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Agradecimientos
A las numerosas brujas que he conocido en el movimiento feminista y a otras brujas cuyas historias me han acompañado durante más de veinticinco años dejando, sin embargo, un deseo inagotable por contarlas, por hacer que se conozcan, por asegurar que no serán olvidadas.
A nuestro hermano Jonathan Cohen cuyo amor, coraje y comprometida resistencia
contra la injusticia me han ayudado a no perder la fe en la posibilidad de
cambiar el mundo y en la habilidad de los hombres de hacer suya la lucha por la
liberación de las mujeres.
Silvia Federici
Prefacio
Calibán y la bruja presenta las principales líneas de un proyecto de investigación sobre las mujeres en la “transición” del feudalismo al capitalismo que comencé a mediados de los setenta, en colaboración con la feminista italiana Leopoldina Fortunati. Sus primeros resultados aparecieron en un libro que publicamos en Italia en 1984, Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale [El gran calibán. Historia del cuerpo social rebelde en la primera fase del capital] (Milán, Franco Agneli).
Mi interés en esta investigación estuvo motivado en origen por los debates que acompañaron el desarrollo del Movimiento Feminista en Estados Unidos, en relación a las raíces de la “opresión” de las mujeres y las estrategias políticas que el propio movimiento debía adoptar en la lucha por su liberación. En ese momento, las principales perspectivas teóricas y políticas desde las que se analizaba la realidad de la discriminación sexual venían propuestas por dos ramas del movimiento de mujeres, principalmente: las feministas radicales y las feministas socialistas. Desde mi punto de vista, sin embargo, ninguna daba una explicación satisfactoria sobre las raíces de la explotación social y económica de las mujeres. En aquel entonces, cuestionaba a las feministas radicales por su tendencia a dar cuenta de la discriminación sexual y el dominio patriarcal a partir de estructuras transhistóricas, que presumiblemente operaban con independencia de las relaciones de producción y de clase. Las feministas socialistas reconocían, en cambio, que la historia de las mujeres no puede separarse de la historia de los sistemas específicos de explotación y otorgaban prioridad, en su análisis, a las mujeres consideradas en tanto trabajadoras en la sociedad capitalista. Pero el límite de su punto de vista, según lo que entendía en ese momento, estaba en su incapacidad de reconocer la esfera de la reproducción como fuente de creación de valor y explotación, lo que las llevaba a considerar las raíces del diferencial de poder entre mujeres y hombres en la exclusión de las mujeres del desarrollo capitalista –una posición que, una vez más, nos obligaba a basarnos en esquemas culturales para dar cuenta de la supervivencia del sexismo en el universo de las relaciones capitalistas.
Fue en este contexto que tomó forma la idea de
bosquejar la historia de las mujeres en la transición del feudalismo al
capitalismo. La tesis que inspiró esta investigación fue articulada por
Mariarosa Dalla Costa y Selma James, así como también por otras activistas del
Wages for Housework Movement
[Movimiento por un Salario para el Trabajo Doméstico], en una serie de
documentos muy controvertidos en los años setenta, pero que finalmente
re-configuraron el discurso sobre las mujeres, la reproducción y el capitalismo.
Los más influyentes fueron
The Power of Women and the Subversion of the
Community
(1971) [El
poder de las mujeres y la subversión de la comunidad],
de Mariarosa Dalla Costa, y
Sex,
Race, and Class
(1975) [Sexo, raza y clase], de Selma James.
Contra la ortodoxia marxista, que explicaba la
“opresión” y la subordinación a los hombres como un residuo de las relaciones
feudales, Dalla Costa y James defendieron que la explotación de las mujeres
había tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista, en la
medida en que las mujeres han sido las productoras y reproductoras de la
mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo. Como decía Dalla
Costa, el trabajo no-pagado de las mujeres en el hogar fue el pilar sobre el
cual se construyó la explotación de los trabajadores asalariados, “la esclavitud
del salario”, así como también ha sido el secreto de su productividad (1972,
31). De este modo, el diferencial de poder entre mujeres y hombres en la
sociedad capitalista no podía atribuirse a la irrelevancia del trabajo doméstico
para la acumulación capitalista –lo que venía desmentida por las reglas
estrictas que gobernaban las vidas de las mujeres– ni a la supervivencia de
esquemas culturales atemporales. Por el contrario, debía interpretarse como el
efecto de un sistema social de producción que no reconoce la producción y
reproducción del trabajo como una actividad socio-económica y como una fuente de
acumulación del capital y, en cambio, la mistifica como un recurso natural o un
servicio personal, al tiempo que saca provecho de la condición no-asalariada del
trabajo involucrado.
A raíz de la explotación de las mujeres en la
sociedad capitalista, la división sexual del trabajo y el trabajo no-pagado
realizado por las mujeres, Dalla Costa y James demostraron que era posible
trascender la dicotomía entre el patriarcado y la clase, otorgando al
patriarcado un contenido histórico específico. También abrieron el camino para
una reinterpretación de la historia del capitalismo y de la lucha de clases
desde un punto de vista feminista.
Fue con ese espíritu que Leopoldina Fortunati y
yo comenzamos a estudiar aquello que, sólo eufemísticamente, puede describirse
como la “transición al capitalismo”, y a rastrear una historia que no nos habían
enseñado en la escuela, pero que resultaba decisiva para nuestra educación. Esta
historia no sólo ofrecía una explicación teórica de la génesis del trabajo
doméstico en sus principales componentes estructurales: la separación de la
producción y la reproducción, el uso específicamente capitalista del salario
para regir el trabajo de los no asalariados y la devaluación de la posición
social de las mujeres con el advenimiento del capitalismo. También proveía una
genealogía de los conceptos modernos de feminidad y masculinidad que cuestionaba
el presupuesto posmoderno de la existencia, en la “cultura occidental”, de una
predisposición casi ontológica a capturar el género desde oposiciones binarias.
Descubrimos que las jerarquías sexuales siempre están al servicio de un proyecto
de dominación que sólo puede sustentarse a sí mismo a través de la división,
constantemente renovada, de aquéllos a quienes intenta gobernar.
El libro que resultó de esta investigación,
Il Grande Calibano: storia del corpo sociale ribelle nella prima fase
del capitale
(1984), fue un intento de repensar el análisis
de la acumulación originaria de Marx desde un punto de vista feminista. Pero en
este proceso, las categorías marxianas que habíamos recibido se demostraron
inadecuadas. Entre las “bajas”, podemos mencionar la identificación marxiana del
capitalismo con el advenimiento del trabajo asalariado y el trabajador “libre”,
que contribuye a esconder y naturalizar la esfera de la reproducción.
Il Grande Calibano
también implicaba una crítica a la teoría del cuerpo de Michel Foucault. Como
señalamos, el análisis de Foucault sobre las técnicas de poder y las disciplinas
a las que el cuerpo se ha sujetado ignora el proceso de reproducción, funde las
historias femenina y masculina en un todo indiferenciado y se desinteresa por el
“disciplinamiento” de las mujeres, hasta tal punto que nunca menciona uno de los
ataques más monstruosos contra el cuerpo que haya sido perpetrado en la era
moderna: la caza de brujas.
La tesis principal de
Il Grande Calibano
sostenía que, para poder comprender la historia de las mujeres en la transición
del feudalismo al capitalismo, debemos analizar los cambios que el capitalismo
introdujo en el proceso de reproducción social y, especialmente, de la
reproducción de la fuerza de trabajo. Este libro examina así la reorganización
del trabajo doméstico, la vida familiar, la crianza de los hijos, la sexualidad,
las relaciones entre hombres y mujeres y la relación entre producción y
reproducción en la Europa de los siglos XVI y XVII. Este análisis es reproducido
en
Calibán y la bruja;y sin embargo, el alcance del presente volumen difiere de
Il Grande Calibano
en tanto responde a un contexto social diferente y a un conocimiento cada vez
mayor sobre la historia de las mujeres.
Poco tiempo después de la publicación de
Il Grande Calibano,
dejé Estados Unidos y acepté un trabajo como profesora en Nigeria, donde
permanecí durante casi tres años. Antes de irme, había enterrado mis papeles en
un sótano, creyendo que no los necesitaría durante un tiempo. Sin embargo, las
circunstancias de mi estancia en Nigeria no me permitieron olvidarlos. Los años
comprendidos entre 1984 y 1986 constituyeron un punto de inflexión para Nigeria,
así como para la mayoría de los países africanos. Fueron los años en que, en
respuesta a la crisis de la deuda, el gobierno nigeriano entró en negociaciones
con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; negociaciones que
finalmente implicaron la adopción de un programa de ajuste estructural, la
receta universal del Banco Mundial para la recuperación económica en todo el
planeta.
El propósito declarado del programa consistía
en hacer que Nigeria llegase a ser competitiva en el mercado internacional. Pero
pronto se vio que esto suponía una nueva ronda de acumulación originaria y una
racionalización de la reproducción social orientada a destruir los últimos
vestigios de propiedad comunal y de relaciones comunales, imponiendo de este
modo formas más intensas de explotación. Así fue como asistí ante mis ojos al
desarrollo de procesos muy similares a los que había estudiado en la preparación
de
Il Grande Calibano. Entre ellos, el ataque a las tierras comunales y una decisiva
intervención del estado (instigada por el Banco Mundial) en la reproducción de
la fuerza de trabajo, con el objetivo de regular las tasas de procreación y, en
este caso, reducir el tamaño de una población que era considerada demasiado
exigente e indisciplinada desde el punto de vista de su inserción propugnada en
la economía global. Junto a esas políticas, llamadas de forma adecuada con el
nombre de “Guerra contra la indisciplina”, fui también testigo de la instigación
de una campaña misógina que denunciaba la vanidad y las excesivas demandas de
las mujeres y del desarrollo de un candente debate semejante, en muchos
sentidos, a las
querelles des femmes
del siglo XVII. Un debate que tocaba todos los aspectos de la
reproducción de la fuerza de trabajo: la familia (polígama frente a monógama,
nuclear frente a extendida), la crianza de los niños, el trabajo de las mujeres,
las identidades masculinas y femeninas y las relaciones entre hombres y mujeres.
En este contexto, mi trabajo sobre la
transición adquirió un nuevo sentido. En Nigeria comprendí que la lucha contra
el ajuste estructural formaba parte de una larga lucha contra la privatización y
el “cercamiento”, no sólo de las tierras comunales sino también de las
relaciones sociales, que data de los orígenes del capitalismo en Europa y
América en el siglo XVI. También comprendí cuán limitada era la victoria que la
disciplina de trabajo capitalista había obtenido en este planeta, y cuánta gente
ve aún su vida de una forma radicalmente antagónica a los requerimientos de la
producción capitalista. Para los impulsores del desarrollo, las agencias
multinacionales y los inversores extranjeros, éste era y sigue siendo el
problema de lugares como Nigeria. Pero para mí fue una gran fuente de fortaleza,
en la medida en que demostraba que, a nivel mundial, todavía existen fuerzas
extraordinarias que enfrentan la imposición de una forma de vida concebida
exclusivamente en términos capitalistas. La fortaleza que obtuve, también estuvo
vinculada a mi encuentro con Mujeres en Nigeria [Women in Nigeria,
WIN], la primera organización feminista de ese país, que me permitió entender
mejor las luchas que las mujeres nigerianas han llevado adelante para defender
sus recursos y rechazar el nuevo modelo patriarcal que se les impone, ahora
promovido por el Banco Mundial.
A fines de 1986 la crisis de la deuda había
alcanzado a las instituciones académicas y, como ya no podía mantenerme,
abandoné Nigeria en cuerpo aunque no en espíritu. La preocupación por los
ataques efectuados contra el pueblo nigeriano nunca me abandonó. De este modo,
el deseo de volver a estudiar “la transición al capitalismo” me ha acompañado
desde mi retorno. En un principio, había leído los sucesos nigerianos a través
del prisma de la Europa del siglo XVI. En Estados Unidos, fue el proletariado
nigeriano lo que me hizó retornar a las luchas por lo común y al sometimiento
capitalista de las mujeres, dentro y fuera de Europa. Al regresar, también
comencé a enseñar en un programa interdisciplinario en el que debía hacer frente
a un tipo distinto de “cercamiento”: el cercamiento del saber, es decir, la
creciente pérdida, entre las nuevas generaciones, del sentido histórico de
nuestro pasado común. Es por eso que en
Calibán y la bruja
reconstruyo las luchas anti-feudales de la Edad
Media y las luchas con las que el proletariado europeo resistió a la llegada del
capitalismo. Mi objetivo no es sólo poner a disposición de los no especialistas
las pruebas en las que se sustenta mi análisis, sino revivir entre las
generaciones jóvenes la memoria de una larga historia de resistencia que hoy
corre el peligro de ser borrada. Preservar esta memoria es crucial si hemos de
encontrar una alternativa al capitalismo. Esta posibilidad dependerá de nuestra
capacidad de oír las voces de aquéllos que han recorrido caminos similares.
Introducción
Desde Marx, estudiar la génesis del capitalismo ha sido un paso
obligado para aquellos activistas y académicos convencidos de que la primera
tarea en la agenda de la humanidad es la construcción de una alternativa a la
sociedad capitalista. No sorprende que cada nuevo movimiento revolucionario haya
regresado a la “transición al capitalismo”, aportándole las perspectivas de
nuevos sujetos sociales y descubriendo nuevos terrenos de explotación y
resistencia.1
Si bien este libro está concebido dentro de esa
tradición, hay dos consideraciones en particular que también lo han motivado. En
primer lugar, un deseo de repensar el desarrollo del capitalismo desde un punto
de vista feminista, evitando las limitaciones de una “historia de las mujeres”
separada del sector masculino de la clase trabajadora. El título
Calibán y la bruja, inspirado en
La
tempestad
de Shakespeare, refleja este esfuerzo. En mi interpretación, sin
embargo, Calibán no sólo representa al rebelde anticolonial cuya lucha resuena
en la literatura caribeña contemporánea, sino que también constituye un símbolo
para el proletariado mundial y, más específicamente, para el cuerpo proletario
como terreno e instrumento de resistencia a la lógica del capitalismo. Más
importante aún, la figura de la bruja, que en
La tempestad
se encuentra confinada a un segundo plano, se
ubica en este libro en el centro de la escena, en tanto encarnación de un mundo
de sujetos femeninos que el capitalismo no ha destruido: la hereje, la
curandera, la esposa desobediente, la mujer que se anima a vivir sola, la mujer
obeah
que envenenaba la comida del amo e inspiraba a los esclavos a rebelarse.
La segunda motivación de este libro ha sido,
con la nueva expansión de las relaciones capitalistas, el retorno a nivel
mundial de un conjunto de fenómenos que usualmente venían asociados a la génesis
del capitalismo. Entre ellos se encuentra una nueva serie de “cercamientos” que
han expropiado a millones de productores agrarios de su tierra, además de la
pauperización masiva y la criminalización de los trabajadores, por medio de
políticas de encarcelamiento que nos recuerdan al “Gran confinamiento” descrito
por Michel Foucault en su estudio sobre la historia de la locura. También hemos
sido testigos del desarrollo mundial de nuevos movimientos de diáspora
acompañados por la persecución de lo trabajadores migrantes. Algo que nos
recuerda, una vez más, las “Leyes sangrientas” introducidas en la Europa de los
siglos XVI y XVII con el objetivo de poner a los “vagabundos” a disposición de
la explotación local.
Aún más importante para este libro ha sido la
intensificación de la violencia contra las mujeres, e incluso en algunos países
(como, por ejemplo, Sudáfrica y Brasil) el retorno de la caza de brujas. ¿Por
qué, después de 500 años de dominio del capital, a comienzos del tercer milenio
aún hay trabajadores que son masivamente definidos como pobres, brujas y
bandoleros? ¿De qué manera se relacionan la expropiación y la pauperización con
el permanente ataque contra las mujeres? ¿Qué podemos aprender acerca del
despliegue capitalista, pasado y presente, cuando es examinado desde una
perspectiva feminista?
Con estas preguntas en mente he vuelto a
analizar la “transición” del feudalismo al capitalismo desde el punto de vista
de las mujeres, el cuerpo y la acumulación originaria. Cada uno de estos
conceptos hace referencia a un marco conceptual que sirve de punto de referencia
para este trabajo: el feminista, el marxista y el foucaultiano. Por eso, voy a
comenzar esta introducción con algunas observaciones sobre la relación entre mi
propia perspectiva de análisis y cada una de estos marcos de referencias.
La “acumulación originaria” es un término usado
por Marx en el Tomo I de
El Capital
con el fin de caracterizar el proceso político en el que se sustenta
el desarrollo de las relaciones capitalistas. Se trata de un término útil en la
medida que nos proporciona un denominador común que permite conceptualizar los
cambios, producidos por la llegada del capitalismo en las relaciones económicas
y sociales. Su importancia yace, especialmente, en el hecho de que Marx trate la
“acumulación originaria” como un proceso fundacional, lo que revela las
condiciones estructurales que hicieron posible la sociedad capitalista. Esto nos
permite leer el pasado como algo que sobrevive en el presente, una consideración
esencial para el uso del término en este trabajo.
Sin embargo, mi análisis se aparta del de Marx
por dos vías distintas. Si Marx examina la acumulación originaria desde el punto
de vista del proletariado asalariado de sexo masculino y el desarrollo de la
producción de mercancías, yo la examino desde el punto de vista de los cambios
que introduce en la posición social de las mujeres y en la producción de la
fuerza de trabajo.2
De aquí que mi descripción de la acumulación originaria incluya una serie de
fenómenos que están ausentes en Marx y que, sin embargo, son extremadamente
importantes para la acumulación capitalista. Éstos incluyen: i) el desarrollo de
una nueva división sexual del trabajo que somete el trabajo femenino y la
función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo;
ii) la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las
mujeres del trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la
mecanización del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las
mujeres, en una máquina de producción de nuevos trabajadores. Y lo que es más
importante, he situado en el centro de este análisis de la acumulación
originaria las cacerías de brujas de los siglos XVI y XVII; sostengo aquí que la
persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan
importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la
expropiación del campesinado europeo de sus tierras.
Este análisis se diferencia también del de Marx
en su evaluación del legado y de la función de la acumulación originaria. Si
bien Marx era agudamente consciente del carácter criminal del desarrollo
capitalista –su historia, declaró, “está escrita en los anales de la humanidad
con letras de fuego y sangre”– no cabe duda de que lo consideraba como un paso
necesario en el proceso de liberación humana. Creía que acababa con la propiedad
en pequeña escala e incrementaba (hasta un grado no alcanzado por ningún otro
sistema económico) la capacidad productiva del trabajo, creando las condiciones
materiales para liberar a la humanidad de la escasez y la necesidad. También
suponía que la violencia que había presidido las primeras fases de la expansión
capitalista retrocedería con la maduración de las relaciones capitalistas; a
partir de ese momento la explotación y el disciplinamiento del trabajo serían
logradas fundamentalmente a través del funcionamiento de las leyes económicas
(Marx, [1867] 1909, T. I). En esto estaba profundamente equivocado. Cada fase de
la globalización capitalista, incluida la actual, ha venido acompañada de un
retorno a los aspectos más violentos de la acumulación originaria, lo que
demuestra que la continua expulsión de los campesinos de la tierra, la guerra y
el saqueo a escala global y la degradación de las mujeres son condiciones
necesarias para la existencia del capitalismo en cualquier época.
Debería agregar que Marx nunca podría haber
supuesto que el capitalismo allanaba el camino hacia la liberación humana si
hubiera mirado su historia desde el punto de vista de las mujeres. Esta historia
enseña que, aun cuando los hombres alcanzaron un cierto grado formal de
libertad, las mujeres siempre fueron tratadas como seres socialmente inferiores,
explotadas de un modo similar a formas de esclavitud. “Mujeres”, entonces, en el
contexto de este libro, significa no sólo una historia oculta que necesita
hacerse visible, sino una forma particular de explotación y, por lo tanto, una
perspectiva especial desde la cual reconsiderar la historia de las relaciones
capitalistas.
Este proyecto no es nuevo. Desde el comienzo
del Movimiento Feminista las mujeres han vuelto una y otra vez sobre la
“transición al capitalismo”, aun cuando no siempre lo hayan reconocido. Durante
cierto tiempo, el marco principal que configuraba la historia de las mujeres fue
de carácter cronológico. La designación más común que han utilizado las
historiadoras feministas para describir el periodo de transición ha sido el de
“la temprana modernidad europea”, que, dependiendo de la autora, podía designar
el siglo XIII o el XVII.
En los años ochenta, sin embargo, aparecieron
una serie de trabajos que asumieron una perspectiva más crítica. Entre éstos
estaban los ensayos de Joan Kelly sobre el Renacimiento y las
Querelles des femmes. The Death of Nature [Querelles des femmes.
La muerte de la naturaleza] (1981) de Carolyn Merchant,
L’Arcano della Riproduzione
(1981) [El
arcano de la reproducción] de Leopoldina Fortunati,
Working Women in Renaissance Germany
(1986) [Mujeres trabajadoras en el Renacimiento alemán] y
Patriarchy and Accumulation on a World Scale
(1986) [Patriarcado y acumulación a escala global] de Maria Mies. A estos trabajos debemos agregar una gran cantidad
de monografías que a lo largo de las últimas dos décadas han reconstruido la
presencia de las mujeres en las economías rural y urbana de la Europa medieval y
moderna, así como la vasta literatura y el trabajo de documentación que se ha
realizado sobre la caza de brujas y las vidas de las mujeres en la América
pre-colonial y de las islas del Caribe. Entre estas últimas, quiero recordar
especialente
The Moon, The Sun, and the Witches
(1987) [La luna, el sol y las brujas] de Irene Silverblatt, el primer informe sobre la caza de brujas en
el Perú colonial y
Natural Rebels. A Social History of Barbados
(1995) [Rebeldes naturales. Una historia social de
Barbados] de Hilary Beckles que, junto con
Slave Women in Caribbean Society: 1650-1838
(1990) [Mujeres esclavas en la sociedad caribeña:
1650-1838] de Barbara Bush, se encuentran entre los
textos más importantes que se han escrito sobre la historia de las mujeres
esclavizadas en las plantaciones del Caribe.
Esta producción académica ha confirmado que la
reconstrucción de la historia de las mujeres o la mirada de la historia desde un
punto de vista femenino implica una redefinición de las categorías históricas
aceptadas, que visibilice las estructuras ocultas de dominación y explotación.
De este modo, el ensayo de Kelly, “Did Women have a Renaissance?” (1984)
[“¿Tuvieron las mujeres un Renacimiento?”], debilitó la periodización histórica
clásica que celebra el Renacimiento como un ejemplo excepcional de hazaña
cultural.
Querelles des femmes. The Death of Nature
de Carolyn Merchant cuestionó la creencia en el carácter socialmente
progresista de la revolución científica, al defender que el advenimiento del
racionalismo científico produjo un desplazamiento cultural desde un paradigma
orgánico hacia uno mecánico que legitimó la explotación de las mujeres y de la
naturaleza.
De especial importancia ha sido
Patriarchy and Accumulation on a World Scale
de Maria Mies, un trabajo ya clásico que reexamina la acumulación
capitalista desde un punto de vista no-eurocéntrico, y que al conectar el
destino de las mujeres en Europa al de los súbditos coloniales de dicho
continente brinda una nueva comprensión del lugar de las mujeres en el
capitalismo y en el proceso de globalización.
Calibán y la bruja
se basa en estos trabajos y en los estudios contenidos en
Il Grande Calibano
(analizado en el Prefacio). Sin embargo, su alcance histórico es más amplio, en
tanto que el libro conecta el desarrollo del capitalismo con la crisis de
reproducción y las luchas sociales del periodo feudal tardío, por un lado, y con
lo que Marx define como la “formación del proletariado”, por otro. En este
proceso, el libro aborda una serie de preguntas históricas y metodológicas que
han estado en el centro del debate sobre la historia de las mujeres y de la
teoría feminista.
La pregunta histórica más importante que aborda
este libro es la de cómo explicar la ejecución de cientos de miles de “brujas” a
comienzos de la era moderna y por qué el capitalismo surge mientras está en
marcha esta guerra contra las mujeres. Las académicas feministas han
desarrollado un esquema que arroja bastante luz sobre la cuestión. Existe un
acuerdo generalizado sobre el hecho de que la caza de brujas trató de destruir
el control que las mujeres habían ejercido sobre su función reproductiva y que
sirvió para allanar el camino al desarrollo de un régimen patriarcal más
opresivo. Se defiende también que la caza de brujas estaba arraigada en las
transformaciones sociales que acompañaron el surgimiento del capitalismo. Sin
embargo, las circunstancias históricas específicas bajo las cuales la
persecución de brujas se desarrolló y las razones por las que el surgimiento del
capitalismo exigió un ataque genocida contra las mujeres aún no han sido
investigadas. Ésta es la tarea que emprendo en
Calibán y la bruja,
comenzando por el análisis de la caza de brujas en el contexto de la crisis
demográfica y económica de los siglos XVI y XVII y las políticas de tierra y
trabajo de la era mercantilista. Mi trabajo constituye aquí tan sólo un esbozo
de la investigación que sería necesaria a fin de clarificar las conexiones
mencionadas y, especialmente, la relación entre la caza de brujas y el
desarrollo contemporáneo de una nueva división sexual del trabajo que confina a
las mujeres al trabajo reproductivo. Sin embargo, es conveniente demostrar que
la persecución de las brujas (al igual que la trata de esclavos y los
cercamientos) constituyó un aspecto central de la acumulación y la formación del
proletariado moderno, tanto en Europa como en el “Nuevo Mundo”.
Hay otros modos en los que
Calibán y la bruja
dialoga con la “historia de las mujeres” y la teoría feminista. En
primer lugar, confirma que “la transición al capitalismo” es una cuestión
primordial para teoría feminista, ya que la redefinición de las tareas
productivas y reproductivas y de las relaciones hombre-mujer en este periodo,
que fue realizada con la máxima violencia e intervención estatal, no dejan dudas
sobre el carácter construido de los roles sexuales en la sociedad capitalista.
El análisis que aquí se propone nos permite trascender también la dicotomía
entre “género” y “clase”. Si es cierto que en la sociedad capitalista la
identidad sexual se convirtió en el soporte específico de las funciones del
trabajo, el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural
sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase.
Desde este punto de vista, los debates que han tenido lugar entre las feministas
posmodernas acerca de la necesidad de deshacerse de las “mujeres” como categoría
de análisis y definir al feminismo en términos puramente agonísticos, han estado
mal orientados. Para decirlo de otra manera: si en la sociedad capitalista la
“feminidad” se ha constituido como una función-trabajo que oculta la producción
de la fuerza de trabajo bajo la cobertura de un destino biológico, la “historia
de las mujeres” es la “historia de las clases” y la pregunta que debemos
hacernos es si se ha trascendido la división sexual del trabajo que ha producido
ese concepto en particular. En caso de que la respuesta sea negativa (tal y como
ocurre cuando consideramos la organización actual del trabajo reproductivo),
entonces “mujeres” es una categoría de análisis legítima, y las actividades
asociadas a la “reproducción” siguen siendo un terreno de lucha fundamental para
las mujeres –como lo eran para el movimiento feminista de los años setenta– y un
nexo de unión con la historia de las brujas.
Otra pregunta que analiza
Calibán y la bruja
es la que plantean las perspectivas opuestas que ofrecen los análisis feministas
y foucaultianos sobre el cuerpo, tal y como son usados en la interpretación de
la historia del desarrollo capitalista. Desde los comienzos del Movimiento de
Mujeres, las activistas y teóricas feministas han visto el concepto de “cuerpo”
como una clave para comprender las raíces del dominio masculino y de la
construcción de la identidad social femenina. Más allá de las diferencias
ideológicas, han llegado a la conclusión de que la categorización jerárquica de
las facultades humanas y la identificación de las mujeres con una concepción
degradada de la realidad corporal ha sido históricamente instrumental a la
consolidación del poder patriarcal y a la explotación masculina del trabajo
femenino. De este modo, los análisis de la sexualidad, la procreación y la
maternidad se han puesto en el centro de la teoría feminista y de la historia de
las mujeres. En particular, las feministas han sacado a la luz y han denunciado
las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de
explotación, centrados en los hombres, han intentado disciplinar y apropiarse
del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los cuerpos de las mujeres han
constituido los principales objetivos –lugares privilegiados– para el despliegue
de las técnicas de poder y de las relaciones de poder. Efectivamente, la enorme
cantidad de estudios feministas que se han producido desde principios de los
años setenta acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las
mujeres, los efectos de las violaciones y el maltrato y la imposición de la
belleza como una condición de aceptación social, constituyen una enorme
contribución al discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos, y señalan la
errónea percepción, tan frecuente entre los académicos, que atribuye su
descubrimiento a Michel Foucault.
Partiendo de un análisis de la “política del
cuerpo”, las feministas no sólo han revolucionado el discurso filosófico y
político contemporáneo sino que también han comenzado a revalorizar el cuerpo.
Éste ha sido un paso necesario tanto para confrontar la negatividad que acarrea
la identificación de feminidad con corporalidad, como para crear una visión más
holística de qué significa ser un ser humano.3
Esta valorización ha tomado varios perfiles, desde la búsqueda de
formas de saber no dualistas hasta el intento (con feministas que ven la
“diferencia” sexual como un valor positivo) de desarrollar un nuevo tipo de
lenguaje y de “[repensar] las raíces corporales de la inteligencia humana”.4
Tal y como ha señalado Rosi Braidotti, el cuerpo que se reclama no
ha de entenderse nunca como algo biológicamente dado. Sin embargo, eslóganes
como “recuperar la posesión del cuerpo” o “hacer hablar al cuerpo”5
han sido criticados por teóricos posestructuralistas y foucaultianos
que rechazan como ilusorio cualquier llamamiento a la liberación de los
instintos. Por su parte, las feministas han acusado al discurso de Foucault
sobre la sexualidad de omitir la diferenciación sexual, al mismo tiempo que se
apropiaba de muchos saberes desarrollados por el Movimiento Feminista. Esta
crítica es bastante acertada. Más aún, Foucault está tan intrigado por el
carácter “productivo” de las técnicas de poder de las que el cuerpo ha sido
investido, que su análisis deja prácticamente fuera cualquier crítica de las
relaciones de poder. El carácter casi defensivo de la teoría de Foucault sobre
el cuerpo se ve acentuado por el hecho de que considera al cuerpo como algo
constituido puramente por prácticas discursivas y de que está más interesado en
describir cómo se despliega el poder que en identificar su fuente. Así, el Poder
que produce al cuerpo aparece como una entidad autosuficiente, metafísica,
ubicua, desconectada de las relaciones sociales y económicas, y tan misteriosa
en sus variaciones como un Fuerza Motriz divina. ¿Puede un análisis de la
transición al capitalismo y de la acumulación originaria ayudarnos a ir más allá
de estas alternativas?
Creo que sí. Con respecto al enfoque feminista,
nuestro primer paso debe ser documentar las condiciones sociales e históricas
bajo las cuales el cuerpo se tornado elemento central y esfera de actividad
definitiva para la constitución de la feminidad. En esta línea,
Calibán y la bruja
muestra que, en la sociedad capitalista, el cuerpo es para las mujeres lo que la
fábrica es para los trabajadores asalariados varones: el principal terreno de su
explotación y resistencia, en la misma medida en que el cuerpo femenino ha sido
apropiado por el estado y los hombres, forzado a funcionar como un medio para la
reproducción y la acumulación de trabajo. En este sentido, es bien merecida la
importancia que ha adquirido el cuerpo, en todos sus aspectos –maternidad,
parto, sexualidad–, tanto dentro de la teoría feminista como en la historia de
las mujeres.
Calibán
y la bruja
corrobora también el saber feminista que se niega a identificar el
cuerpo con la esfera de lo privado y, en esa línea, habla de una “política del
cuerpo”. Más aún, explica cómo para las mujeres el cuerpo puede ser tanto una
fuente de identidad como una prisión y por qué tiene tanta importancia para las
feministas y, a la vez, resulta tan problemático su valoración.
En cuanto a la teoría de Foucault, la historia
de la acumulación originaria ofrece muchos contraejemplos, demostrando que sólo
puede defenderse al precio de realizar omisiones históricas extraordinarias. La
más obvia es la omisión de la caza de brujas y el discurso sobre la demonología
en su análisis sobre el disciplinamiento del cuerpo. De haber sido incluidas,
sin lugar a dudas hubieran inspirado otras conclusiones. Puesto que ambas
demuestran el carácter represivo del poder desplegado contra las mujeres, y lo
inverosímil de la complicidad y la inversión de roles que Foucault, en su
descripción de la dinámica de los micro-poderes, imagina que existen entre las
víctimas y sus perseguidores.
El estudio de la caza de brujas también desafía
la teoría de Foucault relativa al desarrollo del “biopoder”, despojándola del
misterio con el que cubre la emergencia de este régimen. Foucault registra la
mutación –suponemos que en la Europa del siglo XVIII– desde un tipo de poder
construido sobre el derecho de matar, hacia un poder diferente que se ejerce a
través de la administración y promoción de las fuerzas vitales, como el
crecimiento de la población. Pero no ofrece pistas sobre sus motivaciones. Sin
embargo, si ubicamos esta mutación en el contexto del surgimiento del
capitalismo el enigma se desvanece: la promoción de las fuerzas de la vida no
resulta ser más que el resultado de una nueva preocupación por la acumulación y
la reproducción de la fuerza de trabajo. También podemos observar que la
promoción del crecimiento poblacional por parte del estado puede ir de la mano
de una destrucción masiva de la vida; pues en muchas circunstancias históricas
–como, por ejemplo, la historia de la trata de esclavos– una es condición de la
otra. Efectivamente, en un sistema donde la vida está subordinada a la
producción de ganancias, la acumulación de fuerza de trabajo sólo puede lograrse
con el máximo de violencia para que, en palabras de Maria Mies, la violencia
misma se transforme en la fuerza más productiva.
Para concluir, lo que Foucault habría aprendido
si en su
Historia de la sexualidad
(1978) hubiera estudiado la caza de brujas en lugar de concentrarse
en la confesión pastoral, es que esa historia no puede escribirse desde el punto
de vista de un sujeto universal, abstracto, asexual. Más aún, habría reconocido
que la tortura y la muerte pueden ponerse al servicio de la “vida” o, mejor, al
servicio de la producción de la fuerza de trabajo, dado que el objetivo de la
sociedad capitalista es transformar la vida en capacidad para trabajar y en
“trabajo muerto”.6
Desde este punto de vista, la acumulación
originaria ha sido un proceso universal en cada fase del desarrollo capitalista.
No es casualidad que su ejemplo histórico originario haya sedimentado
estrategias que ante cada gran crisis capitalista han sido relanzadas, de
diferentes maneras, con el fin de abaratar el coste del trabajo y esconder la
explotación de las mujeres y los sujetos coloniales.
Esto es lo que ocurrió en el siglo XIX, cuando
las respuestas al surgimiento del socialismo, la Comuna de París y la crisis de
acumulación de 1873 fueron la “Pelea por África” y la invención de la familia
nuclear en Europa, centrada en la dependencia económica de las mujeres a los
hombres –seguida de la expulsión de las mujeres de los puestos de trabajo
remunerados. Esto es también lo que ocurre en la actualidad, cuando una nueva
expansión del mercado de trabajo está intentando devolvernos atrás en el tiempo
en relación con la lucha anticolonial y las luchas de otros sujetos rebeldes
–estudiantes, feministas, obreros industriales– que en los años sesenta y
setenta debilitaron la división sexual e internacional del trabajo.
No sorprende, entonces, que la violencia a gran
escala y la esclavitud hayan estado a la orden del día, del mismo modo en que lo
estaban en el periodo de “transición”, con la diferencia de que hoy los
conquistadores son los oficiales del Banco Mundial y del Fondo Monetario
Internacional, que todavía predican sobre el valor de un centavo a las mismas
poblaciones a las que las potencias mundiales dominantes han robado y
pauperizado durante siglos. Una vez más, mucha de la violencia desplegada está
dirigida contra las mujeres, porque, en la era de las computadoras, la conquista
del cuerpo femenino sigue siendo una precondición para la acumulación de trabajo
y riqueza, tal y como lo demuestra la inversión institucional en el desarrollo
de nuevas tecnologías reproductivas que, más que nunca, reducen a las mujeres a
meros vientres.
También la “feminización de la pobreza” que ha
acompañado la difusión de la globalización adquiere un nuevo significado cuando
recordamos que éste fue el primer efecto del desarrollo del capitalismo sobre
las vidas de las mujeres.
Efectivamente, la lección política que podemos
aprender de
Calibán y la bruja
es que el capitalismo, en tanto sistema económico-social, está
necesariamente vinculado con el racismo y el sexismo. El capitalismo debe
justificar y mistificar las contradicciones incrustadas en sus relaciones
sociales –la promesa de libertad frente a la realidad de la coacción
generalizada y la promesa de prosperidad frente a la realidad de la penuria
generalizada– denigrando la “naturaleza” de aquéllos a quienes explota: mujeres,
súbditos coloniales, descendientes de esclavos africanos, inmigrantes
desplazados por la globalización.
En el corazón del capitalismo no sólo
encontramos una relación simbiótica entre el trabajo asalariado-contractual y la
esclavitud sino también, y en relación con ella, podemos detectar la dialéctica
que existe entre acumulación y destrucción de la fuerza de trabajo, tensión por
la que las mujeres han pagado el precio más alto, con sus cuerpos, su trabajo,
sus vidas.
Resulta, por lo tanto, imposible asociar el
capitalismo con cualquier forma de liberación o atribuir la longevidad del
sistema a su capacidad de satisfacer necesidades humanas. Si el capitalismo ha
sido capaz de reproducirse, ello sólo se debe al entramado de desigualdades que
ha construido en el cuerpo del proletariado mundial y a su capacidad de
globalizar la explotación. Este proceso sigue desplegándose ante nuestros ojos,
tal y como lo ha hecho a lo largo de los últimos 500 años.
La diferencia radica en que hoy en día la
resistencia al capitalismo también ha alcanzado una dimensión global.
Notas
1. El estudio de la transición al capitalismo tiene una larga
historia, que no por casualidad coincide con la de los principales movimientos
políticos de este siglo. Historiadores marxistas como Maurice Dobb, Rodney
Hilton y Christopher Hill (1953) revisitaron la “transición” en los años
cuarenta y cincuenta, después de los debates generados por la consolidación de
la Unión Soviética, la emergencia de los estados socialistas en Europa y en Asia
y lo que en ese momento aparecía como la inminente crisis capitalista. La
“transición” fue, de nuevo, revisitada en 1960 por los teóricos tercermundistas
(Samir Amin, André Gunder Frank), en el contexto de los debates del momento
sobre el neo-colonialismo, el “subdesarrollo” y el “intercambio desigual” entre
el “Primer” y el “Tercer” mundo.
2. Estas dos realidades están estrechamente conectadas en este
análisis, ya que en el capitalismo la reproducción generacional de los
trabajadores y la regeneración cotidiana de su capacidad de trabajo se han
convertido en un “trabajo de mujeres”, si bien mistificado, por su condición
no-asalariada, como servicio personal e incluso como recurso natural.
3. No sorprende que la valoración del cuerpo haya estado presente en
casi toda la literatura de la “segunda ola” del feminismo del siglo XX, tal y
como ha sido caracterizada la literatura producida por la revuelta anticolonial
y por los descendientes de los esclavos africanos. En este terreno, cruzando
grandes fronteras geográficas y culturales,
A Room of One’s Own
[Una habitación propia]
(1929), de Virginia Woolf, anticipó
Cahier
d’un retour au pays natal [Cuadernos
del retorno a un país natal]
(1938) de Aimé Cesaire, cuando regaña a su audiencia femenina y, por detrás, al
mundo femenino, por no haber logrado producir otra cosa que niños.
Jóvenes, diría que […] ustedes
nunca han hecho un descubrimiento de cierta importancia. Nunca han hecho temblar
a un imperio o conducido un ejército a la batalla. Las obras de Shakesperare no
son suyas […] ¿Qué excusa tienen? Está bien para ustedes decir, señalando las
calles y las plazas y las selvas del mundo plagadas de habitantes negros y
blancos y de color café […] hemos estado haciendo otro trabajo. Sin él, esos
mares no serían navegados y esas tierras fértiles serían un desierto. Hemos
alzado y criado y enseñado, tal vez hasta la edad de seis o siete, a los mil
seiscientos veintitrés millones de seres humanos que, de acuerdo a las
estadísticas, existen, algo que, aun cuando algunas hayan tenido ayuda, requiere
tiempo (Woolf, 1929: 112).
Esta capacidad de subvertir la imagen degradada de la feminidad, que
ha sido construida a través de la identificación de las mujeres con la
naturaleza, la materia, lo corporal, es la potencia del “discurso feminista
sobre el cuerpo” que trata de desenterrar lo que el control masculino de nuestra
realidad corporal ha sofocado. Sin embargo, es una ilusión concebir la
liberación femenina como un “retorno al cuerpo”. Si el cuerpo femenino –como
discuto en este trabajo– es un significante para el campo de actividades
reproductivas que ha sido apropiado por los hombres y el estado y convertido en
un instrumento de producción de fuerza de trabajo (con todo lo que esto supone
en términos de reglas y regulaciones sexuales, cánones estéticos y castigos),
entonces el cuerpo es el lugar de una alienación fundamental que puede superarse
sólo con el fin de la disciplina-trabajo que lo define. Esta tesis se verifica
también para los hombres. La descripción de un trabajador que se siente a gusto
sólo en sus funciones corporales hecha por Marx ya intuía este hecho. Marx, sin
embargo, nunca expuso la magnitud del ataque al que el cuerpo masculino estaba
sometido con el advenimiento del capitalismo. Irónicamente, al igual que Michel
Foucault, Marx enfatizó también la productividad del trabajo al que los
trabajadores están subordinados –una productividad que para él es la condición
para el futuro dominio de la sociedad por los trabajadores. Marx no observó que
el desarrollo de las potencias industriales de los trabajadores fue a costa del
subdesarrollo de sus poderes como individuos sociales, aunque reconociese que
los trabajadores en la sociedad capitalista están tan alienados de su trabajo,
de sus relaciones con otros y de los productos de su trabajo como para estar
dominados por éstos como si se tratara de una fuerza ajena.
4. Braidotti (1991: 219). Para una discusión del pensamiento
feminista sobre el cuerpo, veáse
EcoFeminism as Politics [El
ecofeminismo como política]
(1997), de Ariel Salleh, especialmente los capítulos 3, 4 y 5; y
Patterns of Dissonance
[Patrones de disonancia]
(1991), de Rosi Braidotti, especialmente la sección titulada “Repossessing the
Body: A Timely Project” (219-24).
5. Me estoy refiriendo aquí al proyecto de
ècriture feminine,
una teoría y movimiento literarios que se desarrollaron en Francia en la década
1970 entre las feministas estudiosas del psicoanálisis lacaniano que trataban de
crear un lenguaje que expresara la especificidad del cuerpo femenino y la
subjetividad femenina (Braidotti,
ibídem).
6. El “trabajo muerto” es el trabajo ya realizado que queda
objetivado en los medios de producción. Según Marx el “trabajo muerto” depende
de la capacidad humana presente (“trabajo vivo”), pero el capital es “trabajo
muerto” que subordina y explota esa capacidad (Marx, 2006, T. I). [N. del E.]
Imágenes
Grabado de brujas conjurando un chaparrón de lluvia. En Ulrich Molitor, De Lamiies et Pythonicis Mulieribus (Sobre mujeres hechiceras y adivinas) (1489) |
Mujer llevando una canasta de espinacas.
En la Edad Media las
mujeres a menudo cultivaban huertas donde plantaban hierbas
medicinales. Su conocimiento de las propiedades de las hierbas es
uno de los secretos que han sido transmitidos de generación en
generación. Italiano, c. 1385
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