
la época) inspiraban en la clase dominante puede medirse en esta historia
relatada en Social England Illustrated
(1903). En 1580, Francis Hitchcock, en un panfleto titulado “Regalo de Año Nuevo
para Inglaterra”, elevó la propuesta de reclutar a los pobres del país en la
Marina, argumentando que “la gente miserable es […] apta para participar en una
rebelión o para tomar partido por quienquiera que se atreva a invadir esta noble
isla […] reúne las condiciones para proveer de soldados o de guerreros a la
fortuna de los hombres ricos. Pues ellos pueden señalar con sus dedos “allí
está”, “es aquél” y “él tiene”, y de esta manera alcanzar el martirio asesinando
a muchas personas ricas por su fortuna […]” La propuesta de Hitchcock fue, sin
embargo, derrotada; se objetó que si los pobres de Inglaterra fueran reclutados
en la marina robarían los barcos para hacerse piratas (Social
England Illustrated, 1903: 85-6).
11. El Tratado del Hombre (Traité
de l’Homme), publicado doce años después de la muerte de Descartes como
L’Homme de René Descartes (1664), abre el “periodo
maduro” del filósofo. Aplicando la física de Galileo a una investigación de los
atributos del cuerpo, Descartes intentó explicar todas las funciones
fisiológicas como materia en movimiento. “Deseo que consideren”, escribió
Descartes al final del Tratado
(1972: 113), “que todas las funciones que he atribuido a esta máquina [...]se
deducen naturalmente [...] de la disposición de los órganos –tal y como los
movimientos de un reloj u otro autómata se deducen de la organización de los
contrapesos y las ruedas”.
12. Un principio puritano consistía en que Dios ha dotado al “hombre” de dones
especiales que lo hacen apto para una Vocación particular; de ahí la necesidad
de un autoexamen meticuloso para aclarar la Vocación para la que hemos sido
designados (Morgan, 1966: 72-3; Weber, 1958: 47y sig).
13. Como ha mostrado Giovanna Ferrari, una de las principales innovaciones
introducidas por el estudio de la anatomía en la Europa del siglo XVI fue el
“teatro anatómico”, donde se organizaba la disección como una ceremonia pública,
sujeta a normas similares a las que regulaban las funciones teatrales: Tanto en
Italia como en el extranjero, las lecciones públicas de anatomía se habían
convertido, en la época moderna, en ceremonias ritualizadas que se llevaban a
cabo en lugares especialmente destinados a ellas. Su semejanza con las funciones
teatrales es inmediatamente visible si uno tiene en cuenta algunas de sus
características: la división de las lecciones en distintas fases […] la
implantación de una entrada de pago y la interpretación de música para
entretener a la audiencia, las reglas introducidas para regular el
comportamiento de los asistentes y el cuidado puesto en la “producción”. W.S
Heckscher sostiene incluso que muchas técnicas generales de teatro fueron
diseñadas originalmente teniendo en mente las funciones de las lecciones de
anatomía públicas. (Ferrari, 1987: 82-3)
14. Según Mario Galzigna, de la revolución epistemológica llevada a cabo por la
anatomía en el siglo XVI surge el paradigma mecanicista. La
coupure anatómica rompe el lazo entre micro y
macrocosmos, y presenta el cuerpo tanto como una realidad separada como un
elemento de producción; en palabras de Vesalio: una fábrica.
15. También en Las pasiones del alma
(Artículo VI), Descartes minimiza “la diferencia que existe entre un cuerpo
viviente y uno muerto” (Descartes 1973, T. I, ibídem):
[…] podemos juzgar que el cuerpo de un hombre viviente se diferencia del de un
hombre muerto tanto como un reloj u otro autómata (es decir, una máquina que se
mueve a sí misma), cuando se le ha dado cuerda y contiene dentro de sí el
principio corporal de esos movimientos […] se diferencia del mismo reloj o de
otra máquina cuando está rota y cuando el principio de su movimiento deja de
actuar.
16. De particular importancia, en este contexto, fue el ataque a la
“imaginación” (vis imaginativa) que en la magia
natural de los siglos XVI y XVII era considerada una fuerza poderosa por medio
de la cual el mago podía afectar al mundo circundante y traer “salud o
enfermedad, no sólo a su propio cuerpo sino también a otros cuerpos” (Easlea,
1980: 94 y sig.). Hobbes dedicó un capítulo del Leviatán a demostrar que la
imaginación sólo es un “sentido en decadencia”, similar en esto a la memoria,
sólo que ésta viene gradualmente debilitada por el traslado de los objetos de
nuestra percepción (Parte I, Capítulo 2); también puede encontrarse una crítica
de la imaginación en Religio Medici (1642), de Sir
Thomas Browne.
17. Escribe Hobbes (1963: 72): “En consecuencia, nadie puede concebir una cosa
sin situarla en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible
de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté en este sitio y en otro
lugar al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e
idéntico lugar”.
18. Entre los partidarios de la caza de brujas se encontraba Sir Thomas Browne,
un médico y según se dice uno de los primeros defensores de la “libertad
científica”, cuyo trabajo a los ojos de sus contemporáneos “presentaba un
peligroso aroma de escepticismo” (Gosse, 1905: 25). Thomas Browne contribuyó
personalmente a la muerte de dos mujeres acusadas de ser “brujas”, quienes, de
no ser por su intervención, habrían sido salvadas de la horca, ya que los cargos
contra ellas eran absurdos (Gosse, 1905: 147-49). Para un análisis detallado de
este juicio véase Gilbert Geis y Ivan Bunn (1997).
19. En todos los países de la Europa del siglo XVI en los que floreció la
anatomía, las autoridades aprobaron estatutos que permitían que los cuerpos de
los ejecutados se usaran en los estudios anatómicos. En Inglaterra, “el Colegio
Médico ingresó al campo de la anatomía en 1565, cuando Isabel I le concedió el
derecho a apropiarse de los cuerpos de delincuentes disecados” (O’Malley, 1964).
Sobre la colaboración entre las autoridades y los anatomistas en Bolonia,
durante los siglos XVI y XVII, véase Giovanna Ferrari (1984: 59, 60, 64, 87-8),
que señala que no sólo los ejecutados, sino también los “más malos” de los que
morían en el hospital eran separados para los anatomistas. En un caso, una
condena a prisión perpetua fue conmutada por una condena a muerte para
satisfacer la demanda de los académicos.
20. De acuerdo con el primer biógrafo de Descartes, Monsieur Adrien Baillet,
durante su estadía en Amsterdam en 1629, mientras preparaba su
Tratado del hombre, Descartes visitó los mataderos
de la ciudad e hizo disecciones de distintas partes de los animales:
[…]
comenzó la ejecución de su plan estudiando anatomía, a la cual le dedicó todo el
invierno que estuvo en Amsterdam. Declaró al Padre Mersenne que, en su
entusiasmo por conocer acerca de este tema, había visitado, casi diariamente, a
un carnicero con el fin de presenciar la matanza; y que él le había dejado
llevarse a su casa los órganos animales que quisiera para disecarlos con mayor
tranquilidad. Con frecuencia hizo lo mismo en otros lugares donde estuvo con
posterioridad, sin encontrar nada personalmente vergonzante o que no estuviera a
la altura de su posición, en una práctica que en sí misma era inocente y que
podía producir resultados muy útiles. De ahí que se riera de cierta persona
maliciosa y envidiosa que […] había tratado de hacerle pasar por criminal y le
había acusado de “ir por los pueblos para ver como mataban a los cerdos” [...]
No dejó de mirar lo que Vesalius, y los más experimentados entre los otros
autores, habían escrito sobre la anatomía. Pero aprendió de una manera más
segura disecando personalmente animales de diferentes especies. (Descartes,
1972: xiii-xiv).
En una carta a Mersenne de 1633, escribe: “J’anatomize maintenant les têtes de
divers animaux pour expliquer en quoi consistent l’imagination, la memoire […]”
(Cousin, 1824-26, Vol. IV: 255). También en una carta del 20 de enero relata en
detalle experimentos de disecsión: “Apres avoir ouverte la poitrine d’un lapin
vivant […] en sorte que le tron et le coeur de l’aorte se voyent vacilement […]
Poursuivant la dissection de cet animal vivant je lui coupe cette partie du
coeur qu’on nomme sa pointe” (Ibídem, Vol. VII:
350). Finalmente, en junio de 1640, en respuesta a Mersenne, que le había
preguntado por qué los animales sienten dolor si no tienen alma, Descartes le
aseguró que ellos no sienten, pues el dolor existe sólo cuando hay
entendimiento, que está ausente en las bestias (Rosenfield, 1968: 8). Este
argumento insensibilizó a muchos contemporáneos cientificistas de Descartes
sobre el dolor
que la vivisección ocasionaba a los animales. Así es como Nicolás de la Fontaine
describía la atmósfera creada en Port Royal por la creencia en el automatismo de
los animales: “Apenas había un solitario que no hablase del autómata […] Nadie
daba ya importancia al hecho de golpear a un perro; con la mayor indiferencia se
le asestaban fuertes bastonazos, bromeando acerca de quienes compadecían a tales
bestias como si éstas hubieran sentido verdadero dolor. Se decía que eran
relojes; que aquellos gritos que lanzaban al ser golpeados no eran sino el ruido
de un pequeño resorte que había sido puesto en marcha, pero que en modo alguno
había en ello sentimiento. Clavaban a los pobres bichos sobre tablas por las
cuatro patas para rajarlos en vida y ver la circulación de la sangre, lo cual
era gran materia de discusión” (Rosenfield, 1968: 54).
21. La doctrina de Descartes sobre la naturaleza mecánica de los animales
representaba una inversión total con respecto a la concepción de los animales
que había prevalecido durante la Edad Media y hasta el siglo XVI, cuando eran
considerados seres inteligentes, responsables, con una imaginación
particularmente desarrollada e incluso con capacidad de hablar. Como Edward
Westermark, y más recientemente Esther Cohen, han mostrado, en algunos países de
Europa se juzgaba a los animales, y a veces eran ejecutados públicamente por
crímenes que habían cometido. Se les asignaba un abogado y el proceso –juicio,
condena y ejecución– era realizado con todas las formalidades legales. En 1565,
los ciudadanos de Arles, por ejemplo, pidieron la expulsión de las langostas de
su pueblo y, en otro caso, se excomulgó a los gusanos que infestaban una
parroquia. El último juicio a un animal tuvo lugar en Francia en 1845. A los
animales también se les aceptaba en la corte como testigos para el
compurgatio. Un hombre que había sido condenado
por asesinato compareció ante la corte con su gato y su gallo y en su presencia
juró que era inocente y fue liberado (Westermarck, 1924: 254 y sig.;
Cohen,1986).
22. Se ha dicho que la perspectiva anti-mecanicista de Hobbes en realidad
concedía más poderes y dinamismo al cuerpo que la versión cartesiana. Hobbes
rechaza la ontología dualista de Descartes y en particular la noción de la mente
como sustancia inmaterial e incorpórea. La visión del cuerpo y la mente como un
continuum monista, da cuenta de las operaciones mentales recurriendo a
principios físicos y fisiológicos. Sin embargo, Hobbes resta poder al organismo
humano, en no menor medida que Descartes, ya que le niega movimiento propio y
reduce los cambios corporales a mecanismos de acción y reacción. Por ejemplo,
para Hobbes la percepción de los sentidos es el resultado de una
acción-reacción, ya que los órganos de los sentidos oponen resistencia a los
impulsos atómicos que vienen del objeto externo; la imaginación es un sentido en
decadencia. Igualmente, la razón no es otra cosa que una máquina de hacer
cómputos. Hobbes, no menos que Descartes, concibe las operaciones del cuerpo
como términos de una causalidad mecánica, sujetas a las mismas leyes que regulan
el mundo de la materia inanimada.
23. Tal y como Hobbes lamentaba en Behemoth (1962: 190):
Despues de que la Biblia fuera traducida al inglés, cada hombre, mejor dicho,
cada niño y cada moza, que podía leer inglés, pensaba que podía hablar con Dios
Todopoderoso y que comprendía lo que él decía cuando había leído las Escrituras
una o dos veces varios capítulos por día. La reverencia y la obediencia debidas
a la Iglesia Reformada y a los obispos y pastores, fue abandonada y cada hombre
se convirtió en juez de la religión y en intérprete de las Escrituras.
También señala (1962: 194) que “una cantidad de hombres solía ir a sus
parroquias y ciudades en días de trabajo, abandonando sus profesiones” para
escuchar a los predicadores mecanicistas.
24. Es ejemplar la “Law of Righteousness” (1649), de Gerrard Winstanley, en la
que el más célebre de los Cavadores pregunta (Winstanley, 1941: 197):
¿Acaso la luz de la Razón hizo
la tierra para que algunos hombres acaparen en bolsas y establos, mientras que
otros puedan ser oprimidos por la pobreza? ¿Acaso la luz de la Razón hizo esta
ley, que si un hombre no tiene abundancia de tierra como para darle a aquéllos
de quienes tomó prestado, aquél que presta debe tomar al otro prisionero y hacer
que su cuerpo pase hambre en una habitación cerrada? ¿Acaso la luz de la Razón
hizo esta ley, que una parte de la humanidad mate y cuelgue a la otra parte, en
vez de tomar su lugar?
25. Es tentador sugerir que esta sospecha respecto a la humanidad de las “clases
bajas” puede ser la razón por la cual, entre los primeros críticos del
mecanicismo cartesiano, pocos objetaron la visión mecánica del cuerpo humano.
Como señala L. C. Rosenfield: “Ésta es una de las cosas extrañas de toda la
disputa, ninguno de los ardientes defensores del alma animal, en este primer
periodo, blandió el garrote para evitar que el cuerpo humano fuera contaminado
por el mecanicismo”. (Rosenfield, 1968: 25)
26. F. Graus (1967) afirma que “El nombre ‘Cucaña’ apareció por primera vez en
el siglo XIII (se supone que Cucaniensis viene de Kucken) y parece haber sido
usado como parodia”, ya que el primer contexto en el que fue encontrado es una
sátira de un monasterio inglés de la época de Eduardo II (Graus, 1967: 9). Graus
discute la diferencia entre el concepto medieval de “País de las Maravillas” y
el concepto moderno de Utopía, argumentando que:
En la época moderna la idea básica de la constructibilidad del mundo ideal
significa que la Utopía debe estar poblada por seres ideales que se han deshecho
de sus defectos. Los habitantes de Utopía están caracterizados por su justicia e
inteligencia […] Por otra parte, las visiones utópicas de la Edad Media
comienzan a partir del hombre tal y como es y buscan realizar sus deseos
actuales. (Ibídem: 6)
En Cucaña (Schalaraffenland), por ejemplo, hay comida y bebida en abundancia, no
hay deseo de “alimentarse” prudentemente, sino de comer con glotonería, tal y
como uno había añorado hacer en la vida cotidiana:
En
esta Cucaña […] también hay una fuente de la juventud, en la que hombres y
mujeres se meten por un lado para salir por el otro como bellos jóvenes y niñas.
Luego el relato continúa con su actitud de “Mesa de los Deseos”, que tan bien
refleja la simple visión de una vida ideal (Graus, 1967: 7 y 8).
En otras palabras, el ideal de Cucaña no encarna ningún proyecto racional ni una
noción de “progreso”, sino que es mucho más “concreto”, “se apoya decididamente
en el entorno de la aldea” y “retrata un estado de perfección no alcanzado en la
época moderna” (Graus, ibídem).
Imágenes
|
Grabado del siglo XV. El ataque del diablo al hombre
moribundo es un tema que domina en toda la tradición popular medieval. (de
Alfonso M. di Nola, 1987)
|
Mujer vendiendo retazos y vagabundo. Los campesinos y
artesanos expropiados no acordaron pacíficamente trabajar por un salario.
Más frecuentemente se convirtieron en mendigos, vagabundos o criminales.
Diseño de Louis-Léopold Boilly (1761-1845) |
La lección de anatomía en la Universidad de Padua.
El teatro de la anatomía reveló a la vista del público un cuerpo desencantado y profanado. En De Fasciculo de Medicina. Venecia (1494) |
La concepción del cuerpo como receptáculo de poderes
mágicos derivaba en buena medida de la creencia en una correspondencia entre
el microcosmos del individuo y el macrocosmos del mundo celestial, como
ilustra esta imagen del “hombre zodiacal” del siglo XVI.
|
Frontispicio de la primera edición del
Fausto
(1604) de Christopher Marlowe,
ilustrando al mago conjurando el demonio del espacio protegido de su círculo mágico |
La cámara de tortura.
Grabado de 1809 por Manet en Histoires des Inquisitions Religieuses d’Italie, d’Espagne et de Portugal, de Joseph Lavallee |
Un ejemplo contundente de la concepción mecánica del cuerpo
es este grabado alemán del siglo XVI en donde un campesino es representado
exclusivamente como un medio de producción: su cuerpo completamente hecho de
implementos agrícolas.
|
Case, Compendium Anatomicum
(1696).
Esta imagen del “hombre vegetal,” en la que los vasos sanguíneos se ven como pequeñas ramas que crecen del cuerpo humano está en contraste con el “hombre mecánico”. |
|
Pieter Bruegel,
Tierra de Cucaña (1567)
|
Lucas Cranach. La Fuente de
la Juventud
|
Jan Luyken. La ejecución de Anne Hendricks por brujería en
Ámsterdam en 1571
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