Calibán
y la bruja, de Silvia Federici
CAPÍTULO
La gran
caza de brujas en Europa
Las épocas de la quema de brujas y la iniciativa estatal
Creencias diabólicas y cambios en el modo de producción
Caza de brujas y sublevación de clases
La caza de brujas, la caza de mujeres y la acumulación del trabajo
La caza de brujas y la supremacía masculina: la domesticación de las mujeres
La caza de brujas y la racionalización capitalista de la sexualidad
La caza de brujas y el Nuevo Mundo
La bruja, la curandera y el nacimiento de la ciencia moderna
__________________
La gran caza de brujas en Europa
Une bête imparfaite, sans foy, sans crainte, sans costance.
[Una bestia imperfecta, sin fe, sin temor, sin constancia]
Dicho francés del siglo XVII sobre las mujeres.
De cintura para
abajo son centauros,
aunque sean mujeres por arriba.
Hasta el talle gobiernan los dioses;
hacia abajo, los demonios.
Ahí está el
infierno, las tinieblas,
el pozo
sulfúreo, ardiendo, quemando;
peste, podredumbre.
Shakespeare, Rey Lear, 1606.
Ustedes son las verdaderas hienas, que nos encantan con la blancura de sus pieles y cuando la locura nos ha puesto a su alcance, se abalanzan sobre nosotros. Ustedes son las traidoras a la Sabiduría, el impedimento de la Industria […] los impedimentos de la Virtud y los acosos que nos conducen hacia todos los vicios, la impiedad y la ruina. Ustedes son el Paraíso de los Necios, la Plaga del Sabio y el Gran Error de la Naturaleza.
Walter Charleton,
La matrona de Efeso, 1659.
Introducción
La caza de brujas rara vez
aparece en la historia del proletariado. Hasta hoy, continúa siendo uno de los
fenómenos menos estudiados en la historia de Europa1
o, tal vez, de la
historia mundial, si consideramos que la acusación de adoración al Demonio fue
llevada al “Nuevo Mundo” por los misioneros y conquistadores como una
herramienta para la subyugación de las poblaciones locales.
El hecho de que las víctimas, en Europa, hayan sido fundamentalmente mujeres
campesinas da cuenta, tal vez, de la trasnochada indiferencia de los
historiadores hacia este genocidio; una indiferencia que ronda la complicidad,
ya que la eliminación de las brujas de las páginas de la historia ha contribuido
a trivializar su eliminación física en la hoguera, sugiriendo que fue un
fenómeno de significado menor, cuando no una cuestión de folclore.
Incluso los estudiosos de la caza de brujas (en el pasado eran casi
exclusivamente hombres) fueron con frecuencia dignos herederos de los
demonólogos del siglo XVI. Al tiempo que deploraban el exterminio de las brujas,
muchos han insistido en retratarlas como necias despreciables, que padecían
alucinaciones. De esta manera su persecución podría explicarse como un proceso
de “terapia social”, que sirvió para reforzar la cohesión amistosa (Midelfort,
1972: 3) podría ser descrita en términos médicos como “pánico”, “locura”,
“epidemia”, caracterizaciones todas que exculpan a los cazadores de brujas y
despolitizan sus crímenes.
Los ejemplos de la misoginia que ha inspirado el abordaje académico de la caza
de brujas son abundantes. Tal y como señaló Mary Daly ya en 1978, buena parte de
la literatura sobre este tema ha sido escrita desde “un punto de vista favorable
a la ejecución de las mujeres”, lo que desacredita a las víctimas de la
persecución retratándolas como fracasos sociales (mujeres “deshonradas” o
frustradas en el amor) o incluso como pervertidas que disfrutaban burlándose de
sus inquisidores masculinos con sus fantasías sexuales. Daly (1978: 213) cita el
ejemplo de The History of Psychiatry, de F.
G. Alexander y S. T. Selesnick donde leemos que:
[…] las brujas acusadas daban
frecuentemente ventaja a sus perseguidores.
Una bruja aliviaba su culpa confesando sus fantasías
sexuales en la audiencia pública; al mismo tiempo,
alcanzaba cierta gratificación erótica al
detenerse en todos los detalles ante sus
acusadores masculinos. Estas mujeres, gravemente
perturbadas desde el punto de vista emocional, eran particularmente susceptibles
a la sugerencia de que albergaban demonios y diablos, y estaban dispuestas a
confesar su cohabitación con espíritus malignos, de la misma manera que hoy en
día los individuos perturbados, influidos
por los titulares de los diarios, fantasean con ser
asesinos con orden de captura.
Tanto en la primera como en la
segunda generación de especialistas académicos en la caza de brujas podemos
encontrar excepciones a esta tendencia de acusar a las víctimas. Entre ellos
debemos recordar a Alan Macfarlane (1970), E. W. Monter (1969, 1976, 1977) y
Alfred Soman (1992). Pero sólo el movimiento feminista ha logrado que la caza de
brujas emergiese de la clandestinidad a la que se la había confinado, gracias a
la identificación de las feministas con las brujas, adoptadas pronto como
símbolo de la revuelta femenina (Bovenschen, 1978: 83 y sig.).2
Las feministas
reconocieron rápidamente que cientos de miles de mujeres no podrían haber sido
masacradas y sometidas a las torturas más crueles de no haber sido porque
planteaban un desafío a la estructura de poder. También se dieron cuenta de que
tal guerra contra las mujeres, que se sostuvo durante un periodo de al menos dos
siglos, constituyó un punto decisivo en la historia de las mujeres en Europa. El
“pecado original” fue el proceso de degradación social que sufrieron las mujeres
con la llegada del capitalismo. Lo que la conforma, por lo tanto, como un
fenómeno al que debemos regresar de forma reiterada si queremos comprender la
misoginia que todavía caracteriza la práctica institucional y las relaciones
entre hombres y mujeres.
A diferencia de las feministas,
los historiadores marxistas incluso cuando se dedican al estudio de la
“transición al capitalismo”, salvo muy pocas excepciones, han consignado la caza
de brujas al olvido, como si careciera de relevancia para la historia de la
lucha de clases. Las dimensiones de la masacre deberían, no obstante, haber
levantado algunas sospechas: en menos de dos siglos cientos de miles de mujeres
fueron quemadas, colgadas y torturadas.3
Debería haberse
considerado significativo que la caza de brujas fuera contemporánea a la
colonización y al exterminio de las poblaciones del Nuevo Mundo, los
cercamientos ingleses, el comienzo de la trata de esclavos, la promulgación de
“leyes sangrientas” contra los vagabundos y mendigos, y que alcanzara su punto
culminante en el interregno entre el fin del feudalismo y el “despegue”
capitalista, cuando los campesinos en Europa alcanzaron el punto máximo de su
poder, al tiempo que sufrieron su mayor derrota histórica. Hasta ahora, sin
embargo, este aspecto de la acumulación originaria verdaderamente ha sido un
secreto.4
Las épocas de
la quema de brujas y la iniciativa estatal
Lo que todavía no se ha
reconocido es que la caza de brujas constituyera uno de los acontecimientos más
importantes del desarrollo de la sociedad capitalista y de la formación del
proletariado moderno. El desencadenamiento de una campaña de terror contra las
mujeres, no igualada por ninguna otra persecución, debilitó la capacidad de
resistencia del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su contra por la
aristocracia terrateniente y el estado; siempre en una época en que la comunidad
campesina comenzaba a desintegrarse bajo el impacto combinado de la
privatización de la tierra, el aumento de los impuestos y la extensión del
control estatal sobre todos los aspectos de la vida social. La caza de brujas
ahondó las divisiones entre mujeres y hombres, inculcó a los hombres el miedo al
poder de las mujeres y destruyó un universo de prácticas, creencias y sujetos
sociales cuya existencia era incompatible con la disciplina del trabajo
capitalista, redefiniendo así los principales elementos de la reproducción
social. En este sentido, y de un modo similar al ataque a la “cultura popular” y
el “Gran Encierro” de pobres y vagabundos en workhouses5
y casas
correccionales, la caza de brujas fue un elemento esencial de la acumulación
originaria y de la “transición” al capitalismo.
Más adelante veremos qué tipo
de miedos logró disipar la caza de brujas en la clase dominante y qué efectos
tuvo ésta en la posición de las mujeres en Europa. Ahora quiero subrayar que,
contrariamente a la visión propagada por la Ilustración, la caza de brujas no
fue el último destello de un mundo feudal agonizante. Es bien sabido que la
“supersticiosa” Edad Media no persiguió a ninguna bruja; el mero concepto de
“brujería” no cobró forma hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y
ejecuciones masivas durante los “Años Oscuros”, a pesar del hecho de que la
magia impregnaba la vida cotidiana y de que, desde el Imperio Romano tardío,
había sido temida por la clase dominante como herramienta de insubordinación
entre los esclavos.6
En los siglos VII y VIII, se
introdujo el crimen de maleficium en los códigos de los nuevos reinos
Teutónicos, tal y como había ocurrido con el código romano. Esta era la época de
la conquista árabe que, aparentemente, enfervorizó los corazones de los esclavos
en Europa ante la perspectiva de la libertad, animándoles a tomar las armas
contra sus dueños.7
Esta innovación
legal puede haber sido así una reacción al miedo generado entre las elites por
el avance de los “sarracenos” que, según se creía, eran grandes expertos en las
artes mágicas (Chejne, 1983: 115-32). Pero en aquella época sólo eran castigadas
por maleficium aquellas prácticas mágicas que infligían daño a las
personas y a las cosas, y la Iglesia sólo usó esta expresión para criticar a
aquéllos que creían en los actos de magia.8
La situación cambió hacia
mediados del siglo XV. En esta época de revueltas populares, epidemias y de
crisis feudal incipiente tuvieron lugar los primeros juicios a brujas (en
Francia meridional, Alemania, Suiza e Italia), las primeras descripciones del
aquelarre (Monter, 1976: 18)9
y el desarrollo de
la doctrina sobre la brujería, en la que la magia fue declarada una forma de
herejía y el máximo crimen contra Dios, la Naturaleza y el Estado (Monter, 1976:
11-7). Entre 1435 y 1487 se escribieron veintiocho tratados sobre brujería
(Monter, 1976: 19), culminando, en la víspera del viaje de Colón, con la
publicación en 1486 del tristemente célebre Malleus Maleficarum (El
martillo de los brujos) que, de acuerdo con una nueva bula papal sobre la
cuestión, la Summis Desiderantes (1484) de Inocencio VIII, señalaba que
la Iglesia consideraba a la brujería como una nueva amenaza. No obstante, el
clima intelectual que predominó durante el Renacimiento, especialmente en
Italia, siguió caracterizado por el escepticismo respecto a todo lo relacionado
con lo sobrenatural. Los intelectuales italianos, desde Ludovico Ariosto hasta
Giordano Bruno y Nicolás Maquiavelo, vieron con ironía las historias clericales
sobre los actos del Diablo, haciendo hincapié, en cambio (especialmente en el
caso de Bruno), en el poder inicuo del oro y el dinero. Non incanti ma
contanti (“No encantos sino monedas”) es el lema de uno de los personajes de
una comedia de Bruno, que resume la perspectiva de la elite intelectual y los
círculos aristocráticos de la época (Parinetto, 1998: 29-99).
Fue después de mediados del siglo XVI, en las mismas décadas en que los
conquistadores españoles subyugaban a las poblaciones americanas, cuando empezó
a aumentar la cantidad de mujeres juzgadas como brujas, así como la iniciativa
de la persecución pasó de la Inquisición a las cortes seculares (Monter, 1976:
26). La caza de brujas alcanzó su punto máximo entre 1580 y 1630, es decir, en
la época en la que las relaciones feudales ya estaban dando paso a las
instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil. Fue en
este largo “Siglo de Hierro” cuando, prácticamente por medio de un acuerdo
tácito entre países a menudo en guerra entre sí, se multiplicaron las hogueras,
al tiempo que el estado comenzó a denunciar la existencia de brujas y a tomar la
iniciativa en su persecución.
La Constitutio Criminalis Carolina –el código legal Imperial promulgado
por Carlos V en 1532– estableció que la brujería sería penada con la muerte. En
la Inglaterra protestante, la persecución fue legalizada a través de tres Actas
del Parlamento aprobadas en 1542, 1563 y 1604, esta última introdujo la pena de
muerte incluso en ausencia de daño a personas o a cosas. Después de 1550, en
Escocia, Suiza, Francia y los Países Bajos españoles se aprobaron también leyes
y ordenanzas que hicieron de la brujería un crimen capital e incitaron a la
población a denunciar a las sospechosas de brujería. Éstas fueron expedidas
nuevamente en los años siguientes para aumentar la cantidad de personas que
podían ser ejecutadas y, nuevamente, para hacer de la brujería como tal,
y no de los daños que supuestamente provocaba, un crimen grave.
Los mecanismos de la
persecución confirman que la caza de brujas no fue un proceso espontáneo, “un
movimiento desde abajo al que las clases gobernantes y administrativas estaban
obligadas a responder” (Larner, 1983: 1). Como Christina Larner ha mostrado para
el caso de Escocia, la caza de brujas requería una vasta organización y
administración oficial.10
Antes de que los
vecinos se acusaran entre sí o de que comunidades enteras fueran presas del
“pánico”, tuvo lugar un adoctrinamiento sostenido en el que las autoridades
expresaron públicamente su preocupación por la propagación de las brujas y
viajaron de aldea en aldea para enseñarle a la gente a reconocerlas, en algunos
casos llevando consigo listados de mujeres sospechosas de ser brujas y
amenazando con castigar a quienes les dieran asilo o les brindaran ayuda (Larner,
1983: 2).
A partir del Sínodo de Aberdeen (1603), los ministros de la Iglesia
Presbiteriana de Escocia recibieron órdenes de preguntarle a sus feligreses,
bajo juramento, si sospechaban que alguna mujer fuera bruja. En las iglesias se
colocaron urnas para permitir que los informantes permanecieran en el anonimato;
entonces, después de que una mujer cayera bajo sospecha, el ministro exhortaba a
los fieles desde el púlpito a que testificaran en su contra, estando prohibido
brindarle asistencia alguna (Black, 1971: 13). En otros países también se
solicitaban denuncias. En Alemania, ésta era la tarea de los “visitantes”
designados por la Iglesia Luterana con el consentimiento de los príncipes
alemanes (Strauss, 1975: 54). En Italia septentrional, los ministros y las
autoridades alimentaban las sospechas y se aseguraban de que acabaran en
denuncias; también se aseguraban de que las acusadas estuvieran completamente
aisladas, forzándolas, entre otras cosas, a llevar carteles en sus vestimentas
para que la gente se mantuviera alejada de ellas (Mazzali, 1998: 112).
La caza de brujas fue también la primera persecución, en Europa, que usó
propaganda multimedia con el fin de generar una psicosis de masas entre la
población. Una de las primeras tareas de la imprenta fue alertar al público
sobre los peligros que suponían las brujas, a través de panfletos que
publicitaban los juicios más famosos y los detalles de sus hechos más atroces.
Para este trabajo se reclutaron artistas, entre ellos el alemán Hans Bandung, a
quien debemos algunos de los retratos de brujas más mordaces. Pero fueron los
juristas, magistrados y demonólogos, frecuentemente encarnados en la misma
persona, quienes más contribuyeron a la persecución. Fueron ellos quienes
sistematizaron los argumentos, respondieron a los críticos y perfeccionaron la
maquinaria legal que, hacia finales del siglo XVI, dio un formato normalizado,
casi burocrático, a los juicios, lo que explica las semejanzas entre las
confesiones más allá de las fronteras nacionales. En su trabajo, los hombres de
la ley contaron con la cooperación de los intelectuales de mayor prestigio de la
época, incluidos filósofos y hombres de ciencia que aún hoy son elogiados como
los padres del racionalismo moderno. Entre ellos estaba el teórico político
inglés Thomas Hobbes, quien a pesar de su escepticismo sobre la existencia de la
brujería, aprobó la persecución como forma de control social. Enemigo feroz de
las brujas –obsesivo en su odio hacia ellas y en sus llamamientos a un baño de
sangre– fue también Jean Bodin, el famoso abogado y teórico político francés, a
quien el historiador Trevor Roper llama el Aristóteles y el Montesquieu del
siglo XVI. Bodin, al que se le acredita la autoría del primer tratado sobre la
inflación, participó en muchos juicios y escribió un libro sobre “pruebas”
(Demomania,
1580) en el que insistía en que las brujas debían ser quemadas vivas, en lugar
de ser “misericordiosamente” estranguladas antes de ser arrojadas a las llamas;
que debían ser cauterizadas, así su carne se pudría antes de morir; y que sus
hijos también debían ser quemados.
Bodin no fue un caso aislado.
En este “siglo de genios” –Bacon, Kepler, Galileo, Shakespeare, Pascal,
Descartes– que fue testigo del triunfo de la revolución copernicana, el
nacimiento de la ciencia moderna y el desarrollo del racionalismo científico, la
brujería se convirtió en uno de los temas de debate favoritos de las elites
intelectuales europeas. Jueces, abogados, estadistas, filósofos, científicos y
teólogos se preocuparon por el “problema”, escribieron panfletos y demonologías,
acordaron que este era el crimen más vil y exigieron que fuera castigado.11
No puede haber duda, entonces,
de que la caza de brujas fue una iniciativa política de gran importancia.
La Iglesia Católica proveyó el andamiaje metafísico e ideológico para la caza de
brujas e instigó la persecución de las mismas de igual manera en que previamente
había instigado la persecución de los herejes. Sin la Inquisición, las numerosas
bulas papales que exhortaban a las autoridades seculares a buscar y castigar a
las “brujas” y, sobre todo, sin los siglos de campañas misóginas de la Iglesia
contra las mujeres, la caza de brujas no hubiera sido posible. Pero, al revés de
lo que sugiere el estereotipo, la caza de brujas no fue sólo un producto del
fanatismo papal o de las maquinaciones de la Inquisición Romana. En su apogeo,
las cortes seculares llevaron a cabo la mayor parte de los juicios, mientras que
en las regiones en las que operaba la Inquisición (Italia y España) la cantidad
de ejecuciones permaneció comparativamente más baja. Después de la Reforma
protestante, que debilitó el poder de la Iglesia Católica, la Inquisición
comenzó incluso a contener el celo de las autoridades contra las brujas, al
tiempo que intensificaba la persecución de los judíos (Milano, 1963: 287-89).12
Además, la Inquisición siempre dependió de la cooperación del estado para llevar
adelante las ejecuciones, ya que el clero quería evitar la vergüenza del
derramamiento de sangre. La colaboración entre la Iglesia y el estado fue aún
mayor en las regiones donde predominó la Reforma, en aquellas donde el estado se
había convertido en la Iglesia (como en Inglaterra) o la Iglesia se había
convertido en estado (como en Ginebra, y, en menor grado, en Escocia). Aquí una
rama del poder legislaba y ejecutaba, y la ideología religiosa revelaba
abiertamente sus connotaciones políticas.
La naturaleza política de la caza de brujas también queda demostrada por el
hecho de que tanto las naciones católicas como las protestantes, en guerra entre
sí en todo lo demás, se unieron y compartieron argumentos para perseguir a las
brujas. No es una exageración decir así que la caza de brujas fue el primer
terreno de unidad en la política de las nuevas Naciones-Estado europeas, el
primer ejemplo de unificación europea después del cisma de la Reforma.
Atravesando todas las fronteras, la caza de brujas se diseminó desde Francia e
Italia a Alemania, Suiza, Inglaterra, Escocia y Suecia.
¿Qué miedos instigaron semejante política concertada de genocidio? ¿Por qué se
desencadenó semejante violencia? Y ¿por qué fueron las mujeres su objetivo
principal?
Creencias
diabólicas y cambios en el modo de producción
Debe afirmarse inmediatamente
que, hasta el día de hoy, no hay respuestas seguras a estas preguntas. Un
obstáculo fundamental en el camino para hallar una explicación reside en el
hecho de que las acusaciones contra las brujas hayan sido tan grotescas e
increíbles que no puedan ser comparadas con ningún otro motivo o crimen.13
¿Cómo dar cuenta
del hecho de que durante más de dos siglos, en distintos países europeos,
cientos y cientos de mujeres fueron juzgadas, torturadas, quemadas vivas o
colgadas, acusadas de haber vendido su cuerpo y alma al Demonio y, por medios
mágicos, asesinado a veintenas de niños, succionado su sangre, fabricado
pociones con su carne, causado la muerte de sus vecinos destruyendo su ganado y
cultivos, levantado tormentas y realizado una cantidad mayor de abominaciones?
(Sin embargo, ¡aún hoy, algunos historiadores nos piden que creamos que la caza
de brujas fue completamente razonable en el contexto de la estructura de
creencias de la época!)
Un problema que se añade a todo
esto es que no contamos con el punto de vista de las víctimas, puesto que todo
lo que nos queda de sus voces son las confesiones redactadas por los
inquisidores, generalmente obtenidas bajo tortura y, por muy bien que escuchemos
–como ha hecho Carlo Ginzburg (1991)– lo que sale a la luz de folclore
tradicional entre las fisuras de las confesiones que se hallan en los archivos,
no contamos con ninguna forma de establecer su autenticidad. Además, el
exterminio de las brujas no puede explicarse como un simple producto de la
codicia: ninguna recompensa comparable a las riquezas de América podría haberse
obtenido de la ejecución y la confiscación de los bienes de mujeres que en su
mayoría eran muy pobres.14
Es por esta razón que algunos historiadores, como Brian Levack, se abstienen de
presentar una teoría explicativa, contentándose con identificar las condiciones
previas que permitieron que la caza de brujas tuviera lugar –por ejemplo, el
cambio en el procedimiento legal de un sistema acusatorio privado a uno público
durante la baja Edad Media, la centralización del poder estatal, el impacto de
la Reforma y la Contrarreforma en la vida social (Levack, 1987).
No hay, sin embargo, necesidad de semejante agnosticismo, ni tampoco tenemos que
decidir si los cazadores de brujas creían realmente en las acusaciones que
dirigieron contra sus víctimas o si las emplearon cínicamente como instrumentos
de represión social. Si consideramos el contexto social en el que se produjo la
caza de brujas, el género y la clase de los acusados y los efectos de la
persecución, podemos concluir que la caza de brujas en Europa fue un ataque a la
resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones
capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su
control sobre la reproducción y su capacidad de curar.
La caza de brujas fue también instrumental a la construcción de un orden
patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes
sexuales y reproductivos fueron colocados bajo el control del estado y
transformados en recursos económicos. Esto quiere decir que los cazadores de
brujas estaban menos interesados en el castigo de cualquier transgresión
específica, que en la eliminación de formas generalizadas de comportamiento
femenino que ya no toleraban y que tenían que pasar a ser vistas como
abominables ante los ojos de la población. El hecho de que los cargos en los
juicios se refirieran frecuentemente a acontecimientos que habían ocurrido
varias décadas antes, de que la brujería fuera transformada en un
crimen
exceptum, es decir, un crimen que debía ser investigado por medios
especiales, incluida la tortura, y de que pudiera ser castigado incluso en
ausencia de cualquier daño probado a personas y cosas, son todos factores que
indican que el objetivo de la caza de brujas –como ocurre frecuentemente con la
represión política en épocas de intenso cambio y conflicto social– no eran
crímenes socialmente reconocidos, sino prácticas y grupos de individuos
previamente aceptados que tenían que ser erradicados de la comunidad por medio
del terror y la criminalización. En este sentido, la acusación de brujería
cumplió una función similar a la que cumple la “traición” –que, de forma
significativa, fue introducida en el código legal inglés en esos años– y la
acusación de “terrorismo” en nuestra época. La vaguedad de la acusación –el
hecho de que fuera imposible probarla, mientras que al mismo tiempo evocaba el
máximo horror– implicaba que pudiera ser utilizada para castigar cualquier tipo
de protesta, con el fin de generar sospecha incluso sobre los aspectos más
corrientes de la vida cotidiana.
Una primera idea sobre el significado del la caza de brujas en Europa puede
encontrarse en la tesis propuesta por Michael Taussig, en su trabajo clásico
The Devil and Commodity Fetishism in South America (1980) [El Demonio y
el fetichismo de la mercancía de América del Sur]. En este libro, el autor
sostiene que las creencias diabólicas surgen en los periodos históricos en los
que un modo de producción viene sustituido por otro. En estos periodos no sólo
se transforman radicalmente las condiciones materiales de vida, sino también las
bases del orden social –por ejemplo, la concepción de cómo se crea el valor, qué
genera vida y crecimiento, qué es “natural” y qué es antagónico a las costumbres
establecidas y a las relaciones sociales (Taussig, 1980: 17 y sg.). Taussig
desarrolló su teoría a partir del estudio de las creencias de los trabajadores
rurales colombianos y los mineros bolivianos en una época en que, en ambos
países, estaban surgiendo ciertas relaciones monetarias que a los ojos de la
gente estaban asociadas con la muerte e incluso con lo diabólico, comparadas con
las formas de producción más antiguas, y que todavía persistían, orientadas a la
subsistencia. De ese modo, en los casos analizados por Taussig, eran los pobres
quienes sospechaban de la adoración al Demonio por parte de los ricos. Aun así,
su asociación entre el Diablo y la forma mercancía nos recuerda también que
detrás de la caza de brujas estuvo la expansión del capitalismo rural, lo que
supuso la abolición de derechos consuetudinarios y la primera ola de inflación
en la Europa moderna. Estos fenómenos no sólo condujeron al crecimiento de la
pobreza, el hambre y la dislocación social (Le Roy Ladurie, 1974: 208), sino que
también transfirieron el poder a manos de una nueva clase de “modernizadores”
que vieron con miedo y repulsión las formas de vida comunales que habían sido
típicas de la Europa pre-capitalista. Fue gracias a la iniciativa de esta clase
proto-capitalista por lo que la caza de brujas levantó vuelo, en tanto
“plataforma en la que una amplia gama de creencias y prácticas populares […]
podían ser perseguidas” (Normand y Roberts, 2000: 65) y en tanto arma con la que
se podía derrotar la resistencia a la reestructuración social y económica.
Resulta significativo que la
mayoría de los juicios por brujería en Inglaterra tuvieran lugar en Essex, donde
la mayor parte de la tierra había sido cercada durante el siglo XVI,15
mientras que en
las regiones de las Islas Británicas en las que la privatización de la tierra no
se dio y tampoco formó parte de la agenda, no hay registros de caza de brujas.
Los ejemplos más destacados en este contexto son Irlanda y los Highlands
occidentales de Escocia, donde no puede encontrarse ningún rastro de
persecución, posiblemente porque en ambas regiones todavía predominase un
sistema colectivo de tenencia de la tierra y lazos de parentesco que impidieron
las divisiones comunales y el tipo de complicidad con el estado que hizo posible
la caza de brujas. De esta manera –mientras en los anglizados y privatizados
Lowlands escoceses, donde la economía de subsistencia fue desapareciendo bajo el
impacto de la reforma presbiteriana, la caza de brujas se cobró 4.000 víctimas,
el equivalente al 1 % de la población femenina– en los Higlands y en Irlanda,
las mujeres estuvieron a salvo durante los tiempos de la quema de brujas.
Que la difusión del capitalismo rural, con todas sus consecuencias (expropiación
de la tierra, ensanchamiento de las distancias sociales, descomposición de las
relaciones colectivas), constituyera un factor decisivo en el contexto de la
caza de brujas es algo que también puede probarse por el hecho de que la mayoría
de los acusados eran mujeres campesinas pobres –granjeras, trabajadoras
asalariadas– mientras que quienes les acusaban eran miembros acaudalados y
prestigiosos de la comunidad, con frecuencia sus mismos empleadores o
terratenientes, es decir, individuos que formaban parte de las estructuras
locales de poder y que, con frecuencia, tenían lazos estrechos con el estado
central. Sólo a medida que avanzó la persecución y se sembró el miedo a las
brujas entre la población, las acusaciones comenzaron también a provenir de los
vecinos –y también el miedo a ser acusada de brujería, o de “asociación
subversiva”. En Inglaterra, las brujas eran normalmente mujeres viejas que
vivían de la asistencia pública o mujeres que sobrevivían yendo de casa en casa
mendigando comida, un jarro de vino o de leche; si estaban casadas, sus maridos
eran jornaleros, pero con mayor frecuencia eran viudas y vivían solas. Su
pobreza se destaca en las confesiones. Era en tiempos de necesidad que el Diablo
se les aparecía, para asegurarles que a partir de ese momento “nunca más debían
pedir”, aunque el dinero que les entregaba en tales ocasiones se convertiría
pronto en cenizas, un detalle tal vez relacionado con la experiencia de la
hiperinflación que era común en la época (Larner, 1983: 95; Mandrou, 1968: 77).
En cuanto a los crímenes diabólicos de las brujas, no nos parecen más que la
lucha de clases desarrollada al nivel de la aldea: el “mal de ojo”, la maldición
del mendigo a quien se le ha negado una limosna, la demora en el pago de la
renta, la petición de asistencia pública (Macfarlane, 1970: 97; Thomas, 1971:
565; Kittredge, 1929: 163). Las distintas formas en las que la lucha de clases
contribuyó a la creación de una bruja inglesa pueden observarse en las
acusaciones contra Margaret Harkett, una vieja viuda de sesenta y cinco años
colgada en Tyburn en 1585:
Había recogido una canasta de
peras en el campo del vecino sin pedir permiso. Cuando le pidieron que las
devolviera, las arrojó al piso con violencia; desde entonces ninguna pera creció
en el campo. Más tarde, el sirviente de William Goodwin se negó a darle
levadura, con lo cual su alambique para destilar cerveza se secó. Fue golpeada
por un alguacil que la había visto robando madera del campo del señor; el
alguacil enloqueció. Un vecino no le prestó un caballo; todos sus caballos
murieron. Otro le pagó menos que lo que ella había pedido por un par de zapatos;
luego murió. Un caballero le dijo a su sirviente que no le diera suero de
mantequilla; después de lo cual no pudieron hacer ni manteca ni queso. (Thomas,
1971: 556)
Encontramos la misma secuencia en el caso de las mujeres que fueron
“presentadas” ante la corte en Chelmsford, Windsor y Osyth. La Madre Waterhouse,
colgada en Chelmsford en 1566, era una “mujer muy pobre”, descrita como mendiga
de torta o manteca y “peleada” con muchos de sus vecinos (Rosen, 1969: 76-82).
Elizabeth Stile, la Madre Devell, la Madre Margaret y la Madre Dutton,
ejecutadas en Windsor en 1579, también eran viudas pobres; la Madre Margaret
vivía en el hogar de beneficencia, como su presunta líder, la Madre Seder, y
todas salieron a mendigar; se supone que tomaron venganza al ser rechazadas (ibídem:
83-91). Al negársele un poco de levadura, Elizabeth Francis, una de las brujas
de Chelmsford, maldijo a una vecina que más adelante contrajo un fuerte dolor de
cabeza. La Madre Staunton murmuró sospechosamente mientras se alejaba de un
vecino que le había negado levadura, tras lo cual el hijo del vecino enfermó
gravemente (ibídem: 96). Ursula Kemp, colgada en Osyth en 1582, volvió
coja a una tal Grace después de que ésta no le diera un poco de queso; también
hizo que se le hinchara el trasero al hijo de Agnes Letherdale después de que
éste le negara un puñado de arena para pulir. Alice Newman acosó mortalmente a
Johnson, el recaudador de pobres, después de que éste se negara a darle doce
peniques; también castigó a un tal Butler, quien no le dió un pedazo de carne (ibídem:
119). Encontramos una situación similar en Escocia, donde las acusadas eran
también granjeras pobres, que aún poseían un pedazo de tierra propio, pero que
apenas sobrevivían y, con frecuencia, despertaban la hostilidad de sus vecinos
por haber empujado a su ganado para que pastara en su tierra o por no haber
pagado la renta (Larner, 1983).
Caza de
brujas y sublevación de clases
Como podemos ver a partir de estos casos, la caza de brujas se desarrolló en un
ambiente en el que los “de mejor clase” vivían en un estado de constante temor
frente a las “clases bajas”, de quienes por cierto podía esperarse que
albergaran pensamientos malignos porque en ese periodo estaban perdiendo todo lo
que tenían.
No sorprende que este miedo se expresara como un ataque a la magia popular. La
batalla contra la magia siempre ha acompañado el desarrollo del capitalismo,
hasta el día de hoy. La premisa de la magia es que el mundo está vivo, es
impredecible y hay una fuerza en todas las cosas, “agua, árboles, substancias,
palabras [...]” (Wilson, 2000: xvii). De esta manera, cada acontecimiento es
interpretado como la expresión de un poder oculto que debe ser descifrado y
desviado según la voluntad de cada uno. Las implicaciones que esto tiene en la
vida cotidiana vienen descritas, probablemente con cierta exageración, en la
carta que un sacerdote alemán envió después de una visita pastoral a una aldea
en 1594:
El uso de encantamientos está
tan extendido que no hay hombre o mujer que comience o haga algo […] sin primero
recurrir a algún signo, encantamiento, acto de magia o método pagano. Por
ejemplo, durante los dolores de parto, cuando se levanta o se baja el niño […]
cuando se lleva a los animales al campo […] cuando han perdido un objeto o nadie
lo ha podido encontrar [ …] cuando se cierran las ventanas por la noche, cuando
alguien se enferma o una vaca se comporta de manera extraña, corren
inmediatamente al adivino para preguntarle quién les robó, quién los encantó o
para obtener un amuleto. La experiencia cotidiana de esta gente nos muestra que
no hay límite para el uso de las supersticiones […] Aquí todos participan en las
prácticas supersticiosas, con palabras, nombres, poemas, usando los nombres de
Dios, de la Santísima Trinidad, de la Virgen María, de los doce Apóstoles […]
Estas palabras son pronunciadas tanto abiertamente como en secreto; están
escritas en pedazos de papel, tragados, llevados como amuletos. También hacen
signos, ruidos y gestos extraños. Y después hacen magia con hierbas, raíces y
ramas de cierto árbol; tienen su día y lugar especial para todas estas cosas.
(Strauss, 1975: 21)
Como señala Stephen Wilson en The Magical Universe (2000: xviii), la
gente que practicaba estos rituales eran en su mayoría pobres que luchaban por
sobrevivir, siempre tratando de evitar el desastre y con el deseo, por lo tanto,
de “aplacar, persuadir e incluso manipular estas fuerzas que lo controlan todo
[…] para mantenerse lejos del daño y el mal, y para conseguir el bien que
consistía en la fertilidad, el bienestar, la salud y la vida”. Pero a los ojos
de la nueva clase capitalista, esta concepción anárquica y molecular de la
difusión del poder en el mundo era insoportable. Al intentar controlar la
naturaleza, la organización capitalista del trabajo debía rechazar lo
impredecible que está implícito en la práctica de la magia, así como la
posibilidad de establecer una relación privilegiada con los elementos naturales
y la creencia en la existencia de poderes a los que sólo algunos individuos
tenían acceso, y que por lo tanto no eran fácilmente generalizables y
aprovechables. La magia también constituyó un obstáculo para la racionalización
del proceso de trabajo y una amenaza para el establecimiento del principio de
responsabilidad individual. Sobre todo, la magia parecía una forma de rechazo al
trabajo, de insubordinación, y un instrumento de resistencia de base al poder.
El mundo debía ser “desencantado” para poder ser dominado.
Hacia el siglo XVI, el ataque
contra la magia estaba ya en su apogeo y las mujeres eran sus objetivos más
probables. Aun cuando no eran hechiceras/magas expertas, se las llamaba para
señalar a los animales cuando enfermaban, para curar a sus vecinos, para
ayudarles a encontrar objetos perdidos o robados, para darles amuletos o pócimas
para el amor, o para ayudarles a predecir el futuro. Si bien la caza de brujas
estuvo dirigida a una amplia variedad de prácticas femeninas, las mujeres fueron
perseguidas fundamentalmente por ser ellas las que llevaban adelante esas
prácticas –como hechiceras, curanderas, encantadoras o adivinadoras.16
Pues su
reivindicación del poder de la magia debilitaba el poder de las autoridades y
del estado, dando confianza a los pobres en relación con su capacidad para
manipular el ambiente natural y social, y posiblemente para subvertir el orden
constituido.
Por otra parte, es dudoso que
las artes de la magia que las mujeres habían practicado durante generaciones
hubieran sido magnificadas hasta convertirse en una conspiración demoníaca si no
hubiesen existido en un contexto de intensa crisis y lucha social. La
coincidencia entre crisis socioeconómica y caza de brujas ha sido advertida por
Henry Kamen, quien ha observado que fue “precisamente en el periodo en el que se
dio la subida de precios más importante (entre finales del siglo XVI y la
primera mitad del siglo XVII) cuando hubo más acusaciones y persecuciones” (Kamen,
1972: 249).17
Aún más significativa es la coincidencia entre la intensificación de la
persecución y la explosión de las sublevaciones urbanas y rurales. Se trató de
las “guerras campesinas” contra la privatización de la tierra, que incluyeron
los levantamientos en contra de los “cercamientos” en Inglaterra (en 1549, 1607,
1628, 1631), cuando cientos de hombres, mujeres y niños, armados con horquillas
y palas, se lanzaron a destruir las cercas erigidas alrededor de los campos
comunes, proclamando que “a partir de ahora nunca más necesitaremos trabajar”.
En Francia, entre 1593 y 1595, tuvo lugar la sublevación de los Croquants en
contra de los diezmos, los impuestos excesivos y el aumento del precio del pan,
un fenómeno que causó un hambruna masiva en amplias zonas de Europa.
Durante estas sublevaciones, a
menudo eran las mujeres quienes iniciaban y dirigían la acción. La revuelta de
Montpellier en 1645 fue iniciada por mujeres que trataban de proteger a sus
hijos del hambre, y la sublevación de Córdoba en 1652 fue igualmente iniciada
por mujeres. Además, las mujeres –después de que las revueltas fueran
aplastadas, y muchos de los hombres fueran apresados o masacrados– persistieron
en el propósito de llevar adelante la resistencia, aunque fuera de manera
subterránea. Esto es lo que puede haber ocurrido en el sudoeste de Alemania,
donde dos décadas después del fin de la Guerra Campesina comenzó a desarrollarse
la caza de brujas. Al escribir sobre la cuestión, Eric Midelfort ha excluido la
existencia de una conexión entre estos dos fenómenos (Midelfort, 1972: 68). Este
autor no se ha preguntado sobre la posible existencia de relaciones familiares o
comunitarias, como las que Le Roy Ladurie encontró en Cevennes,18
entre, por un
lado, los miles de campesinos que, desde 1476 hasta 1525, se levantaron
continuamente en armas contra el poder feudal, y acabaron brutalmente
derrotados, y, por otro, las decenas de mujeres que, menos de dos décadas más
tarde, fueron llevadas a la hoguera en la misma región y en las mismas aldeas.
Sin embargo, podemos imaginar que el feroz trabajo de represión dirigido por los
príncipes alemanes y que los cientos y cientos de campesinos crucificados,
decapitados y quemados vivos, sedimentaron odios insaciables y planes secretos
de venganza, sobre todo entre las mujeres más viejas, que lo habían visto y lo
recordaban, y que por eso eran más proclives a hacer saber su hostilidad a las
elites locales de diversas modos.
La persecución de las brujas se
desarrolló en este terreno. Se trató de una guerra de clases llevada a cabo por
otros medios. No podemos dejar de ver, en este contexto, una conexión entre el
miedo a la sublevación y la insistencia de los acusadores en el aquelarre [sabbat]
o sinagoga de las brujas,19
la famosa reunión
nocturna en la que supuestamente se congregaban miles de personas, viajando con
frecuencia desde lugares distantes. Es imposible determinar si, al evocar los
horrores del sabbat, las autoridades apuntaban a formas de organización
reales. Pero no hay duda de que, en la obsesión de los jueces por estas
reuniones diabólicas, además del eco de la persecución de los judíos, se escucha
el eco de las reuniones secretas que los campesinos realizaban de noche, en las
colinas solitarias y en los bosques, para planear la sublevación.20
La historiadora
italiana Luisa Muraro ha escrito sobre estas reuniones en La Signora del
Gioco [La Señora del Juego], un estudio sobre los juicios a brujas que tuvo
lugar en los Alpes italianos a comienzos del siglo XVI:
Durante los juicios en Val di
Fiemme una de las acusadas le dijo espontáneamente a los jueces que una noche,
mientras estaba en las montañas con su suegra, vio un gran fuego en la
distancia. “Corre, corre”, había gritado su abuela, “éste es el fuego de la
Señora del Juego”. Juego (gioco) en muchos dialectos del norte de Italia
es el nombre más viejo para el aquelarre (en los juicios de Val di Fiemme
todavía se menciona a una figura femenina que dirigía el juego) [...] En 1525,
en la misma región, hubo un levantamiento campesino. Exigían la eliminación de
diezmos y tributos, libertad para cazar, menos conventos, hostales para los
pobres, el derecho de cada aldea a elegir su sacerdote [...] Incendiaron
castillos, conventos y casas de los hombres del clero. Pero fueron derrotados,
masacrados y quienes sobrevivieron fueron perseguidos durante años por venganza
de las autoridades.
Muraro concluye:
El fuego de la señora del juego
se pierde en la distancia, mientras que en primer plano están los fuegos de la
revuelta y las piras de la represión […] Sólo podemos suponer que los campesinos
se reunían secretamente de noche alrededor de una fogata para calentarse y
charlar […] y que aquéllos que sabían guardaban el secreto de estas reuniones
secretas, apelando a la vieja leyenda […] Si las brujas tenían secretos, éste
debe haber sido uno de ellos (Muraro, 1977: 46-7).
La sublevación de clases, junto con la transgresión sexual, era un elemento
central en las descripciones del aquelarre, retratado como una monstruosa orgía
sexual y como una reunión política subversiva, que culminaba con una descripción
de los crímenes que habían cometido los participantes y con el Diablo dando
instrucciones a las brujas para rebelarse contra sus amos. También es
significativo que el pacto entre la bruja y el Diablo era llamado
conjuratio,
como los pactos que hacían frecuentemente los esclavos y los trabajadores en
lucha (Dockes, 1982: 222; Tigar y Levy, 1977: 136), y el hecho de que ante los
ojos de los acusadores el Diablo representaba una promesa de amor, poder y
riquezas por la cual una persona estaba dispuesta a vender su alma, es decir,
infringir todas las leyes naturales y sociales.
La amenaza del canibalismo, que
era un tema central en la morfología del aquelarre, recuerda también, según
Henry Kamen, la morfología de las sublevaciones, ya que los trabajadores
rebeldes por momentos exhibían su desprecio por aquellos que vendían su sangre
amenazándolos con comérselos.21
Kamen menciona lo
que ocurrió en el pueblo de Romans (Delfinado, Francia), en el invierno de 1580,
cuando los campesinos sublevados en contra de los diezmos proclamaron que “en
menos de tres días se venderá carne cristiana” y, luego, durante el carnaval,
“el líder de los rebeldes, vestido con una piel de oso, comió manjares que
hicieron pasar por carne cristiana” (Kamen, 1972: 334; Le Roy Ladurie, 1981:
189216). Otra vez, en Nápoles, en 1585, durante una protesta contra el
encarecimiento del pan, los rebeldes mutilaron el cuerpo del magistrado
responsable del aumento y pusieron a la venta pedazos de su carne (Kamen, 1972:
335). Kamen señala que comer carne humana simbolizaba una inversión total de los
valores sociales, que concuerda con la imagen de la bruja como personificación
de la perversión moral que sugieren muchos de los rituales atribuidos a la
práctica de la brujería: la misa celebrada al revés, las danzas en sentido
contrario a las agujas del reloj (Clark, 1980; Kamen, 1972). Efectivamente, la
bruja era un símbolo viviente del “mundo al revés”, una imagen recurrente en la
literatura de la Edad Media, vinculada a aspiraciones milenarias de subversión
del orden social.
La dimensión subversiva y utópica del aquelarre [witches’ Sabbat] viene
destacada también, desde un ángulo diferente, por Luciano Parinetto quien, en
Streghe e Potere (1998) [Brujas y poder], ha insistido en la necesidad de
realizar una interpretación moderna de esta reunión, leyendo sus aspectos
transgresores desde el punto de vista del desarrollo de una disciplina
capitalista del trabajo. Parinetto señala que la dimensión nocturna del
aquelarre era una violación de la contemporánea regularización capitalista del
tiempo de trabajo, y un desafío a la propiedad privada y la ortodoxia sexual, ya
que las sombras nocturnas oscurecían las distinciones entre los sexos y entre
“lo mío y lo tuyo”. Parinetto sostiene también que el vuelo,
el viaje,
elemento importante en las acusaciones contra las brujas, debe ser interpretado
como un ataque a la movilidad de los inmigrantes y los trabajadores itinerantes,
un fenómeno nuevo, reflejado en el miedo a los vagabundos, que tanto preocupaban
a las autoridades en ese periodo. Parinetto concluye que, considerado en su
especificidad histórica, el aquelarre nocturno aparece como una demonización de
la utopía encarnada en la rebelión contra los amos y el colapso de los roles
sexuales, y también representa un uso del espacio y del tiempo contrario a la
nueva disciplina capitalista del trabajo.
En este sentido, hay una
continuidad entre la caza de brujas y la persecución precedente de los herejes
que, con el pretexto de imponer una ortodoxia religiosa, castigó formas
específicas de subversión social. De forma significativa, la caza de brujas se
desarrolló primero en las zonas donde la persecución de herejes había sido más
intensa (el sur de Francia, el Jura, el norte de Italia). En algunas regiones de
Suiza, en un comienzo, las brujas eran llamadas herege (“hereje”) o
waudois (“valdenses”) (Monter, 1976: 22; Russell, 1972: 34 y sg.).22
Además, los
herejes fueron también quemados en la hoguera como traidores a la verdadera
religión y fueron acusados de crímenes que luego entraron en el decálogo de la
brujería: sodomía, infanticidio, adoración a los animales. En cierta medida, se
trata de acusaciones rituales que la Iglesia siempre lanzó contra las religiones
rivales. Pero, como hemos visto, la revolución sexual había sido un ingrediente
esencial del movimiento herético, desde los cátaros hasta los adamitas. Los
cátaros, en particular, habían desafiado la degradada visión de las mujeres que
tenía la Iglesia y promovían el rechazo del matrimonio e incluso de la
procreación, que consideraban una forma de engañar al alma. También habían
adoptado la religión Maniquea que, de acuerdo con algunos historiadores, fue
responsable de la creciente preocupación de la Iglesia en la baja Edad Media por
la presencia del Diablo en el mundo y de la visión de la brujería como una
contra-Iglesia por parte de la Inquisición. De esta manera, la continuidad entre
la herejía y la brujería, al menos en esta primera etapa de la caza de brujas,
no puede ponerse en duda. Pero la caza de brujas se dio en un contexto histórico
distinto, que había sido transformado de forma dramática, primero por los
traumas y dislocaciones producidos por la Peste Negra –una divisoria de aguas en
la historia europea– y más tarde, en el siglo XV, por el profundo cambio en las
relaciones de clase que trajo aparejada la reorganización capitalista de la vida
económica y social. Inevitablemente, entonces, incluso los elementos de
continuidad visibles (por ejemplo, el banquete nocturno promiscuo) tenían un
significado diferente al que tuvieron sus antecesores en la lucha de la Iglesia
contra los herejes.
La
caza de brujas, la caza de mujeres y la acumulación del trabajo
La diferencia más importante entre la herejía y la brujería es que esta última
era considerada un crimen femenino. Esto fue especialmente cierto en el momento
en que la persecución alcanzó su punto máximo, en el periodo comprendido entre
1550 y 1650. En una etapa anterior, los hombres habían llegado a representar
hasta un 40 % de los acusados, y un número menor continuó siendo procesado
posteriormente, fundamentalmente vagabundos, mendigos, trabajadores itinerantes,
así como también gitanos y curas de clase baja. Ya en el siglo XVI, la acusación
de adoración al Demonio se había convertido en un tema común en las luchas
políticas y religiosas; casi no hubo obispo o político que, en el momento de
mayor exaltación, no fuera acusado de practicar la brujería. Los protestantes
acusaban a los católicos, especialmente al papa, de servir al Demonio; el mismo
Lutero fue acusado de ser mago, como también lo fueron John Knox en Escocia,
Jean Bodin en Francia y muchos otros. Los judíos también fueron ritualmente
acusados de adorar al Demonio y con frecuencia fueron retratados con cuernos y
garras. Pero el hecho más destacable es que más del 80 % de las personas
juzgadas y ejecutadas en Europa en los siglos XVI y XVII por el crimen de
brujería fueron mujeres. De hecho, fueron perseguidas más mujeres por brujería
en este periodo que por cualquier otro crimen, excepto, significativamente, el
de infanticidio.
El hecho de que la bruja fuera mujer también era destacado por los demonólogos,
a quienes regocijaba que Dios hubiera perdonado a los hombres de semejante
azote. Como ha hecho notar Sigrid Brauner (1995), los argumentos que se usaron
para justificar este fenómeno fueron cambiando. Mientras que los autores del
Malleus Maleficarum explicaban que las mujeres tenían más tendencia a la
brujería debido a su “lujuria insaciable”, Martín Lutero y los escritores
humanistas pusieron el énfasis en las debilidades morales y mentales de las
mujeres como origen de esta perversión. Pero todos señalaban a las mujeres como
seres diabólicos.
Otra diferencia entre las persecuciones de los herejes y de las brujas es que
las acusaciones de perversión sexual e infanticidio contra las brujas tenían un
papel central y estaban acompañadas por la virtual demonización de las prácticas
anticonceptivas.
La asociación entre anticoncepción, aborto y brujería apareció por primera vez
en la Bula de Inocencio VIII (1484) que se quejaba de que:
A través de sus encantamientos,
hechizos, conjuros y otras supersticiones execrables y encantos, enormidades y
ofensas horrorosas, [las brujas] destruyen a los vástagos de las mujeres […]
Ellas entorpecen la procreación de los hombres y la concepción de las mujeres;
de allí que ni los maridos puedan realizar el acto sexual con sus mujeres ni las
mujeres puedan realizarlo con sus maridos (Kors y Peters, 1972: 107-08).
A partir de ese momento, los crímenes reproductivos ocuparon un lugar prominente
en los juicios. En el siglo XVII las brujas fueron acusadas de conspirar para
destruir la potencia generativa de humanos y animales, de practicar abortos y de
pertenecer a una secta infanticida dedicada a asesinar niños u ofrecerlos al
Demonio. También en la imaginación popular, la bruja comenzó a ser asociada a la
imagen de una vieja lujuriosa, hostil a la vida nueva, que se alimentaba de
carne infantil o usaba los cuerpos de los niños para hacer sus pociones mágicas
–un estereotipo que más tarde sería popularizado por los libros infantiles.
¿Cuál fue la razón de semejante cambio en la trayectoria que va de la herejía a
la brujería? En otras palabras, ¿por qué, en el transcurso de un siglo, los
herejes se convirtieron en mujeres y por qué la transgresión religiosa y social
fue redefinida de forma predominante como un crimen reproductivo?
En la década de 1920, la
antropóloga inglesa Margaret Murray propuso, en The Witch-Cult in Western
Europe (1921) [El culto de brujería en Europa occidental], una explicación
que ha sido recientemente utilizada por las ecofeministas y practicantes de la “Wicca”.
Murray sostuvo que la brujería fue una religión matrifocal en la que la
Inquisición centró su atención después de la derrota de las herejías, acuciada
por un nuevo miedo a la desviación doctrinal. En otras palabras, las mujeres
procesadas como brujas por los demonólogos eran (de acuerdo con esta teoría)
practicantes de antiguos cultos de fertilidad destinados a propiciar los
nacimientos y la reproducción –cultos que habían existido en las regiones del
Mediterráneo durante miles de años, pero a los que la Iglesia se opuso por
tratarse de ritos paganos y de una amenaza a su poder.23
La
presencia de comadronas entre las acusadas, el papel que jugaron las mujeres en
la Edad Media como curanderas comunitarias, el hecho de que hasta el siglo XVI
el parto fuera considerado un “misterio” femenino, se encuentran entre los
factores citados en apoyo a esta perspectiva. Pero esta hipótesis no puede
explicar la secuencia temporal de la caza de brujas, ni puede decirnos por qué
estos cultos de fertilidad se hicieron tan abominables a los ojos de las
autoridades como para que ordenaran la exterminación de las mujeres que
practicaban la antigua religión.
Una explicación distinta es la que señala que la prominencia de los crímenes
reproductivos en los juicios por brujería fue una consecuencia de las altas
tasas de mortalidad infantil que eran típicas de los siglos XVI y XVII, debido
al crecimiento de la pobreza y la desnutrición. Las brujas, según se sostiene,
eran acusadas por el hecho de que murieran tantos niños, de que lo hicieran tan
repentinamente, de que murieran poco después de nacer o de que fueran
vulnerables a una gran variedad de enfermedades. Pero esta explicación tampoco
va muy lejos. No da cuenta del hecho de que las mujeres que eran llamadas brujas
también eran acusadas de evitar la concepción y es incapaz de situar la caza de
brujas en el contexto de la política económica e institucional del siglo XVI. De
esta manera, pierde de vista la significativa conexión entre el ataque a las
brujas y el desarrollo de una nueva preocupación, entre los estadistas y
economistas europeos, por la cuestión de la reproducción y el tamaño de la
población, bajo cuya rúbrica se discutía la cuestión del tamaño de la fuerza de
trabajo en aquella época. Como hemos visto anteriormente, la cuestión del
trabajo se volvió especialmente urgente en el siglo XVII, cuando la población en
Europa comenzó de nuevo a declinar, haciendo surgir el espectro de un colapso
demográfico similar al que había tenido lugar en las colonias americanas en las
décadas que siguieron a la Conquista. Sobre este trasfondo, parece plausible que
la caza de brujas fuera, al menos en parte, un intento de criminalizar el
control de la natalidad y de poner el cuerpo femenino, el útero, al servicio del
incremento de la población y la acumulación de fuerza de trabajo.
Esta es una hipótesis; lo
cierto es que la caza de brujas fue promovida por una clase política que estaba
preocupada por el descenso de la población y motivada por la convicción de que
una población grande constituye la riqueza de una nación. El hecho de que los
siglos XVI y XVII fueron el momento de apogeo del Mercantilismo, testigos del
comienzo de los registros demográficos (de nacimientos, muertes y matrimonios),
del censo y de la formalización de la demografía, como la primera “ciencia de
estado”, es una clara prueba de la importancia estratégica que comenzaba a
adquirir el control de los movimientos de la población para los círculos
políticos que instigaban la caza de brujas (Cullen, 1975: 6 y sg.).24
También sabemos que muchas eran
comadronas o “mujeres sabias”, depositarias tradicionales del saber y control
reproductivo de las mujeres (Midelfort, 1972: 172). El Malleus les dedicó
un capítulo entero, en el que sostenía que eran peores que cualquier otra mujer,
ya que ayudaban a la madre a destruir el fruto de su vientre, una conjura
facilitada, acusaban, por la exclusión de los hombres de las habitaciones donde
las mujeres parían.25
Al ver que en
todas las cabañas se le daba pensión a alguna partera, los autores recomendaron
que no se le permitiera practicar este arte a ninguna mujer, a menos que antes
demostrara que había sido una “buena católica”. Esta recomendación fue
escuchada. Como hemos visto, las parteras eran contratadas para vigilar a las
mujeres –para controlar, por ejemplo, que no ocultaran sus embarazos o parieran
sus hijos fuera del matrimonio– o en caso contrario eran marginadas. Tanto en
Francia como en Inglaterra, a partir de finales del siglo XVI, a pocas mujeres
se les permitió que practicaran la obstetricia, una actividad que, hasta esa
época, había sido su misterio inviolable. A principios del siglo XVII,
comenzaron a aparecer los primeros hombres parteros y, en cuestión de un siglo,
la obstetricia había caído casi completamente bajo control estatal. Según Alice
Clark:
El continuo proceso de
sustitución de las mujeres por hombres en la profesión es un ejemplo del modo en
que ellas fueron excluidas de todas las ramas de trabajo profesional, al
negárseles la oportunidad de obtener un entrenamiento profesional adecuado.
(Clark, 1968: 265)
Pero interpretar el ocaso
social de la partera como un caso de desprofesionalización femenina supone
perder de vista su importancia. Hay pruebas convincentes de que, en realidad,
las parteras fueron marginadas porque no se confiaba en ellas y porque su
exclusión de la profesión socavó el control de las mujeres sobre la
reproducción.26
Del mismo modo que los
cercamientos expropiaron las tierras comunales al campesinado, la caza de brujas
expropió los cuerpos de las mujeres, los cuales fueron así “liberados” de
cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano
de obra. La amenaza de
la hoguera erigió barreras formidables alrededor de los cuerpos de las mujeres,
mayores que las levantadas cuando las tierras comunes fueron cercadas.
De hecho, podemos imaginar el
efecto que tuvo en las mujeres el hecho de ver a sus vecinas, amigas y parientes
ardiendo en la hoguera y darse cuenta de que cualquier iniciativa anticonceptiva
por su parte, podría ser percibida como el producto de una perversión demoníaca.27
Tratar de entender lo que las mujeres cazadas como brujas y las demás mujeres de
sus comunidades debían pensar, sentir y decidir a partir de este horrendo ataque
en su contra –en otras palabras, arrojar una mirada a la persecución “desde
dentro”, como Anne L. Barstow ha hecho en su Witchcraze
(1994)– nos
permite evitar también la especulación sobre las intenciones de los
perseguidores y concentrarnos, en cambio, en los efectos de la caza de brujas
sobre la posición social de las mujeres. Desde este punto de vista, no puede
haber duda de que la caza de brujas destruyó los métodos que las mujeres habían
utilizado para controlar la procreación, al señalarlas como instrumentos
diabólicos, e institucionalizar el control del estado sobre el cuerpo femenino,
la precondición para su subordinación a la reproducción de la fuerza de trabajo.
Pero la bruja no era sólo la partera, la mujer que evitaba la maternidad o la
mendiga que a duras penas se ganaba la vida robando un poco de leña o de manteca
de sus vecinos. También era la mujer libertina y promiscua –la prostituta o la
adúltera y, por lo general, la mujer que practicaba su sexualidad fuera de los
vínculos del matrimonio y la procreación. Por eso, en los juicios por brujería
la “mala reputación” era prueba de culpabilidad. La bruja era también la mujer
rebelde que contestaba, discutía, insultaba y no lloraba bajo tortura. Aquí la
expresión “rebelde” no está referida necesariamente a ninguna actividad
subversiva específica en la que pueda haber estado involucrada alguna mujer. Por
el contrario, describe la personalidad femenina que se había
desarrollado, especialmente entre los campesinos, durante la lucha contra el
poder feudal, cuando las mujeres actuaron al frente de los movimientos
heréticos, con frecuencia organizadas en asociaciones femeninas, planteando un
desafío creciente a la autoridad masculina y a la Iglesia. Las descripciones de
las brujas nos recuerdan a las mujeres tal y como eran representadas en las
moralidades teatrales y en los fabliaux: listas para tomar la iniciativa,
tan agresivas y vigorosas como los hombres, que usaban ropas masculinas o
montaban con orgullo sobre la espalda de sus maridos, empuñando un látigo.
Sin duda, entre las acusadas había mujeres sospechosas de crímenes específicos.
Una fue acusada de envenenar a su marido, otra de causar la muerte de su
empleador, otra de haber prostituido a su hija (Le Roy Ladurie, 1974: 203-04).
Pero no era sólo la mujer que transgredía las normas, sino
la mujer como tal,
en particular la mujer de las clases inferiores, la que era llevada a juicio,
una mujer que generaba tanto miedo que en su caso la relación entre educación y
castigo fue puesta patas para arriba. “Debemos diseminar el terror entre algunas
castigando a muchas”, declaró Jean Bodin. Y, efectivamente, en algunos pueblos
sólo unas pocas se salvaron.
También el sadismo sexual desplegado durante las torturas, a las que eran
sometidas las acusadas, revela una misoginia sin paralelo en la historia y no
puede explicarse a partir de ningún crimen específico. De acuerdo con el
procedimiento habitual, las acusadas eran desnudadas y afeitadas completamente
(se decía que el Demonio se escondía entre sus cabellos); después eran pinchadas
con largas agujas en todo su cuerpo, incluidas sus vaginas, en busca de la señal
con la que el Diablo supuestamente marcaba a sus criaturas (tal y como los
patrones en Inglaterra hacían con los esclavos fugitivos). Con frecuencia eran
violadas; se investigaba si eran vírgenes o no –un signo de su inocencia; y si
no confesaban, eran sometidas a calvarios aun más atroces: sus miembros eran
arrancados, eran sentadas en sillas de hierro bajo las cuales se encendía fuego;
sus huesos eran quebrados. Y cuando eran colgadas o quemadas, se tenía cuidado
de que la lección, que había que aprender sobre su final, fuera realmente
escuchada. La ejecución era un importante evento público que todos los miembros
de la comunidad debían presenciar, incluidos los hijos de las brujas,
especialmente sus hijas que, en algunos casos, eran azotadas frente a la hoguera
en la que podían ver a su madre ardiendo viva.
La caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un
intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al
mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en
las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad
y domesticidad.
También en este caso, la caza
de brujas amplificó las tendencias sociales contemporáneas. De hecho, existe una
continuidad inconfundible entre las prácticas que constituían el objeto de la
caza de brujas y las que estaban prohibidas por la nueva legislación introducida
durante esos mismos años con el fin de regular la vida familiar y las relaciones
de género y de propiedad. De un extremo a otro de Europa occidental, a medida
que la caza de brujas avanzaba se iban aprobando leyes que castigaban a las
adúlteras con la muerte (en Inglaterra y en Escocia con la hoguera, al igual que
en el caso de alta traición), la prostitución era ilegalizada y también lo eran
los nacimientos fuera del matrimonio, mientras que el infanticidio fue
convertido en un crimen capital.28
De forma
simultánea, las amistades femeninas se convirtieron en objeto de sospecha;
denunciadas desde el púlpito como una subversión de la alianza entre marido y
mujer, de la misma manera que las relaciones entre mujeres fueron demonizadas
por los acusadores de las brujas que las forzaban a denunciarse entre sí como
cómplices del crimen. Fue también en este periodo cuando la palabra “chisme” [gossip],
que en la Edad Media significaba “amigo”, cambió su significado, adquiriendo
una connotación despectiva: un signo más del grado en que el poder de las
mujeres y los lazos comunales habían sido socavados.
También a nivel ideológico,
existe una estrecha correspondencia entre la imagen degradada de la mujer
forjada por los demonólogos y la imagen de la feminidad construida por los
debates de la época sobre la “naturaleza de los sexos”,29
que canonizaban a
una mujer estereotipada, débil de cuerpo y mente y biológicamente propensa al
Demonio, que efectivamente servía para justificar el control masculino sobre las
mujeres y el nuevo orden patriarcal.
La caza de brujas y la supremacía masculina: la domesticación de las mujeres
La política sexual de la caza
de brujas se puede observar desde la perspectiva de la relación entre la bruja y
el Diablo, que constituye una de las novedades introducidas por los juicios de
los siglos XVI y XVII. La Gran Caza de Brujas marcó un cambio en la imagen del
Diablo comparada con aquella que podía encontrarse en las vidas de santos
medievales o en los libros de los magos del Renacimiento. En esta última, el
Diablo era retratado como un ser maligno, pero con poco poder –por lo general
bastaba con rociar agua bendita y decir algunas palabras santas para derrotar
sus ardides. Su imagen era la de un malhechor fracasado que, lejos de inspirar
terror, poseía algunas virtudes. El Diablo medieval era un especialista en
lógica, competente en asuntos legales, a veces representado en el acto de
defender su caso frente a un tribunal (Seligman, 1948: 151-58).30
También era un
trabajador cualificado que podía ser usado para cavar minas o construir murallas
de ciudades, aunque era rutinariamente engañado cuando llegaba el momento de su
recompensa. La visión renacentista de la relación entre el Diablo y el mago
también retrataba al Diablo como un ser subordinado llamado al deber, voluntario
o no, como un sirviente al que se le hacía hacer cosas según la voluntad de su
maestro.
La caza de brujas transformó la relación de poder entre el Diablo y la bruja.
Ahora la mujer era la sirvienta, la esclava, el súcubo
en cuerpo y alma,
mientras el Diablo era al mismo tiempo su dueño y amo, proxeneta y marido. Por
ejemplo, era el Diablo quien “se dirigía a la supuesta bruja. Ella rara vez lo
hacía aparecer” (Larner, 1983: 148). Después de aparecérsele, el Diablo le pedía
que se convirtiera en su sirvienta y lo que venía a continuación era un ejemplo
clásico de relación amo/esclavo, marido/mujer. Él le imprimía su marca, tenía
relaciones sexuales con ella y, en algunos casos, incluso le cambiaba el nombre
(Larner, 1983: 148). Además, en una clara prefiguración del destino matrimonial
de las mujeres, la caza de brujas introducía un solo Diablo, en lugar de
la multitud de diablos que pueden encontrarse en el mundo medieval y
renacentista, y un Diablo masculino por cierto, en contraste con las
figuras femeninas (Diana, Hera, la Signora del Gioco), cuyos cultos
estaban presentes entre las mujeres de la Edad Media, tanto en las regiones
mediterráneas como en las teutónicas.
Puede apreciarse cuán preocupados estaban los cazadores de brujas por la
afirmación de la supremacía masculina en el hecho de que, incluso cuando se
rebelaban contra la ley humana y divina, las mujeres tenían que ser retratadas
como serviles a un hombre y el punto culminante de su rebelión –el famoso pacto
con el Diablo– tenía que representarse como un contrato de matrimonio
pervertido. La analogía matrimonial era llevada a tal punto que las brujas
confesaban que ellas “no se atrevían a desobedecer al Diablo”, o, más curioso
aún, que no encontraban ningún placer en copular con él, una contradicción con
respecto a la ideología de la caza de brujas para la cual la brujería era
consecuencia de la lujuria insaciable de las mujeres.
La caza de brujas no sólo
santificaba la supremacía masculina, también inducía a los hombres a temer a las
mujeres e incluso a verlas como destructoras del sexo masculino. Según
predicaban los autores de Malleus Maleficarum, las mujeres son hermosas
cuando se les mira pero contaminan cuando se las toca; atraen a los hombres,
pero sólo para debilitarles; hacen todo para complacerles, pero el placer que
dan es más amargo que la muerte, pues sus vicios cuestan a los hombres la
pérdida de sus almas –y tal vez sus órganos sexuales (Kors y Peters, 1972:
114-15). Supuestamente, una bruja podía castrar a los hombres o dejarlos
impotentes, ya sea congelando sus fuerzas generativas o haciendo que su pene se
levantase y se cayese según su voluntad.31
Algunas robaban a
los hombres sus penes, para esconderlos en grandes cantidades en nidos de aves o
en cajas, hasta que, bajo presión, eran forzadas a devolvérselos a sus dueños.32
Pero ¿quiénes eran estas brujas que castraban a los hombres o los hacían
impotentes? Potencialmente, todas las mujeres. En un pueblo o ciudad pequeña de
unos pocos miles de habitantes, donde durante el momento de apogeo de la caza de
brujas docenas de mujeres fueron quemadas en pocos años o incluso en pocas
semanas, ningún hombre se podía sentir a salvo o estar seguro de que no vivía
con una bruja. Muchos debían estar aterrorizados al oír que por la noche algunas
mujeres dejaban su lecho matrimonial para viajar al aquelarre, engañando a sus
maridos que dormían, poniendo un palo cerca de ellos; o al escuchar que las
mujeres tenían el poder de hacer que sus penes desaparecieran, como la bruja
mencionada en el Malleus, que había almacenado docenas de ellos en un
árbol.
A pesar de los intentos individuales de hijos, maridos o padres de salvar a sus
parientes femeninas de la hoguera, no hay registros, salvo una excepción, de
alguna organización masculina que se opusiera a la persecución, lo que sugiere
que la propaganda tuvo éxito en separar a las mujeres de los hombres. La
excepción proviene de los pescadores de una región vasca, donde el inquisidor
francés Pierre Lancre estaba llevando a cabo juicios en masa que condujeron a la
quema de una cantidad aproximada de seiscientas mujeres. Mark Kurlansky informa
que los pescadores habían estado ausentes, ocupados en la temporada anual del
bacalao. Pero:
[Cuando los hombres] de la
flota de bacalao de St.-Jean-de-Luz, una de las más grandes [del País Vasco] oyó
rumores de que sus esposas, madres e hijas estaban siendo desnudadas, apuñaladas
y muchas de ellas habían sido ya ejecutadas, la campaña del bacalao de 1609
terminó dos meses antes. Los pescadores regresaron, garrotes en mano y liberaron
a un convoy de brujas que eran llevadas al lugar de la quema. Esta resistencia
popular fue todo lo que hizo falta para detener los juicios […] (Kurlansky 2001:
102).
La intervención de los pescadores vascos contra la persecución de sus parientas
fue un acontecimiento único. Ningún otro grupo u organización se levantó en
defensa de las brujas. Sabemos, en cambio, que algunos hombres hicieron negocios
denunciando mujeres, designándose a sí mismos “cazadores de brujas”, viajando de
pueblo en pueblo amenazando con delatar a las mujeres a menos que ellas pagaran.
Otros hombres aprovecharon el clima de sospecha que rodeaba a las mujeres para
liberarse de esposas y amantes no deseadas, o para debilitar la venganza de
mujeres a las que ellos habían violado o seducido. Sin lugar a dudas, la falta
de acción de los hombres en contra de las atrocidades a las que fueron sometidas
las mujeres estuvo con frecuencia motivada por el miedo a ser implicados en los
cargos, ya que la mayoría de los hombres juzgados por este crimen fueron
parientes de sospechosas o sentenciadas por brujería. Pero no hay duda de que
los años de propaganda y terror sembraron entre los hombres las semillas de una
profunda alienación psicológica con respecto a las mujeres, lo cual quebró la
solidaridad de clase y minó su propio poder colectivo. Podemos estar de acuerdo
con Marvin Harris:
La caza de brujas […] dispersó
y fragmentó todas las energías de protesta latentes. Hizo a todos sentirse
impotentes y dependientes de los grupos sociales dominantes y además dio una
salida local a sus frustraciones. Por esta razón impidió a los pobres, más que a
cualquier otro grupo social, enfrentarse a la autoridad eclesiástica y al orden
secular, y reclamar la redistribución de la riqueza y la igualdad social.
(Harris, 1974: 239-40)
Al igual que hoy, al reprimir a las mujeres, las clases dominantes sometían de
forma aún más eficaz a la totalidad del proletariado. Instigaban a los hombres
que habían sido expropiados, empobrecidos y criminalizados a que culparan a la
bruja castradora por su desgracia y a que vieran el poder que las mujeres habían
ganado frente a las autoridades como un poder que las mujeres utilizarían contra
ellos. Todos los miedos, profundamente arraigados, que los hombres albergaban
con respecto a las mujeres (fundamentalmente por la propaganda misógina de la
Iglesia), fueron movilizados en este contexto. No sólo se culpó a las mujeres de
que los hombres se volvieran impotentes; también su sexualidad fue convertida en
un objeto de temor, una fuerza peligrosa, demoníaca: a los hombres se les enseñó
que una bruja podía esclavizarlos y encadenarlos a su voluntad (Kors y Peters,
1972: 130-32).
Una acusación recurrente en los juicios por brujería era que las brujas llevaban
a cabo prácticas sexuales degeneradas, centradas en la copulación con el Diablo
y en la participación en orgías que supuestamente se daban en el aquelarre. Pero
las brujas también eran acusadas de generar una excesiva pasión erótica en los
hombres, de modo que a los hombres atrapados en algo ilícito les resultaba fácil
decir que habían sido embrujados o, a una familia que quería poner término a la
relación de un hijo varón con una mujer que desaprobaban, acusar a ésta de ser
bruja. El Malleus escribió:
Existen siete métodos por medio
de los cuales [las brujas] infectan de brujería el acto venéreo y la concepción
del útero. Primero, llevando las mentes de los hombres a una pasión
desenfrenada; segundo, obstruyendo su fuerza de gestación; tercero, eliminando
los miembros destinados a ese acto; cuarto, convirtiendo a los hombres en
animales por medio de sus artes mágicas; quinto, destruyendo la fuerza de
gestación de las mujeres; sexto, provocando el aborto; séptimo, ofreciendo los
niños al Diablo […]. (1971: 47)
Las brujas fueron acusadas simultáneamente de dejar impotentes a los hombres y
de despertar pasiones sexuales excesivas en ellos; la contradicción es sólo
aparente. En el nuevo código patriarcal que se desarrolló en concomitancia con
la caza de brujas, la impotencia física era la contraparte de la impotencia
moral; era la manifestación física de la erosión de la autoridad masculina sobre
las mujeres, ya que desde el punto de vista “funcional” no había ninguna
diferencia entre un hombre castrado y uno inútilmente enamorado. Los demonólogos
miraban ambos estados con sospecha, claramente convencidos de que sería
imposible poner en práctica el tipo de familia exigida por la prudencia burguesa
emergente –inspirada en el estado, con el marido como rey y la mujer subordinada
a su voluntad, desinteresadamente entregada a la administración del hogar (Schochet,
1975)– si las mujeres con su glamour y sus hechizos de amor podían
ejercer tanto poder como para hacer de los hombres los súcubos
de sus
deseos.
La pasión sexual minaba no sólo
la autoridad de los hombres sobre las mujeres –como lamentaba Montaigne, el
hombre puede conservar su decoro en todo excepto en el acto sexual (Easlea,
1980: 243)–, sino también la capacidad de un hombre para gobernarse a sí mismo,
haciéndole perder esa preciosa cabeza donde la filosofía cartesiana situaría la
fuente de la Razón. Por eso, una mujer sexualmente activa constituía un peligro
público, una amenaza al orden social ya que subvertía el sentido de
responsabilidad de los hombres y su capacidad de trabajo y autocontrol. Para que
las mujeres no arruinaran a los hombres moralmente –o, lo que era más
importante, financieramente– la sexualidad femenina tenía que ser exorcizada.
Esto se lograba por medio de la tortura, de la muerte en la hoguera, así como
también de las interrogaciones meticulosas a las que las brujas fueron
sometidas, mezcla de exorcismo sexual y violación psicológica.33
Para las mujeres, entonces, los siglos XVI y XVII inauguraron verdaderamente una
era de represión sexual. La censura y la prohibición llegaron a definir
efectivamente su relación con la sexualidad. Pensando en Michel Foucault,
debemos insistir también en que no fue la pastoral católica, ni tampoco
la confesión, lo que mejor demuestra cómo el “Poder”, en el crepúsculo de la Era
Moderna, hizo obligatorio que la gente hablara de sexo (Foucault, 1978: 142). En
ningún otro lugar, la “explosión discursiva” sobre el sexo, que Foucault detectó
en esta época, fue exhibida con mayor contundencia que en las cámaras de tortura
de la caza de brujas. Pero no tuvo nada en común con la excitación mutua que
Foucault imagina fluyendo entre la mujer y su confesor. Sobrepasando ampliamente
a cualquier cura de pueblo, los inquisidores forzaron a las brujas a desvelar
sus aventuras sexuales con todo detalle, sin inmutarse por el hecho de que con
frecuencia se trataba de mujeres viejas y sus hazañas
sexuales databan de
muchas décadas atrás. De una manera casi ritual, forzaban a las supuestas brujas
a explicar de qué manera habían sido poseídas por el Demonio en su juventud, qué
habían sentido durante la penetración, qué pensamientos impuros habían
albergado. Pero el escenario sobre el cual se desplegó este discurso acerca del
sexo fue la cámara de torturas, donde las preguntas fueron hechas entre
aplicaciones de la garrucha, a mujeres enloquecidas por el dolor. De
ningún modo podemos suponer que la orgía de palabras que las mujeres torturadas
de esta manera estaban forzadas a pronunciar incitaba su placer o reorientaba,
por sublimación lingüística, su deseo. En el caso de la caza de brujas –que
Foucault ignora sorprendentemente en su Historia de la sexualidad
(Foucault, 1978, Vol. I)– el “discurso interminable sobre sexo” no fue
desplegado como una alternativa a, sino en servicio de la represión, la censura,
el rechazo. Ciertamente podemos decir que el lenguaje de la caza de brujas
“produjo” a la Mujer como una especie diferente, un ser sui generis, más
carnal y pervertido por naturaleza. También podemos decir que la producción de
la “mujer pervertida” fue un paso hacia la transformación de la
vis erotica
femenina en vis lavorativa –es decir, un primer paso hacia la
transformación de la sexualidad femenina en trabajo. Pero debemos apreciar
el carácter destructivo de este proceso, que también demuestra los límites de
una “historia de la sexualidad” en general, como la propuesta por Foucault, que
trata la sexualidad desde la perspectiva de un sujeto indiferenciado, de género
neutro y como una actividad que tiene las mismas consecuencias para hombres y
mujeres.
La caza de brujas y la racionalización capitalista de la sexualidad
La caza de brujas no trajo como consecuencia nuevas capacidades sexuales ni
placeres sublimados para las mujeres. Fue en cambio el primer paso de una larga
marcha hacia el “sexo limpio entre sábanas limpias”, y la transformación de la
actividad sexual femenina en un trabajo al servicio de los hombres y la
procreación. En este proceso fue fundamental la prohibición, por antisociales y
demoníacas, de todas las formas no productivas, no procreativas de la sexualidad
femenina.
La repulsión que la sexualidad no procreativa estaba comenzando a inspirar, está
bien expresada por el mito de la vieja bruja, volando en su escoba que, como los
animales que también montaba (cabras, yeguas, perros), era una proyección de un
pene extendido, símbolo de la lujuria desenfrenada. Esta imaginería revela una
nueva disciplina sexual que negaba a la “vieja fea”, que ya no era fértil, el
derecho a una vida sexual. En la creación de este estereotipo, los demonólogos
se ajustaban a la sensibilidad moral de su época, tal y como reflejan las
palabras de dos contemporáneos ilustres de la caza de brujas:
¿Acaso hay algo más odioso que
ver una vieja lasciva? ¿Qué puede ser más absurdo? Y, sin embargo, es tan común
[…] Es peor en las mujeres que en los hombres […] Mientras que ella es una vieja
bruja, una arpía, no puede ver ni oír, no es más que un cadáver, aulla y
seguramente tiene un semental. (Burton, 1977: 56)
Pero aún resulta mucho más
divertido ver a ciertas viejas, que casi ya se caen de viejas, y tienen tal
aspecto de cadáver que parecen difuntas resucitadas, decir a todas horas que la
vida es muy dulce, que todavía están en celo […] se embadurnan constantemente el
rostro con aceites, nunca se separan del espejo, se depilan las partes secretas,
enseñan todavía sus pechos blandos y marchitos, solicitan con tembloroso gruñido
sus apetitos lánguidos, beben a todas horas, se mezclan en los bailes de las
muchachas y escriben cartitas amorosas. (Erasmo de Rotterdam, 1941: 42)
Esto estaba muy lejos del mundo de Chaucer, donde la Comadre de Bath, después de
quemar a cinco maridos, podía aún declarar abiertamente: “Bienvenido sea el
sexto […] No pretendo de ninguna manera ser casta. Cuando uno de mis maridos se
ha ido, otro cristiano debe hacerse cargo de mí” (Chaucer, 1977: 277). En el
mundo de Chaucer, la vitalidad sexual de la mujer vieja era una afirmación de la
vida contra la muerte; en la iconografía de la caza de brujas, la vejez impide a
las mujeres la posibilidad de una vida sexual, la contamina, convierte la
actividad sexual en una herramienta de la muerte más que en un medio de
regeneración.
Si no se tiene en cuenta la edad (pero sí la clase) de las mujeres juzgadas por
brujería, hay una constante identificación de la sexualidad femenina con la
bestialidad. Esto venía sugerido por la copulación con el dios-cabra (una de las
representaciones del Demonio), el tristemente célebre beso
sub cauda y la
acusación de que las brujas conservaban una variedad de animales –”diablillos” o
“familiares”– que les ayudaban en sus crímenes y con los cuales mantenían una
relación particularmente íntima. Se trataba de gatos, perros, liebres, sapos, de
los que la bruja cuidaba, supuestamente con el objeto de amamantarse de ellos
por medio de tetillas especiales.
Había también otros animales
que jugaban un papel en la vida de la bruja como instrumentos del Demonio: las
cabras y las yeguas nocturnas34
la llevaban
volando al aquelarre, los sapos le proveían veneno para sus brebajes. Tal era la
presencia de los animales en el mundo de las brujas, en el que debemos suponer
que ellos también estaban siendo juzgados.35
El matrimonio entre la bruja y sus “familiares” era quizás una referencia a las
prácticas “bestiales” que caracterizaban la vida sexual de los campesinos en
Europa, que continuaron siendo un delito capital mucho después del final de la
caza de brujas. En una época en la que se estaba comenzando a adorar la Razón y
a disociar lo humano de lo corpóreo, los animales fueron también sujetos a una
drástica devaluación –reducidos a simples bestias, al “Otro” excesivo– símbolos
perennes de lo peor de los instintos humanos. Pero el excedente de presencias
animales en las vidas de las brujas sugiere también que las mujeres se
encontraban en un cruce de caminos (resbaladizo) entre los hombres y los
animales y que no sólo la sexualidad femenina, sino también la sexualidad como
tal, se asemejaba a lo animal. Para sellar esta ecuación, las brujas fueron con
frecuencia acusadas de cambiar de forma y tomar apariencia animal, siendo el
sapo, el animal al que se hacía referencia más comúnmente; el sapo, en tanto
símbolo de la vagina, sintetizaba la sexualidad, la bestialidad y el mal.
La caza de brujas condenó la sexualidad femenina como la fuente de todo mal,
pero también fue el principal vehículo para llevar a cabo una amplia
reestructuración de la vida sexual que, ajustada a la nueva disciplina
capitalista del trabajo, criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara
la procreación, la transmisión de la propiedad dentro de la familia o restara
tiempo y energías al trabajo.
Los juicios por brujería
brindan una lista aleccionadora de las formas de sexualidad que estaban
prohibidas en la medida en que eran “no productivas”: la homosexualidad, el sexo
entre jóvenes y viejos,36
el sexo entre
gente de clases diferentes, el coito anal, el coito por detrás (se creía que
resultaba en relaciones estériles), la desnudez y las danzas. También estaba
proscrita la sexualidad pública y colectiva que había prevalecido durante la
Edad Media, como en los festivales de primavera de origen pagano que, en el
siglo XVI, aún se celebraban en toda Europa. Compárese, en este contexto, la
descripción que hace P. Stubbes, en Anatomy of Abuse (1583) [Anatomía
del abuso], de la celebración de los mayos [May Day] en Inglaterra,
con los típicos relatos del aquelarre que acusaban a las brujas de bailar en
estas reuniones, saltando de arriba a abajo al son de los caramillos y las
flautas, entregadas plenamente al sexo y a la parranda colectiva.
Cuando llega mayo […] cada
parroquia, ciudad y pueblo se reúne, hombres, mujeres y niños; viejos y jóvenes
[…] corren al monte y a los bosques, cerros y montañas, donde pasan toda la
noche en pasatiempos placenteros y por la mañana regresan trayendo arcos de
abedul y ramas de árboles […] La joya más preciada que traen al hogar es el
árbol de mayo, que portan con gran veneración […] luego empiezan a comer y
celebrar, a saltar y bailar a su alrededor, como hacían los paganos cuando
adoraban a sus ídolos (Partridge: III).
Puede hacerse una comparación
análoga entre las descripciones del aquelarre y las descripciones que hicieron
las autoridades presbiterianas escocesas de los peregrinajes (a manantiales
sagrados y a otros sitios santos), que la Iglesia Católica había promovido, pero
a los que los presbiterianos se opusieron por considerarlos congregaciones del
Diablo y ocasiones para prácticas lascivas. Tendencia general de este periodo es
que cualquier reunión potencialmente transgresora –encuentros de campesinos,
campamentos rebeldes, festivales y bailes– fuera descrita por las autoridades
como un posible aquelarre.37
También es significativo que, en algunas zonas del norte de Italia, ir al
aquelarre se decía “ir al baile” o “ir al juego” (al gioco), lo que da
cuenta de la campaña que la Iglesia y el estado estaban llevando a cabo en
contra de tales pasatiempos (Muraro, 1977: 109 y sg.; Hill, 1964: 183 y sg.).
Tal y como señala Ginzburg, “una vez eliminados (del aquelarre) los mitos y
adornos fantásticos, descubrimos una reunión de gente, acompañada por danzas y
promiscuidad sexual” (Ginzburg, 1966: 189) y, debe añadirse, de mucha comida y
bebida, que con seguridad eran una fantasía común en una época en la que el
hambre era una experiencia corriente en Europa. (¡Cuan revelador de la
naturaleza de las relaciones de clase en la época de la caza de brujas es que
los sueños de cordero asado y cerveza pudieran ser vistos como signos de
connivencia diabólica por una burguesía, siempre con el ceño fruncido, bien
alimentada y acostumbrada a comer carne,!). Siguiendo un camino muy trillado,
Ginzburg califica, sin embargo, las orgías asociadas con el aquelarre como
“alucinaciones de viejas, que le servían de recompensa por una existencia
escuálida” (ibídem: 190). De esta manera, culpa a las víctimas de su
desaparición; ignora también que no fueron las mujeres acusadas de brujería,
sino la elite europea, la que dedicó infinitud de pliegos de papel a discutir
tales “alucinaciones”, en disquisiciones, por ejemplo, sobre el papel de los
súcubos y de los íncubos, o de si la bruja podía ser o no fecundada
por el Diablo, una pregunta que, aparentemente, interesaba todavía a los
intelectuales en el siglo XVIII (Couliano, 1987: 148-51). Hoy, estas grotescas
disquisiciones son ocultadas en las historias de la “Civilización Occidental”, o
bien son sencillamente olvidadas, aunque tramaran una red que condenó a cientos
de miles de mujeres a la muerte.
De esta forma, el papel que la
caza de brujas ha jugado en el desarrollo del mundo burgués y, específicamente,
en el desarrollo de la disciplina capitalista de la sexualidad, ha sido borrado
de la memoria. No obstante, es posible establecer la relación entre este proceso
y algunos de los principales tabúes de nuestra época. Tal es el caso de la
homosexualidad, que en muchas partes de Europa era plenamente aceptada incluso
durante el Renacimiento, pero fue luego erradicada en la época de la caza de
brujas. La persecución de los homosexuales fue tan feroz que su memoria todavía
está sedimentada en nuestro lenguaje. Faggot38
nos recuerda que
los homosexuales eran a veces usados para encender el fuego donde las brujas
eran quemadas, mientras que la palabra italiana finocchio (hinojo) se
refiere a la práctica de desparramar estas plantas aromáticas en las hogueras
con el fin de tapar el hedor de la carne ardiente.
Es particularmente significativa la relación que la caza de brujas estableció
entre la prostituta y la bruja, en tanto refleja el proceso de devaluación que
sufrió la prostitución durante la reorganización capitalista del trabajo sexual.
Como dice el dicho, “prostituta de joven, bruja cuando vieja”, ya que ambas
usaban el sexo sólo para engañar y corromper a los hombres, fingiendo un amor
que sólo era mercenario (Stiefelmeir, 1977: 48y sg.). Y ambas
se vendían para obtener dinero y un poder ilícito; la bruja (que vendía su alma al Diablo)
era la imagen ampliada de la prostituta (que vendía su cuerpo a los hombres).
Tanto la (vieja) bruja como la prostituta eran símbolos de esterilidad, la
personificación misma de la sexualidad no procreativa. Así, mientras en la Edad
Media la prostituta y la bruja fueron consideradas figuras positivas que
realizaban un servicio social a la comunidad, con la caza de brujas ambas
adquirieron las connotaciones más negativas –relacionadas físicamente con la
muerte y socialmente con la criminalización– y fueron rechazadas como
identidades femeninas posibles. La prostituta murió como sujeto legal sólo
después de haber muerto mil veces en la hoguera como bruja. O, mejor dicho, a la
prostituta se le permitía sobrevivir (incluso se convertiría en útil, aunque de
manera clandestina) sólo mientras la bruja pudiera ser asesinada; la bruja era
el sujeto social más peligroso, el que (ante los ojos de los inquisidores) era
menos controlable; era ella quien podía dar dolor o placer, curar o causar daño,
mezclar los elementos y encadenar la voluntad de los hombres; incluso podía
causar daño sólo con su mirada, un malocchio (mal de ojo) que
presumiblemente podía matar.
La naturaleza sexual de sus
crímenes y su estatus de clase baja distinguían a la bruja del mago del
Renacimiento, que resultó ampliamente inmune a la persecución. La teúrgia y la
brujería compartían muchos elementos. Los temas derivados de la tradición mágica
ilustrada fueron introducidos por los demonólogos en la definición de brujería.
Entre ellos se encontraba la creencia, de origen neoplatónico, de que Eros es
una fuerza cósmica, que une al universo a través de relaciones de “simpatía” y
atracción, permitiendo al mago manipular e imitar a la naturaleza en sus
experimentos. Un poder similar se atribuía a la bruja, quien según se decía
podía levantar tormentas con sólo sacudir un charco, o podía ejercer una
“atracción” similar a la unión de los metales en la tradición alquimista (Yates,
1964: 145 y sg.; Couliano, 1987). La ideología de la brujería reflejó el
principio bíblico, común a la magia y la alquimia, que estipula una conexión
entre la sexualidad y el saber. La tesis de que las brujas
adquirieron sus poderes copulando con el Diablo se hacía eco de la creencia
alquimista de que las mujeres se habían apropiado de los secretos de la química
copulando con demonios rebeldes (Seligman, 1948: 76). La teúrgia, sin embargo,
no fue perseguida, aunque la alquimia fue cada vez peor vista, ya que parecía
una búsqueda inútil y, como tal, una pérdida de tiempo y recursos. Los magos
eran una elite, que con frecuencia prestaban servicios a príncipes y a otras
personas que ocupaban altos puestos (Couliano, 1987: 156 y sg.), y los
demonólogos los distinguían cuidadosamente de las brujas, al incluir la teúrgia
(en particular la astrología y la astronomía) dentro del ámbito de las ciencias.39
La caza de
brujas y el nuevo Mundo
Los homólogos de la típica bruja europea no fueron, por lo tanto, los magos del
Renacimiento, sino los indígenas americanos colonizados y los africanos
esclavizados que, en las plantaciones del “Mundo”, compartieron un destino
similar al de las mujeres en Europa, proveyendo al capital del aparentemente
inagotable suministro de trabajo necesario para la acumulación.
Los destinos de las mujeres en Europa y de los amerindios y africanos en las
colonias estaban conectados hasta el punto de que sus influencias fueron
recíprocas. La caza de brujas y las acusaciones de adoración al Demonio fueron
llevadas a América para quebrar la resistencia de las poblaciones locales,
justificando así la colonización y la trata de esclavos ante los ojos del mundo.
Por su parte, de acuerdo con Luciano Parinetto, la experiencia americana
persuadió a las autoridades europeas a creer en la existencia de poblaciones
enteras de brujas, lo que las instigó a aplicar en Europa las mismas técnicas de
exterminio masivo desarrolladas en América (Parinetto, 1998).
En México, “entre 1536 y 1543 el obispo Zumárraga realizó 19 juicios que
implicaban a 75 herejes indígenas, en su mayoría seleccionados entre los líderes
políticos y religiosos de las comunidades de México central, muchos de los
cuales terminaron sus vidas en la hoguera. El fraile Diego de Landa dirigió
juicios por idolatría en Yucatán durante la década de 1560, en los cuales la
tortura, los azotes y los autos de fe figuraban de forma prominente” (Behar,
1987: 51). En Perú se realizaron también cacerías de brujas con el fin de
destruir el culto a los dioses locales, considerados demonios por los europeos.
“Los españoles veían la cara del Diablo por todas partes: en las comidas […] en
los “vicios primitivos de los indios” […] en sus lenguas bárbaras” (de León,
1985, Vol. I: 33-4). También en las colonias, las mujeres eran más vulnerables a
la hora ser acusadas por brujería, ya que, al ser despreciadas por los europeos
como mujeres de mente débil, pronto se convirtieron en las defensoras más
acérrimas de sus comunidades (Silverblatt, 1980: 173, 176-79).
El destino común de las brujas
europeas y de los súbditos coloniales está mejor demostrado por el creciente
intercambio, a lo largo del siglo XVIII, entre la ideología de la brujería y la
ideología racista que se desarrolló sobre el suelo de la Conquista y de la trata
de esclavos. El Diablo era representado como un hombre negro y los negros eran
tratados cada vez más como diablos, de tal modo que “la adoración al Diablo y
las intervenciones diabólicas [se convirtieron en] el aspecto más comúnmente
descrito de las sociedades no-europeas con las que los traficantes de esclavos
se encontraron” (Barker, 1978: 91). “Desde los lapones hasta los samoyedos, de
los hotentotes a los indonesios […] no había sociedad” –escribe Anthony Barker–
“que no fuera etiquetada por algún inglés como activamente influida por el
Diablo” (1978: 91). Al igual que en Europa, el sello característico de lo
diabólico era un deseo y una potencia sexual anormales.40
El Diablo con
frecuencia era retratado con dos penes, mientras que las historias sobre
prácticas sexuales brutales y la afición desmedida por la música y la danza se
convirtieron en los ingredientes básicos de los informes de los misioneros y de
los viajeros al “Nuevo Mundo”.
Según el historiador Brian Easlea, esta exageración sistemática de la potencia
sexual de los negros delata la ansiedad que sentían los hombres blancos ricos
respecto de su propia sexualidad; supuestamente, los hombres blancos de clase
alta temían la competencia de la gente que ellos esclavizaban, a quienes veían
más cercanos a la naturaleza, pues se sentían inadaptados sexualmente debido a
las dosis excesivas de autocontrol y razonamiento prudente (Easlea, 1980:
249-50). Pero la sexualización exagerada de las mujeres y de los hombres negros
–las brujas y los demonios– también debe estar enraizada con la posición que
ocupaban en la división internacional del trabajo que surgió a partir de la
colonización de América, la trata de esclavos y la caza de brujas. La definición
de negritud y de feminidad como marcas de bestialidad e irracionalidad se
correspondía con la exclusión de las mujeres en Europa, así como de las mujeres
y los hombres de las colonias, del contrato social implícito en el salario, con
la consecuente naturalización de su explotación.
La
bruja, la curandera y el nacimiento de la ciencia moderna
Había otros motivos detrás de
la persecución de las brujas. Con frecuencia, las acusaciones de brujería fueron
usadas para castigar el ataque a la propiedad, principalmente los robos que
crecieron de manera espectacular en los siglos XVI y XVII, tras la privatización
de la tierra y de la agricultura. Como hemos visto, las mujeres pobres de
Inglaterra, que mendigaban o robaban leche o vino de las casas de sus vecinos o
que vivían de la asistencia pública, podían convertirse en sospechosas de
practicar artes malignos. Alan Macfarlane y Keith Thomas han mostrado que en
este periodo, después de la pérdida de las tierras comunes y de la
reorganización de la vida familiar que dio prioridad a la crianza de los niños a
expensas del cuidado que anteriormente se daba a los ancianos, hubo un marcado
deterioro de la condición de las mujeres ancianas (Macfarlane, 1970: 205).41
Estos ancianos
eran ahora, o bien forzados a depender de sus amigos o vecinos para sobrevivir,
o bien se sumaban a las Listas de Pobres (en el mismo momento en que la nueva
ética protestante comenzaba a señalar la entrega de limosnas como derroche y
como medio de fomentar la pereza). Al mismo tiempo, las instituciones que en el
pasado habían cuidado a los pobres estaban entrando en proceso de
descomposición. Algunas mujeres pobres usaron, presumiblemente, el miedo que
inspiraba su reputación como brujas para obtener lo que necesitaban. Pero no se
condenó solamente a la “bruja mala”, que supuestamente maldecía y dejaba cojo al
ganado, arruinaba cultivos o causaba la muerte de los hijos de sus empleadores.
La “bruja buena”, que había hecho del hechizo su carrera, también fue castigada,
muchas veces con mayor severidad.
Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera
del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia –como escribió Burckhardt con
respecto a las brujas italianas– era la intriga amorosa (Burckhardt, 1927:
319-20). Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la
pieza teatral de Fernando de Rojas (La Celestina, 1499). De ella se decía
que:
Tenía seis
oficios, a saber: lavandera, perfumera, maestra de hacer aceites y en la
reparación de virginidades dañadas, alcahueta y un poquito bruja. Su primer
oficio era cubrir a los demás y con esta excusa muchas chicas que trabajaban
como sirvientas iban a su casa a lavar. No es posible imaginar el trajín que se
traía. Era médica de bebés; cogía lino de una casa y lo llevaba a otra, todo
esto como excusa para entrar a todas partes. Alguien le decía: “¡Madre, venga!”
o “¡Acá viene la señora!” Todos la conocían. Y a pesar de sus muchas tareas ella
encontraba tiempo para ir a misa o víspera. (Rojas 1959: 17-8)42
Sin embargo, una curandera más
típica fue Gostanza, una mujer juzgada por brujería en San Miniato, una pequeña
ciudad de Toscana, en 1594. Después de enviudar, Gostanza se había establecido
como curandera profesional, para hacerse pronto muy conocida en la región por
sus remedios terapéuticos y sus exorcismos. Vivió con su sobrina y dos mujeres
mayores, también viudas. Una vecina, que también era viuda, le proveía especias
para sus medicamentos. Recibía a sus clientes en su casa, pero también viajaba
cuando era necesario, a fin de “marcar” un animal, visitar a un enfermo, ayudar
a la gente a vengarse o a liberarse de encantos médicos (Cardini, 1989: 51-8).
Sus herramientas eran aceites naturales y polvos, también artefactos aptos para
curar y proteger por “simpatía” o “contacto”. No le interesaba inspirar miedo a
la comunidad, ya que practicar sus artes era su forma de ganarse la vida. De
hecho, gozaba de mucha simpatía, todos iban a verla para ser curados, para que
les leyera el futuro, para encontrar objetos perdidos o para comprar pociones
para el amor. Pero no escapó a la persecución. Después del Concilio de Trento
(1545-1563), la Contrarreforma adoptó una dura postura contra los curanderos
populares por temor a sus poderes y sus raíces profundas en la cultura de sus
comunidades. También en Inglaterra, la suerte de las “brujas buenas” fue sellada
en 1604 cuando un estatuto aprobado por Jacobo I estableció la pena de muerte
para cualquiera que usara los espíritus y la magia, aun si no fueran causantes
de un daño visible.43
Con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un
patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios
curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una
pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de
la medicina profesional que, a pesar de sus pretensiones curativas, erigió una
muralla de conocimiento científico indisputable, inasequible y extraño para las
“clases bajas” (Ehrenreich e English, 1973; Starhawk, 1997).
El desplazamiento de la bruja y la curandera de pueblo por el doctor, plantea la
pregunta acerca del papel que el surgimiento de la ciencia moderna y de la
visión científica del mundo jugaron en el ascenso y en la disminución de la caza
de brujas. En relación a esta pregunta podemos hallar dos puntos de vista
contrapuestos.
Por un lado está la teoría que proviene de la Ilustración, que reconoce el
advenimiento de la racionalidad científica como el factor determinante en el fin
de la persecución. Tal como fue formulada por Joseph Klaits (1895, 62), esta
teoría sostiene que la nueva ciencia transformó la vida intelectual, generando
un nuevo escepticismo al “definir el universo como un mecanismo autorregulado en
el que la intervención divina directa y constante era innecesaria”. No obstante,
Kaits admite que los mismos jueces que en la década de 1650 ponían freno a los
juicios contra las brujas nunca cuestionaron la realidad de la brujería. “Ni en
Francia ni en ninguna otra parte los jueces del siglo XVII que pusieron fin a la
caza de brujas manifestaron que las brujas no existieran. Al igual que Newton y
otros científicos de la época, los jueces siguieron aceptando la magia natural
como teóricamente verosímil” (ibídem: 163).
Efectivamente, no hay pruebas de que la nueva ciencia tuviera un efecto
liberador. La visión mecanicista de la naturaleza que surgió con el inicio de la
ciencia moderna “desencantó el mundo”. Tampoco hay pruebas de que quienes la
promovían hubieran hablado en defensa de las mujeres acusadas de ser brujas. En
este terreno, Descartes se declaró agnóstico; otros filósofos mecanicistas (como
Joseph Glanvill y Thomas Hobbes) apoyaron decididamente la caza de brujas. Lo
que dio fin a la caza de brujas (tal y como ha mostrado de forma convincente
Brian Easlea) fue la aniquilación del “mundo de las brujas” y la imposición de
la disciplina social que el sistema capitalista triunfante requería. En otras
palabras, la caza de brujas llegó a su consumación, a finales del siglo XVII,
porque para esa época la clase dominante gozaba de una creciente sensación de
seguridad en relación con su poder y no porque hubiese surgido una visión del
mundo más ilustrada.
La pregunta que sigue aquí vigente es si el surgimiento del método científico
moderno puede ser considerado la causa de la caza de brujas. Esta visión ha sido
sostenida de forma muy convincente por Carolyn Merchant en
The Death of
Nature (1980). Mechant considera que la raíz de la persecución de las brujas
se encuentra en el cambio de paradigma provocado por la revolución científica, y
en particular en el surgimiento de la filosofía mecanicista cartesiana. Según
esta autora, este cambio reemplazó la cosmovisión orgánica que veía en la
naturaleza, en las mujeres y en la tierra las madres protectoras, por otra que
las degradaba a la categoría de “recursos permanentes”, removiendo cualquier
restricción ética a su explotación (Merchant, 1980: 127 y sg.). La mujer-bruja,
sostiene Merchant, fue perseguida como la encarnación del “lado salvaje” de la
naturaleza, de todo lo que en la naturaleza parecía alborotador, incontrolable
y, por lo tanto, antagónico al proyecto asumido por la nueva ciencia. Merchant
señala que una de las pruebas de la conexión entre la persecución de las brujas
y el surgimiento de la ciencia moderna se encuentra en el trabajo de Francis
Bacon, uno de los supuestos padres del nuevo método científico. Su concepto de
investigación científica de la naturaleza fue modelado a partir de la
interrogación a las brujas bajo tortura, de donde surge una representación de la
naturaleza como una mujer a conquistar, descubrir y violar (Merchant, 1980:
168-72).
La explicación de Merchant tiene el gran mérito de desafiar la suposición de que
el racionalismo científico fue un vehículo de progreso, centrando nuestra
atención sobre la profunda alienación que la ciencia moderna ha instituido entre
los seres humanos y la naturaleza. También entrelaza la caza de brujas con la
destrucción del medio ambiente y conecta la explotación capitalista del mundo
natural con la explotación de las mujeres.
Sin embargo, Merchant pasa por
alto el hecho de que la “visión orgánica del mundo” que adoptaron las elites en
la Europa pre-científica, dejó espacio para la esclavitud y el exterminio de los
herejes. También sabemos que la aspiración al dominio tecnológico de la
naturaleza y la apropiación del poder creativo de las mujeres ha dado lugar a
diferentes marcos cosmológicos. Los magos del Renacimiento estaban igualmente
interesados en estos objetivos,44
mientras que la
física newtoniana no debió su descubrimiento de la gravitación universal a una
visión mecánica de la naturaleza sino a una visión mágica. Además, cuando la
moda del mecanicismo filosófico llegó a su término a comienzos del siglo XVIII,
surgieron nuevas tendencias filosóficas que hicieron hincapié en el valor de la
“simpatía”, la “sensibilidad” y la “pasión”, que sin embargo fueron fácilmente
integradas al proyecto de la nueva ciencia (Barnes y Shapin, 1979).
También deberíamos considerar que el armazón intelectual que apoyó la
persecución de las brujas no fue tomado directamente de las páginas del
racionalismo filosófico. Mejor dicho, fue un fenómeno transitorio, una especie
de bricolage ideológico que evolucionó bajo la presión de la tarea que
tenía que llevar a cabo. Dentro de esta tendencia, se combinaron elementos
tomados del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas
y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas, de la misma
manera que en la fragua del nazismo se combinaron el culto a la ciencia y la
tecnología con un escenario que pretendía restaurar un mundo mítico y arcaico de
lazos de sangre y lealtades pre-monetarias.
Esto es lo que sugiere Parinetto, que considera la caza de brujas como un caso
clásico –desafortunadamente no el último– en la historia del capitalismo del
tipo “ir hacia atrás” en tanto forma de avanzar en el asentamiento de las
condiciones para la acumulación de capital. Al conjurar al Demonio, los
inquisidores se deshicieron del animismo y del panteísmo popular con el fin de
definir de una manera más centralizada la localización y distribución del poder
en el cosmos y en la sociedad. Así, paradójicamente –según Parinetto–, en la
caza de brujas, el Diablo funcionaba como el verdadero servidor de Dios; siendo
el factor que más contribuyó a allanar el camino para la nueva ciencia. Como un
alguacil, o como el agente secreto de Dios, el Diablo trajo el orden al mundo,
vaciándolo de influencias conflictivas y reasegurando a Dios como el soberano
exclusivo. Consolidó el mando de Dios sobre los asuntos humanos, para que en
cuestión de un siglo, con la llegada de la física newtoniana, pudiera retirarse
del mundo, contento con custodiar la precisión de su mecanismo desde lejos.
Ni el racionalismo ni el mecanicismo fueron, entonces, la causa
inmediata de las persecuciones, aunque contribuyeran a crear un mundo comprometido con la
explotación de la naturaleza. El hecho de que las elites europeas necesitaran
erradicar todo un modo de existencia, que a finales de la baja Edad Media
amenazaba su poder político y económico, fue el principal factor de la
instigación a la caza de brujas. Cuando esta tarea acabó de ser cumplida –la
disciplina social fue restaurada y la clase dominante vio consolidada su
hegemonía– los juicios a las brujas llegaron a su fin. La creencia en la
brujería pudo incluso convertirse en algo ridículo, despreciada como
superstición y borrada pronto de la memoria.
Este proceso comenzó en toda Europa hacia finales del siglo XVII, aunque los
juicios a brujas continuaron en Escocia durante tres décadas más. Un factor que
contribuyó a que terminaran los juicios contra las brujas fue la pérdida de
control de la clase dominante sobre los mismos, algunos de ellos incluso
acabaron bajo el fuego de su propia maquinaria represiva debido a las denuncias
que les acusaban. Midelfort escribe que en Alemania:
Cuando las llamas empezaron a
arder cada vez más cerca de los nombres de gente que disfrutaba de alto rango y
poder, los jueces perdieron la confianza en las confesiones y se terminó el
pánico […]. (Midelfort, 1972: 206) También en Francia, la última ola de juicios
trajo un desorden social generalizado: los sirvientes acusaban a sus amos, los
hijos acusaban a sus padres, los maridos acusaban a sus mujeres. En estas
circunstancias, el Rey decidió intervenir y Colbert extendió la jurisdicción de
París a toda Francia para terminar con la persecución. Se promulgó un nuevo
código legal en le que la brujería ni siquiera se mencionaba (Mandrou, 1968:
443).
En el preciso momento en que el estado tomó el control sobre la caza de brujas,
uno por uno, los distintos gobiernos tomaron la iniciativa para acabar con ella.
A partir de mediados del siglo XVII, se hicieron esfuerzos para frenar el celo
judicial e inquisitorial. Una consecuencia inmediata fue que, en el siglo XVIII,
los “crímenes comunes” se multiplicaron repentinamente (ibídem: 437).
Entre 1686 y 1712 en Inglaterra, a medida que amainaba la caza de brujas, los
arrestos por daños a la propiedad (en particular los incendios de graneros,
casas y pajares) y por ataques crecieron enormemente (Kittredge, 1929: 333), al
tiempo que nuevos crímenes entraban en los códigos legales. La blasfemia comenzó
a tratarse como un delito punible –en Francia, se decretó que después de la
sexta condena, a los blasfemos se les cortaría la lengua– de la misma manera que
el sacrilegio (la profanación de reliquias y el robo de hostias). También se
establecieron nuevos límites para la venta de venenos; su uso privado fue
prohibido, su venta fue condicionada a la adquisición de una licencia y se
extendió la pena de muerte a los envenenadores. Todo esto sugiere que el nuevo
orden social ya estaba lo suficientemente consolidado como para que los crímenes
fueran identificados y castigados como tales, sin posibilidad de recurrir a lo
sobrenatural. En palabras de un parlamentario francés:
Ya no se condena a las brujas y
hechiceras, en primer lugar porque es difícil determinar la prueba de brujería
y, en segundo lugar, porque tales condenas han sido usadas para hacer daño. Se
ha cesado entonces de culparlas de lo incierto para acusarlas de lo cierto. (Mandrou,
1968: 361)
Una vez destruido el potencial subversivo de la brujería, se permitió incluso
que la magia se siguiera practicando. Después de que la caza de brujas llegara a
su fin, muchas mujeres continuaron sosteniéndose sobre la base de la
adivinación, la venta de encantos y la practica de otras formas de magia. Como
escribió Pierre Bayle en 1704, “en muchas provincias de Francia, en Saboya, en
el cantón de Berna y en muchas otras partes de Europa […] no hay aldea o
caserío, no importa cuán pequeño sea, donde no haya aunque sea una bruja” (Erhard,
1963: 30). En la Francia del siglo XVIII, también se desarrolló un interés por
la brujería entre la nobleza urbana, que –excluida de la producción urbana y al
percibir que sus privilegios eran atacados– trato de satisfacer su deseo de
poder recurriendo a las artes de la magia (ibídem: 31-2). Pero ahora las
autoridades ya no estaban interesadas en procesar esas prácticas, se inclinaban,
en cambio, por ver la brujería como un producto de la ignorancia o un desorden
de la imaginación (Mandrou, 1968: 519). En el siglo XVIII, la
intelligentsia
comenzó incluso a sentirse orgullosa de la ilustración que había adquirido,
segura de sí misma continuó re-escribiendo la historia de la caza de brujas,
desestimándola como un producto de la superstición medieval.
El espectro de las brujas
siguió, en cualquier caso, persiguiendo la imaginación de la clase dominante. En
1871, la burguesía parisina lo retomó instintivamente para demonizar a las
communards, acusándolas de querer incendiar Paris. No puede haber demasiada
duda de que los modelos de las historias e imágenes morbosas que utilizó la
prensa burguesa para crear el mito de las pétroleuses hayan sido tomados
del repertorio de la caza de brujas. Como describe Edith Thomas, los enemigos de
la Comuna alegaron que miles de proletarias vagaban (como brujas) por la ciudad,
día y noche, con ollas llenas de queroseno y etiquetas con la inscripción “BPB”
(bon pour bruler, “buena para quemar”), supuestamente, siguiendo las
instrucciones recibidas en una gran conspiración destinada a reducir la ciudad
de París a cenizas frente a las tropas que avanzaban desde Versailles. Thomas
escribe que “en ninguna parte se encontró a las pétroleuses. En las áreas
ocupadas por el ejército de Versailles bastaba con que una mujer fuera pobre y
mal vestida, y que llevara un cesto, una caja o una botella de leche, para que
fuera sospechosa” (Thomas, 1966: 166-67). Cientos de mujeres fueron ejecutadas
sumariamente de esta manera, mientras eran vilipendiadas en los periódicos. Como
la bruja, la pétroleuse era representada como una mujer vieja,
despeinada, de aspecto agreste y salvaje. En sus manos llevaba el recipiente con
el líquido que usaba para perpetrar sus crímenes.45
Notas
1. Como ha señalado Erik Midelfort: “Con unas pocas excepciones notables, el
estudio de la caza de brujas ha seguido siendo impresionista [...] Es
verdaderamente llamativo cuán pocas investigaciones existen sobre la brujería
para el caso de Europa, investigaciones que intenten enumerar todos los juicios
a brujas en cierta ciudad o región” (Midelfort, 1972: 7).
2. Una expresión de esta identificación fue la creación de WITCH (bruja), una
red de grupos feministas autónomos que jugó un papel importante en la fase
inicial del movimiento de liberación de las mujeres en Estados Unidos. Como
relata Robin Morgan, en Sisterhood is Powerful (1970), WITCH nació durante el
Halloween de 1968 en Nueva York, si bien pronto se formaron “aquelarres” en
otras ciudades. Lo que la figura de la bruja significó para estas activistas
puede entenderse a través de un volante escrito por el aquelarre de Nueva York
que, después de recordar que las brujas fueron las primeras practicantes del
control de la natalidad y del aborto, afirma:
Las
brujas siempre han sido mujeres que se atrevieron a ser valerosas, agresivas,
inteligentes, no conformistas, curiosas, independientes, liberadas sexualmente,
revolucionarias […] WITCH vive y ríe en cada mujer. Ella es la parte libre de
cada una de nosotras […] Eres una Bruja por el hecho de ser mujer, indómita,
airada, alegre e inmortal (Morgan, 1970: 605-06).
Entre las escritoras feministas norteamericanas, que de una forma más consciente
han identificado la historia de las brujas con la lucha por la liberación de las
mujeres se encuentran Mary Daly (1978), Starhawk (1982) y Barbara Ehrenreich y
Deidre English, cuyo Witches, Midwives and Nurses: A History of Women Healers
(1973) fue para muchas feministas, yo incluída, la primera aproximación a la
historia de la caza de brujas.
3. ¿Cuántas brujas fueron quemadas? Se trata de una pregunta controvertida
dentro la investigación académica sobre la caza de brujas, muy difícil de
responder, ya que muchos juicios no fueron registrados o, si lo fueron, el
número de mujeres ejecutadas no viene especificado. Además, muchos documentos,
en los que podemos encontrar referencias a los juicios por brujería, aún no han
sido estudiados o han sido destruidos. En la década de 1970, E. W. Monter
advirtió, por ejemplo, que era imposible calcular la cantidad de juicios
seculares a brujas que habían tenido lugar en Suiza puesto que frecuentemente
éstos sólo venían mencionados en los archivos fiscales y estos archivos todavía
no habían sido analizados (1976: 21). Treinta años después, las cifras siguen
siendo ampliamente discrepantes. Mientras algunas académicas feministas
defienden que la cantidad de brujas ejecutadas equivale a la de judíos
asesinados en la Alemania nazi, Anne L. Barstow –a partir del actualizado
trabajo de archivos– puede justificar que aproximadamente 200.000 mujeres fueron
acusadas de brujería en un lapso de tres siglos, de las que una cantidad menor
fueron asesinadas. Barstow admite, sin embargo, que es muy difícil establecer
cuántas mujeres fueron ejecutadas o murieron por las torturas que sufrieron.
Muchos archivos [escribe] no enumeran los veredictos de los juicios […] [o] no
incluyen a las muertas en presidio […] Otras llevadas a la desesperación por la
tortura se suicidaron en la celda […] Muchas brujas acusadas fueron asesinadas
en prisión […] Otras murieron en los calabozos por las torturas sufridas. (Barstow:
22-3)
Tomando en cuenta además las que fueron linchadas, Barstow concluye que al menos
100.000 mujeres fueron asesinadas, pero añade que las que escaparon fueron
“arruinadas de por vida”, ya que una vez acusadas, “la sospecha y la hostilidad
las perseguiría hasta la tumba” (ibídem). Mientras la polémica sobre la
magnitud de la caza de brujas continúa, Midelfort y Larner han suministrado
estimaciones regionales. Midelfort (1972) ha encontrado que en el sudeste de
Alemania al menos 3.200 brujas fueron quemadas sólo entre 1560 y 1670, un
periodo en el que “ya no quemaban una o dos brujas, sino veintenas y centenas”
(Lea, 1922: 549). Christina Larner (1981) estima en 4.500 la cantidad de mujeres
ejecutadas en Escocia entre 1590 y 1650; pero también coincide en que la
cantidad puede ser mucho mayor, ya que la prerrogativa de llevar a cabo cazas de
brujas era conferida también a notables locales, que tenían libertad para
arrestar “brujas” y estaban encargados de mantener los archivos.
4. Dos escritoras feministas –Starhawk y Maria Mies– han planteado la caza de
brujas en el contexto de la acumulación originaria, deduciendo conclusiones muy
similares a las presentadas en este libro. En Dreaming the Dark
(1982)
Starhawk ha conectado la caza de brujas con la desposesión del campesinado
europeo de las tierras comunes, los efectos sociales de la inflación de precios
causada por la llegada del oro y la plata americanos a Europa y el surgimiento
de la medicina profesional. También ha apuntado que:
La
[bruja] ya no está […] [pero] sus miedos y las fuerzas contra las que luchó
durante su vida siguen en pie. Podemos abrir nuestros diarios y leer las mismas
acusaciones contra el ocio de los pobres […] Los expropiadores van al Tercer
Mundo, destruyendo culturas […] saqueando los recursos de la tierra y la gente
[…] Si encendemos la radio, podemos escuchar el crujir de las llamas […] Pero la
lucha continúa. (Starhawk, 1997: 218-19)
Si Starhawk examina principalmente la caza de brujas en el contexto del ascenso
de la economía de mercado en Europa, Patriarchy and Accumulation on a World
Scale (1986) de Maria Mies, lo conecta con el proceso de colonización y la
creciente conquista de la naturaleza que ha caracterizado a la dominación
capitalista. Mies sostiene que la caza de brujas fue parte del intento de la
clase capitalista emergente de establecer su control sobre la capacidad
productiva de las mujeres y, fundamentalmente, sobre su potencia procreativa, en
el contexto de una nueva división sexual e internacional del trabajo construida
sobre la explotación de las mujeres, las colonias y la naturaleza (Mies, 1986:
69-70; 78-88).
5. Véase nota en el segundo capítulo, “La acumulación de trabajo y la
degradación de las mujeres”.
[N. de la T.]
6. Desde el Imperio Romano tardío, las clases dominantes han considerado a la magia sospechosa de ser parte de la ideología de los esclavos y de constituir un instrumento de insubordinación. Pierre Dockes cita De re rustica de Columella, un agrónomo romano de la República tardía que a su vez cita a Cato, acerca de la confianza en los astrólogos, adivinos y hechiceros había de ser vigilada porque tenía una influencia peligrosa sobre los esclavos. Columella recomendó que el villicus “no debía hacer sacrificios sin órdenes de su amo. No debía recibir a adivinos ni a magos, que se aprovechaban de las supersticiones de los hombres para conducirlos al crimen […] Debía rehuir la confianza de arúspices y hechiceros, dos clases de personas que infectan las almas ignorantes con el veneno de supersticiones sin fundamento”. (Citado por Dockes, 1982: 213)
7. Dockes cita el siguiente extracto de Les Six Livres de la Republique (1576), de Jean Bodin: “El poder de los árabes creció sólo de este modo [dando o prometiendo la libertad a los esclavos]. Pues tan pronto como el capitán Omar, uno de los lugartenientes de Mahoma, prometió la libertad a los esclavos que lo siguieran, atrajo a tantos que en unos pocos años se convirtieron en señores de todo el Oriente. Los rumores de libertad y las conquistas de los esclavos enardecieron los corazones de los esclavos en Europa, a partir de lo cual se alzaron en armas, primero en España en el año 781 y luego en el Sacro Imperio en los tiempos de Carlomagno y Ludovico Pío, como puede verse en los edictos expedidos en la época contra las conspiraciones declaradas entre los esclavos […] Al mismo tiempo este arranque de ira estalló en Alemania, donde los esclavos, habiéndose levantado en armas, sacudieron las fincas de los príncipes y las ciudades, e incluso Ludovico, rey de los alemanes, fue forzado a reunir todas sus fuerzas para aniquilarlos. Poco a poco esto forzó a los cristianos a rebajar la servidumbre y a liberar a los esclavos, con excepción de algunas corvées […]”. (Citado en Dockes, 1982: 237)
8. El Canon Episcopi (siglo X), considerado el texto más importante en lo que se refiere a la documentación de la tolerancia de la Iglesia hacia las creencias mágicas, calificó de “infieles” a aquéllos que creían en demonios y vuelos nocturnos, argumentando que tales “ilusiones” eran productos del Demonio (Russell, 1972: 76-7). Sin embargo, en su estudio sobre la caza de brujas en el suroeste de Alemania, Eric Midelfort ha cuestionado la idea de que la Iglesia en la Edad Media fuera escéptica y tolerante con respecto a la brujería. Este autor ha sido particularmente crítico con el uso que se ha hecho del Canon Episcopi, defendiendo que afirma lo opuesto de lo que se le ha hecho decir. En otras palabras, no debemos concluir que la Iglesia hubiera justificado las prácticas mágicas porque el autor del Canon atacase la creencia en la magia. De acuerdo a Midelfort, la posición del Canon era la misma que la Iglesia sostuvo hasta el siglo XVIII. La Iglesia condenaba la creencia de que los actos de magia eran posibles, porque consideraba que era una herejía maniqueísta atribuirle poderes divinos a brujas y demonios. Sin embargo, sostenía que era correcto castigar a aquéllos que practicaban la magia porque cobijaban maldad y se aliaban con el Demonio (Midelfort, 1975: 16-9). Midelfort hace hincapié en que incluso en la Alemania del siglo XVI, el clero insistió en la necesidad de no creer en los poderes del Demonio. Pero señala que: a) la mayoría de los juicios fueron instigados y administrados por autoridades seculares a quienes no les interesaban las disquisiciones teológicas; b) tampoco entre el clero, la distinción entre “maldad” y “hecho maligno” tuvo muchas consecuencias prácticas, ya que después de todo muchos clérigos recomendaron que las brujas fueran castigadas con la muerte.
9. El aquelarre apareció por primera vez en la literatura medieval hacia
mediados del siglo XV. Rosell Hope Robbins (1959: 415) escribe:
10. Los juicios por brujería eran costosos, ya que podían durar meses y se
convertían en una fuente de trabajo para mucha gente (Robbins, 1959: 111). Los
pagos por “servicios” y la gente que participaba –el juez, el cirujano, el
torturador, el escriba, los guardias– que incluían sus comidas y el vino,
estaban descaradamente incluidos en los archivos de los juicios, a lo que hay
que agregar el coste de las ejecuciones y el de mantener a las brujas en
prisión. La siguiente es la factura por un juicio en la ciudad escocesa de
Kirkaldy en 1636:
Por diez cargas de carbón, para
quemarlas: 5 marcos o 3 libras o 6 chelines u 8 peniques. Por un barril de brea:
14 c. Por la tela de cáñamo para chalecos para ellas: 3 l. o 10 c. Por hacerlos:
3 l. Para que uno vaya a Finmouth para que el laird [señor] ocupe su sesión como
juez: 6 l. Para el verdugo por sus esfuerzos: 8 l. o 14 c. Por sus gastos en
este lugar: 16 c. o 4 p. (Robbins, 1959: 114).
Los costos del juicio a una bruja eran pagados por los parientes de la víctima,
pero “cuando la víctima no tenía un centavo” eran costeados por los ciudadanos
del pueblo o el terrateniente (Robbins, ibídem). Sobre este tema, ver
Robert Mandrou (1968: 112) y Christina Larner (1983: 115), entre otros.
11. H. R. Trevor-Roper escribe: “[La caza de brujas] fue promovida por los papas
cultivados del Renacimiento, por los grandes reformadores protestantes, por los
santos de la contrarreforma, por los académicos, abogados y eclesiásticos […] Si
estos dos siglos fueron la Era de las Luces, tenemos que admitir que al menos en
algún aspecto los Años Oscuros fueron más civilizados […]”. (Trevor-Roper, 1967:
122 y sig.)
12. Cardini (1989: 13-6), Prosperi (1989: 217 y sg.) y Martin (1989: 32). Tal y
como escribe Ruth Martin acerca del trabajo de la Inquisición en Venecia: “Una
comparación hecha por [P. F.] Grendler sobre la cantidad de condenas a muerte
adjudicadas por la Inquisición y por los tribunales civiles le llevo a concluir
que “las Inquisiciones Italianas actuaron con gran moderación comparadas con los
tribunales civiles”, y que “la Inquisición Italiana estuvo marcada más por los
castigos livianos y las conmutaciones que por la severidad”, una conclusión
confirmada recientemente por E. W. Monter en su estudio de la Inquisición en el
Mediterráneo […] En lo que concierne a los juicios venecianos, no hubo
sentencias de ejecución ni de mutilación y ser enviado a las galeras era raro.
Las condenas a prisión largas también eran raras, y cuando se dictaban condenas
de este tipo o destierros, eran frecuentemente conmutados después de un lapso de
tiempo relativamente corto […] Las solicitudes de quienes estaban en prisión
para que se les permitiera pasar a arresto domiciliario por enfermedad también
fueron tratadas con compasión”. (Martin, 1989: 32-3)
13. No hay pruebas de cambios significativos en el peso atribuido a las
acusaciones específicas, la naturaleza de los crímenes comúnmente asociados a la
brujería y la composición social de los acusadores y las acusadas. El cambio más
significativo es, tal vez, que en una fase temprana de la persecución (durante
los juicios del siglo XV) la brujería fue vista principalmente como un crimen
colectivo, que dependía de la organización de reuniones masivas, mientras que en
el siglo XVII fue vista como un crimen de naturaleza individual, una carrera
maléfica en la que se especializaban brujas aisladas –siendo esto un signo de la
ruptura de los lazos comunales que resultaron de la creciente privatización de
la tenencia de la tierra y de la expansión de las relaciones comerciales durante
este periodo.
14. Alemania es una excepción dentro de este patrón, ya que la caza de brujas
afectó allí a bastantes miembros de la burguesía, incluidos muchos concejales.
Sin duda, en Alemania, la confiscación de la propiedad fue el principal motivo
detrás de la persecución, lo que explica el hecho de que alcanzara allí
proporciones no alcanzadas en ningún otro país, excepto Escocia. Sin embargo, de
acuerdo a Midelfort la legalidad de la confiscación fue controvertida; e incluso
en el caso de las familias ricas, no se les sustrajo más de un tercio de la
propiedad. Midelfort agrega que también en Alemania “está más allá de todo
cuestionamiento que la mayor parte de la gente ejecutada era pobre” (Midelfort,
1972: 164-69).
15. Todavía no se ha hecho un análisis serio de la relación entre los cambios en la tenencia de la tierra, sobre todo la privatización de la tierra, y la caza de brujas. Alan Macfarlane, que ha sido el primero en sugerir que existió una conexión importante entre los cercamientos de Essex y la caza de brujas en la misma época, se retractó después (Macfarlane, 1978). No obstante, la relación entre ambos fenómenos es incuestionable. Como hemos visto (en el capítulo 2), la privatización de la tierra fue un factor significativo –directa e indirectamente– en el empobrecimiento que sufrieron las mujeres en el periodo en el que la caza de brujas alcanzó proporciones masivas. Tan pronto como la tierra se privatizó y se desarrolló el comercio de tierras, las mujeres se hicieron vulnerables a un doble proceso de expropiación: por parte de los compradores de tierras acomodados y por parte de los hombres con quienes estaban relacionadas.
16. Sin embargo, a medida que la caza de brujas se extendió, las distinciones entre la bruja profesional y aquellas mujeres que le pedían ayuda o realizaban prácticas de magia sin pretenderse expertas se difuminó.
17. Midelfort (1972: 123-24) también ve una conexión entre la Revolución de los
Precios y la persecución de las brujas. Sobre la escalada de juicios a brujas en
el sudoeste de Alemania después de 1620, escribe:
Los años
1622-1623 fueron testigos de la total disrupción en el acuñamiento de moneda. El
dinero se depreció hasta tal punto que los precios subieron hasta perderse de
vista. La primavera del año 1625 fue fría y las cosechas fueron malas desde
Wurzburg, pasando por Württemberg, hasta el valle del Rhin. El año siguiente
hubo hambre en el valle del Rhin […] Estas condiciones llevaron los precios más
allá de lo que muchos trabajadores podían soportar.
18. Le Roy Ladurie (1987: 208) escribe: “Entre estos levantamientos frenéticos [las cazas de brujas] y las auténticas revueltas populares, que también alcanzaron su clímax en las mismas montañas entre 1580 y 1600, existieron una serie de coincidencias geográficas, cronológicas y a veces familiares”.
19. En la obsesión con el aquelarre [sabbat] o sinagoga, como era llamada la mítica reunión de brujas, encontramos una prueba de la continuidad entre la persecución de las brujas y la persecución de los judíos. Como herejes y propagadores de la sabiduría árabe, los judíos eran vistos como hechiceros, envenenadores y adoradores del Demonio. Las historias sobre la práctica de la circuncisión, que decían que los judíos mataban niños en rituales, contribuyeron al retrato de los mismos como seres diabólicos. “Una y otra vez los judíos fueron descritos (en los misterios como también en los sketches) como “demonios del Infierno, enemigos de la raza humana”” (Trachtenberg, 1944: 23). Sobre la conexión entre la persecución a los judíos y la caza de brujas véase también Ecstasies (1991), de Carlo Ginzburg, capítulos 1 y 2.
20. La referencia proviene aquí
de los conspiradores del Bundschuh –el sindicato de campesinos alemanes cuyo
símbolo era el zueco– que en Alsacia, en la década de 1490, conspiró para
alzarse en contra de la iglesia y el castillo. Federico Engels comenta que
estaban habituados a hacer sus reuniones durante la noche en el solitario Hunher
Hill (Engels, 1977: 66).
21. El historiador italiano
Luciano Parinetto ha sugerido que la cuestión del canibalismo puede ser
importada del Nuevo Mundo, ya que el canibalismo y la adoración del Demonio se
fusionaban en los informes sobre los “indios” realizados por los conquistadores
y sus cómplices del clero. Para fundamentar esta tesis Parinetto cita el
Compendium Maleficarum (1608), de Francesco Maria Guazzo, que, desde su punto de
vista, demuestra que los demonólogos en Europa se vieron influidos, en su
retrato de las brujas como caníbales, por informes provenientes del “Nuevo
Mundo”. En cualquier caso, las brujas en Europa fueron acusadas de sacrificar a
los niños al Demonio mucho antes de la conquista y la colonización de América.
22. En los siglos XIV y XV, la Inquisición acusó a las mujeres, los herejes y
los judíos de brujería. La palabra hexerei (brujería) fue usada por
primera vez durante los juicios que se hicieron entre 1419 y 1420 en Lucerna e
Interlaken (Russell, 1972: 203).
23. La tesis de Murray ha sido revisitada en los últimos años, gracias al renovado interés de las eco-feministas por la relación entre las mujeres y la naturaleza en las primeras sociedades matrifocales. Entre quienes han interpretado a las brujas como defensoras de una antigua religión ginocéntrica que idolatraba las potencias reproductivas se encuentra Mary Condren. En The Serpent and the Goddess (1989), Condren sostiene que la caza de brujas fue parte de un largo proceso en el que la cristiandad desplazó a las sacerdotisas de la antigua religión, afirmando en principio que éstas usaban sus poderes para propósitos malignos y negando después que tuvieran semejantes poderes (Condren, 1989: 80-6). Uno de los argumentos más interesantes a los que recurre Condren en este contexto está relacionado con la conexión entre la persecución de las brujas y el intento de los sacerdotes cristianos de apropiarse de los poderes reproductivos de las mujeres. Condren muestra cómo los sacerdotes participaron en una verdadera competencia con las “mujeres sabias” realizando milagros reproductivos, haciendo que mujeres estériles quedaran encintas, cambiando el sexo de bebés, realizando abortos sobrenaturales y, por último, aunque no menos importante, dando albergue a niños abandonados (Condren, 1989: 84-5).
24. A mediados del siglo XVI la mayoría de los países europeos comenzaron a realizar estadísticas con regularidad. En 1560 el historiador italiano Francesco Guicciardini expresó su sorpresa al enterarse de que en Amberes y en los Países Bajos, normalmente las autoridades no recogían datos demográficos excepto en los casos de “urgente necesidad” (Helleneir, 1958: 1-2). Durante el siglo XVII todos los estados en los que hubo caza de brujas promovieron también el crecimiento demográfico (ibídem: 46).
25. Monica
Green ha desafiado, sin embargo, la idea de que en la Edad Media existiese una
división sexual del trabajo médico tan rígida, como para que los hombres
esuvieran excluidos del cuidado de las mujeres y en particular de la ginecología
y de la obstetricia. También sostiene que las mujeres estuvieron presentes,
aunque en menor cantidad, en todas las ramas de la medicina, no sólo como
comadronas sino también como médicas, boticarias, barberas-cirujanas. Green
cuestiona el argumento
corriente de que las parteras fueron especialmente perseguidas por las
autoridades y de que es posible establecer una conexión entre la caza de brujas
y la expulsión de las mujeres de la profesión médica a partir de los siglos XIV
y XV. Argumenta que las restricciones a la práctica fueron el resultado de un
buen número de tensiones sociales (en España, por ejemplo, del conflicto entre
cristianos y musulmanes) y que mientras las crecientes limitaciones a la
práctica de las mujeres puede ser documentada, no ocurre lo mismo con las
razones que se dieron para ello. Green admite que las cuestiones imperantes
detrás de estas limitaciones eran de origen “moral”; es decir, estaban
relacionadas con consideraciones sobre el carácter de las mujeres (Green, 1989:
453 y sig.).
26. J. Gelis escribe que “el estado y la Iglesia desconfiaron tradicionalmente
de esta mujer cuya práctica era frecuentemente secreta e impregnada de magia,
cuando no de brujería, y que podía sin duda contar con el apoyo de la comunidad
rural”. Agrega que fue necesario sobre todo quebrar la complicidad, verdadera o
imaginada, de las sages femmes, en tales crímenes como el aborto, el
infanticidio y el abandono de niños (Gelis, 1977: 927 y sg.). En Francia, el
primer edicto que regulaba la actividad de las sages femmes fue promulgado en
Estrasburgo a finales del siglo XVI. Hacia finales del siglo XVII las sages
femmes estaban completamente bajo el control del estado y eran usadas por este
último como fuerza reaccionaria en sus campañas de reforma moral (Gelis, 1977).
27. Esto puede explicar por qué los anticonceptivos, que habían sido ampliamente
usados en la Edad Media, desaparecieron en el siglo XVII, sobreviviendo sólo en
el entorno de la prostitución. Cuando reaparecieron en escena ya estaban en
manos masculinas, de tal manera que a las mujeres no se les permitiera su uso
excepto con permiso masculino. De hecho, durante mucho tiempo el único
anticonceptivo ofrecido por la medicina burguesa habría de ser el condón. El
“forro”
28. En 1556, Enrique II sancionó en Francia una ley castigando como asesina a
cualquier mujer que ocultara su embarazo y cuyo hijo naciera muerto. Una ley
similar fue sancionada en Escocia en 1563. Hasta el siglo XVIII, el infanticidio
fue castigado en Europa con la pena de muerte. En Inglaterra, durante el
Protectorado, se introdujo la pena de muerte por adulterio. Al ataque a los
derechos reproductivos de la mujer, y a la introducción de nuevas leyes que
sancionaban la subordinación de la esposa al marido en el ámbito familiar, debe
añadirse la criminalización de la prostitución, a partir de mediados del siglo
XVI. Como hemos visto (en el capítulo 2), las prostitutas eran sometidas a
castigos atroces tales como la accabussade. En Inglaterra, eran marcadas en la
frente con hierros calientes de una manera que guardaba semejanza con la “marca
del Diablo”, y después eran azotadas y afeitadas como las brujas. En Alemania,
la prostituta podía ser ahogada, quemada o enterrada viva. En algunas ocasiones
se le cortaba la nariz, una práctica de origen árabe, usada para castigar
“crímenes de honor” e inflingida también a las mujeres acusadas de adulterio.
Como la bruja, la prostituta era supuestamente reconocida por su “mal de ojo”.
Se suponía que la trasgresión sexual era diabólica y daba a las mujeres poderes
mágicos. Sobre la relación entre el erotismo y la magia en el Renacimiento,
véase P. Couliano (1987).
29. El debate sobre la naturaleza de los sexos comienza en la Baja Edad Media y es retomado en el siglo XVII.
30. “Tu non pensavi ch’io fossi!” (“¡No pensabas que mi especialidad fuera la lógica!”) ríe entre dientes el Diablo en el Infierno de Dante, mientras le arrebata el alma a Bonifacio VIII, que sutilmente pensó escapar del fuego eterno arrepintiéndose en el momento mismo de cometer sus crímenes (La Divina Comedia, Infierno, canto XXVII, verso 123).
31. El sabotaje del acto conyugal era uno de los principales temas en los procesos judiciales relacionados con el matrimonio y la separación, especialmente en Francia. Como observa Robert Mandrou, los hombres temían tanto ser convertidos en impotentes por las mujeres, que los curas de los pueblos prohibían con frecuencia asistir a las bodas a aquellas mujeres que eran sospechosas de ser expertas en “atar nudos”, un presunto ardid para causar la impotencia masculina (Mandrou 1968: 81-2, 391 y sig.; Le Roy Ladurie, 1974: 204-05; Lecky, 1886: 100).
32. Este relato aparece en varias demonologías. Generalmente termina cuando el hombre descubre el daño que se le ha ocasionado y fuerza a la bruja a que le devuelva su pene. Lo acompaña hasta lo alto de un árbol donde tiene muchos escondidos en un nido; el hombre elige uno pero la bruja se opone: “No, ése es el del Obispo”.
33. Carolyn Merchant (1980: 168) sostiene que las interrogaciones y las torturas a las brujas proporcionaron el modelo para el método de la Nueva Ciencia, tal y como la definió Francis Bacon: Buena parte de la imaginería usada [por Bacon] para delinear sus objetivos y métodos científicos deriva de los juzgados. En la medida en que trata a la naturaleza como una mujer que ha de ser torturada por medio de invenciones mecánicas, su imaginería está fuertemente sugestionada por las interrogaciones en los juicios por brujería y por los aparatos mecánicos usados para torturar brujas. En un pasaje pertinente, Bacon afirmó que el método por el cual los secretos de la naturaleza podrían ser descubiertos estaba en investigar los secretos de la brujería por la Inquisición […].
34. En el texto se lee “(night)mare”. Night es “noche” y
mare se
traduce como “yegua”. Nightmare es “pesadilla”. No se trata sólo de un
juego de palabras. En inglés, la hembra del caballo forma parte de la etimología
de la palabra “pesadilla”. [N. de la T.]
35. Sobre el ataque contra animales, véase el Capítulo 2.
36. En este contexto, es significativo que las brujas fueran acusadas a menudo
por niños. Norman Cohn ha interpretado este fenómeno como una sublevación de los
jóvenes contra los viejos y, en particular, en contra de la autoridad de los
padres (N. Cohn, 1975; Trevor Roper, 2000). Pero es necesario considerar otros
factores. En primer lugar, es verosímil que el clima de miedo creado por la caza
de brujas a lo largo de los años fuera el motivo para que hubiese una gran
presencia de niños entre los acusadores, lo que comenzó a materializarse en el
siglo XVII. También es importante destacar que las acusadas de ser brujas eran
fundamentalmente mujeres proletarias, mientras que los niños que las acusaban
eran frecuentemente los hijos de sus empleadores. Así, es posible suponer que
los niños fueron manipulados por sus padres para que formularan acusaciones que
ellos mismos eran reacios a decir, como fue sin duda lo que ocurrió en los
juicios a las brujas de Salem. También debe considerarse que, en los siglos XVI
y XVII, había una creciente preocupación entre los adinerados por la intimidad
física entre sus hijos y sus sirvientes, sobre todo sus niñeras, que comenzaba a
aparecer como una fuente de indisciplina. La familiaridad que había existido
entre los patrones y sus sirvientes durante la Edad Media desapareció con el
ascenso de la burguesía, que formalmente instituyó relaciones más igualitarias
entre los empleadores y sus subordinados (por ejemplo, al nivelar los estilos de
vestir), pero que en realidad aumentó la distancia física y psicológica entre
ellos. En el hogar burgués, el patrón ya no se desvestía frente a sus
sirvientes, ni dormía en la misma habitación.
37. Para un ejemplo de un aquelarre verosímil, en el que los elementos sexuales
se combinan con temas que evocan la rebelión de clase, véase la descripción de
Julian Cornwall del campamento rebelde que los campesinos establecieron durante
la sublevación de Norfolk de 1549. El campamento causó bastante escándalo entre
la alta burguesía, que aparentemente lo consideró un verdadero aquelarre.
La conducta de los rebeldes fue
tergiversada en todos sus aspectos. Se decía que el campamento se convirtió en
la meca de toda la gente viciosa del país […] Bandas de rebeldes buscaban
víveres y dinero. Se dijo que 3.000 bueyes y 20.000 ovejas, sin contar cerdos,
aves de corral, ciervos, cisnes y miles de celemines de maíz fueron traídos y
consumidos en unos pocos días. Hombres cuya dieta cotidiana era con frecuencia
escasa y monótona se rebelaron ante la abundancia de carne y se derrochó con
imprudencia. El sabor fue mucho más dulce por provenir de bestias que eran la
raíz de tanto resentimiento. (Cornwall, 1977: 147)
38. En Norteamérica la palabra faggot es una de las más ofensivas para
descalificar a los homosexuales. En Inglaterra aún conserva su significado
original: “atado de leña para el fuego”. [N. de la T.]
39. Thorndike (1923-58: 69), Holmes (1974: 85-6) y Monter (1969: 57-8). Kurt Seligman escribe que desde mediados del siglo XIV hasta el siglo XVI la alquimia fue universalmente aceptada, pero con el surgimiento del capitalismo cambió la actitud de los monarcas. En los países protestantes, la alquimia se convirtió en objeto de ridículo. El alquimista era retratado como un vendedor de tabaco, que prometía convertir los metales en oro pero fracasaba en su intento (Seligman, 1948: 126 y sg.). Con frecuencia era representado trabajando en su estudio, rodeado de extraños jarrones e instrumentos, ajeno a todo lo que le rodeaba, mientras que del otro lado de la calle su esposa e hijos golpeaban la puerta de la casa pobre. El retrato satírico del alquimista por Ben Jonson refleja esta nueva actitud. La astrología también era practicada bien entrado el siglo XVII. En su Demonología (1597), Jacobo I sostenía que era legítima, sobre todo cuando se limitaba al estudio de las estaciones y al pronóstico del tiempo. Una descripción detallada de la vida de un astrólogo inglés a finales del siglo XVI se encuentra en Sex and Society in Shakespeare’s Age (1974), de A. L Rowse. Aquí nos enteramos de que en la misma época en que la caza de brujas llegaba a su apogeo, un mago podía continuar realizando su trabajo, aunque con cierta dificultad y corriendo a veces ciertos riesgos.
40. En referencia a las Antillas, Anthony Barker (1978: 121-23) escribe:
Ningún aspecto de la imagen
desfavorable del negro construida por los propietarios de esclavos tenía raíces
más amplias o profundas que la acusación de apetito sexual insaciable. Los
misioneros informaban de que los negros se negaban a ser monógamos, eran
excesivamente libidinosos y contaban historias de negros que tenían relaciones
sexuales con monos.
La afición de los africanos por la música fue también usada en su contra, como
prueba de su naturaleza instintiva e irracional. (Ibídem: 115)
41. En la Edad Media, cuando un hijo (o una hija) se hacía cargo de la propiedad
familiar, el (o ella) asumía automáticamente el cuidado de sus envejecidos
padres, mientras que en el siglo XVI los padres comenzaron a ser abandonados y
se dio mayor prioridad a los hijos (Macfarlane, 1970: 205).
42. Ésta es nuestra adaptación. En el original se lee:
Ella tenia seys oficios.
Conuiene a saber: labrandera, perfumera, maestra de fazer afeytes e de fazer
virgos, alcahueta e vn poquito hechizera. Era el primer oficio cobertura de los
otros: so color del qual muchas mozas destas siruientes entrauan en su casa: a
labrarse e a labrar camisas e gorgueras […] que trafagos, si piensas, traya.
Faziase fisica de ninos. Tomaua estambre de vnas casas: daualo a filar en otras
por achaque de entrar en todas. Las vnas, madre aca: las otras, madre aculla.
cata la vieja, ya viene el ama; de todos muy conocida. Con todos estos afanes,
nunca pasaua sin missa ni bisperas. Rojas, 1499 [N. de la T.].
43. El estatuto aprobado por Jacobo I en 1604 impuso la pena de muerte para
quien “usara a los espíritus o la magia” sin importar si habían hecho algún
daño. Este estatuto se convirtió después en la base sobre la cual se realizó la
persecución de las brujas en las colonias americanas.
44. En “Outrunning Atlanta: Feminine Destiny in Alchemic Transmutations”, Allen
y Hubbs escriben que:
El simbolismo
recurrente en los trabajos de alquimia sugiere una obsesión por revertir o, tal
vez, incluso detener la hegemonía femenina sobre el proceso de creación
biológica […] Este dominio deseado es también representado en imágenes como la
de Zeus pariendo a Atenea por su cabeza […] o Adán pariendo a Eva desde su
pecho. El alquimista que ejemplifica la lucha por el control del mundo natural
busca nada menos que la magia de la maternidad […] De esta manera, el gran
alquimista Paracelso da una respuesta afirmativa a la pregunta sobre si “es
posible para el arte y la naturaleza que un hombre nazca fuera del cuerpo de una
mujer y fuera de una madre natural”.
(Allen y Hubbs, 1980: 213)
45. Sobre la imagen de la pétroleuse véase Albert Boime (1995: 109-11; 196-99),
Art and the French Commune y Rupert Christiansen (1994: 352-53), Paris
Babylon: The Story of the Paris Commune.
Imágenes
Brujas cocinando
niños. Del Compendium Maleficarum, 1608, de Francesco Maria Guazzo. |
El drama de la
mortalidad infantil se encuentra bien captado en esta imagen de Hans Holbein el Joven, The Dance of Death, una serie de 41 diseños impresos en Francia en 1538. |
Tres mujeres son
quemadas vivas en el mercado de Guernsey, Inglaterra. Grabado anónimo, siglo XVI. |
El diablo se lleva el
alma de una mujer que fue su sirvienta. Grabado de Olaus Magnus, Historia de Gentibus Septentrionalibus (Roma, 1555). |
Mujeres vuelan en sus
escobas al aquelarre [Sabbat] luego de aplicar ungüentos a sus
cuerpos. Lámina francesa del siglo XVI de Dialogues touchant le pouvoir des sorcières (1570), de Thomas Erastus. |
El Diablo seduce a
una mujer para que haga un pacto con él. De
De Lamies (1489), de
Ulrico Monitor. |
Ejecución de las
brujas de Chelmsford en 1589. Joan Prentice, una de las víctimas, es mostrada con sus familiares. |
El Herbario de la
Bruja, grabado de Hans Weiditz (1532). Como el globo estrellado sugiere, la “virtud” de las hierbas era reforzada por el correcto alineamiento astral. 311 |
Una bruja montada en
una cabra avanza por el cielo causando una lluvia de fuego. Grabado en madera de Francesco Maria Guazzo, Compendium Maleficarum (1610). |
Pétroleuses,
litografía en color de Bertall reproducida en
Les Communeaux, n.
20. |
La mujer de París.
Grabado en madera reproducido en The Graphic, Abril 29, 1871. |
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Ver el índice del libro